Una radio lanzaba una estridente música de baile desde los animados cuarteles y los pasos de Reinhold se aceleraron mecánicamente siguiendo el ritmo de la música. Había llegado casi al estrecho sendero que bordeaba las arenas, cuando algún presentimiento, algo apenas atisbado, lo obligó a detenerse. Perplejo, miró primero el mar, y luego la tierra. Pasaron unos instantes antes que pensara en mirar el cielo.
Reinhold Hoffmann supo entonces, como Konrad Schneider en ese mismo instante, que había perdido la carrera. Y supo que la había perdido no por esas pocas semanas o meses que habían estado amenazándolo, sino por milenios. Las sombras enormes y silenciosas que navegaban bajo las estrellas, a una altura que Reinhold era incapaz de imaginar, estaban tan alejadas del pequeño Columbus como éste de las canoas paleolíticas. Durante un instante que pareció eterno, Reinhold observó, junto con el mundo entero, cómo las grandes naves descendían con una majestad abrumadora, hasta que oyó al fin el débil chillido de la fricción en el enrarecido aire de la estratosfera.
Reinhold no se sintió apenado porque el trabajo de toda una vida se le derrumbase de pronto. Había luchado para que el hombre llegase a las estrellas, y ahora, en el instante del triunfo, las estrellas — las apartadas e indiferentes estrellas — venían a él. En ese instante la historia suspendía su aliento, y el presente se abría en dos separándose del pasado como un témpano que se desprende de los fríos acantilados paternos y se lanza al mar, a navegar solitario y orgulloso. Todo lo obtenido en las eras del pasado no era nada ahora. En el cerebro de Reinhold sonaban y resonaban los ecos de un único pensamiento: La raza humana ya no estaba sola.
I–La tierra de los superseñores
2
El secretario general de las Naciones Unidas, de pie e inmóvil junto a la larga ventana, miraba fijamente el apretado tránsito de la calle Cuarenta y tres. A veces se preguntaba si convendría que un hombre trabajase a una altura tal por encima de sus semejantes. El aislamiento estaba muy bien, pero podía convertirse fácilmente en indiferencia. ¿O sólo estaba tratando de racionalizar su desagrado por los rascacielos, aún intacto después de veinte años de vivir en Nueva York?
Oyó que se abría la puerta, pero no se volvió. Pieter Van Ryberg entró en la oficina. Sobrevino la inevitable pausa mientras Pieter miraba con desaprobación el termostato. Todo el mundo repetía la broma de que al secretario general le gustaba vivir en una heladera. Stormgren esperó a que su ayudante se acercase y al fin apartó los ojos de aquel familiar, pero siempre fascinante panorama.
— Se han retrasado — dijo —. Wainwright debía de estar aquí desde hace cinco minutos.
— Acabo de hablar con la policía. Lo acompaña una verdadera procesión y han desordenado el tránsito. Llegará de un momento a otro. - Van Ryberg se detuvo y luego añadió, abruptamente: — ¿Está usted todavía seguro de que es una buena idea la de verse con él?
— Temo que sea un poco tarde para arrepentirse. Al fin y al cabo me mostré de acuerdo… Aunque usted sabe que no fui yo quien tuvo esa idea.
Stormgren se había acercado al escritorio y estaba jugando con su famoso pisapapeles de uranio. No estaba nervioso, sólo indeciso. Hasta le alegraba que Wainwright llegase tarde, pues eso le daría una pequeña ventaja moral en el momento de iniciarse la conferencia. Tales trivialidades tienen más importancia en los asuntos humanos que la deseada por cualquier persona lógica y razonable.
— ¡Ahí están! — dijo de pronto Van Ryberg, apretando la cara contra la ventana — Vienen por la avenida… Son casi unos tres mil, me parece.
Stormgren recogió una libreta de notas y se unió a su ayudante. A casi un kilómetro de distancia, una pequeña, pero compacta multitud venía hacia el edificio del secretariado. Traían unos estandartes y carteles desde aquí indescifrables, pero Stormgren sabía muy bien qué decían. Ahora ya se podía oír, elevándose por encima de los ruidos del tránsito, el inevitable coro de voces. Stormgren se sintió bañado por una repentina ola de disgusto. ¿No estaba hartó el mundo de ese desfile de multitudes y de esos inflamados lemas?
La multitud había llegado ahora frente al edificio. Debían de saber que Stormgren los miraba, pues aquí y allí unos puños se elevaron en el aire. No estaban desafiándolo, aunque indudablemente querían que Stormgren viese el ademán. Como pigmeos que amenazasen a un gigante, esos puños airados se alzaban directamente contra el cielo, contra la brillante nube de plata que flotaba a cincuenta kilómetros de altura: la nave enseña de la flota de los superseñores.
Y probablemente, pensó Stormgren, Karellen observaba también la escena, y muy divertido. La reunión no se hubiera celebrado nunca sin la intervención del supervisor.
Stormgren se encontraba por primera vez con el jefe de la Liga de la Libertad. Ya no se preguntaba si eso sería prudente. Los planes del supervisor eran a veces excesivamente sutiles para el mero entendimiento humano. Por lo menos Stormgren no creía que pudiese nacer de allí mal alguno. Si se hubiese rehusado a ver a Wainwright la Liga hubiera utilizado esa actitud como un arma.
Alexander Wainwright era un hombre alto, elegante, de unos cincuenta años, totalmente honesto, y por lo mismo doblemente peligroso. Pues su obvia sinceridad hacía difícil no gustar de él, aunque uno no simpatizara con sus ideales… y con algunos de los hombres que había atraído a sus filas.
Stormgren no perdió tiempo, una vez que Van Ryberg los presentó brevemente y con cierta tirantez.
— Supongo — comenzó a decir — que el objeto principal de su visita es el de protestar formalmente contra el esquema de la federación. ¿No es así?
Wainwright asintió gravemente con un movimiento de cabeza.
— Esa es mi intención, señor secretario. Como usted sabe hemos tratado durante todo este último lustro de hacer comprender a la raza humana el peligro que la acecha. Ha sido una tarea difícil, pues casi nadie parece lamentar que los superseñores gobiernen el mundo a su antojo. Sin embargo, más de cinco millones de patriotas, y de todos los países, han firmado nuestra petición,
— No es un número muy impresionante en una población de dos billones y medio.
— Es un número que no puede ser ignorado, señor. Y por cada persona que ha decidido firmar, hay otros muchos que dudan de la sabiduría, para no mencionar la justicia, de este proyecto de federación. Ni el supervisor Karellen, con todos sus poderes, puede borrar mil años de historia de un solo plumazo.
— ¿Quién conoce los poderes de Karellen? — replicó Stormgren —. Cuando yo era niño la Federación Europea parecía un sueño, pero antes de que yo llegase a la madurez ya era realidad. Y eso ocurrió antes de la llegada de los superseñores. Karellen no hace más que terminar el trabajo comenzado por nosotros.
— Europa era una unidad geográfica y cultural. El mundo, no. Esa es la diferencia.
— Para los superseñores — replicó Stormgren sarcásticamente — la Tierra es quizá bastante más pequeña que Europa para nuestros padres, y el punto de vista de esas criaturas, hay que reconocerlo, es más evolucionado que el nuestro.
— No me opongo a la idea de una federación como último objetivo, aunque muchos de mis adherentes no estén de acuerdo. Pero esa federación tiene que nacer desde dentro; no puede ser impuesta desde fuera. Hemos de elaborar nuestro propio destino. ¡No queremos interferencias en los asuntos humanos!
Stormgren suspiró. Había oído todo eso cientos de veces, y sabía que sólo había una respuesta, una antigua respuesta que la Liga no estaba dispuesta a aceptar. El confiaba en Karellen, y ellos no. Esa era la diferencia más importante, y nada podía hacerse a ese respecto. Por suerte la Liga tampoco podía hacer nada.