— No, no me lo imagino.
— Bueno, le repliqué muy cortésmente que había tardado veinte años en reunir mis libros. Yo permitiría con mucho gusto que los leyesen, pero tendrían que hacerlo aquí. De modo que Rashy vino a mi casa y ha estado absorbiendo unos veinte volúmenes por día. Me gustaría saber qué conclusiones saca.
George pensó un momento, y luego se encogió de hombros, disgustado.
— Francamente — dijo —, mi opinión sobre los superseñores ha descendido mucho. Pensé que emplearían mejor el tiempo.
— Eres un materialista incorregible. No creo que Jean esté de acuerdo contigo. Pero aún desde tu oh — tan — práctico punto de vista podrás encontrarle algún sentido. Me imagino que estudiarías las supersticiones de cualquier raza primitiva con la que tuvieras que tratar.
— Supongo que sí — dijo George, no muy convencido.
La mesa le estaba resultando un poco dura, así que se incorporó. Rupert había hallado al fin una mezcla satisfactoria y marchaba ya hacia sus huéspedes. Unas voces quejosas lo reclamaban.
— ¡Eh! — protestó George —. Antes que te vayas tengo que hacerte otra pregunta. ¿Cómo conseguiste ese transmisor — receptor de televisión con que trataste de asustarnos?
— Fue algo así como una permuta. Indiqué que uno de esos dispositivos me ayudaría mucho en mi trabajo, y Rashy transmitió mi sugerencia a los cuarteles centrales.
— Perdóname por ser tan obtuso, ¿pero de qué te ocupas ahora? Me imagino, es claro, que tiene alguna relación con animales.
— Eso es. Soy un superveterinario. Tengo a mi cargo diez kilómetros cuadrados de selva, y como mis pacientes no vienen a mí, voy yo hacia ellos.
— Un trabajo bastante pesado.
— Oh, claro que no resulta práctico ocuparse de la fauna menor. Sólo leones, elefantes, rinocerontes, y otros animales parecidos. Todas las mañanas preparo los controles para examinar unos cien metros cuadrados, me siento ante la pantalla y recorro la región. Cuando encuentro algún enfermo subo a mi máquina voladora con la esperanza de que mi tratamiento tenga éxito. A veces es bastante difícil. Los leones por ejemplo no ofrecen dificultades, pero tratar de aplicar una inyección a un rinoceronte con un dardo anestesiado es un trabajo de todos los demonios.
— ¡Rupert! — gritó alguien desde la habitación vecina.
— Mira, mira lo que has hecho. Me he olvidado de mis huéspedes. Toma, lleva tú esta bandeja. Esos son los que tienen vermouth. No quiero que se mezclen.
Poco antes de la caída del sol George logró escaparse a la terraza. Algunos muy justificados motivos le habían provocado un ligero dolor de cabeza y. sentía la necesidad de alejarse del ruido y la confusión. Jean, que bailaba mucho mejor que él, estaba todavía divirtiéndose, y no quería irse. George, ya alcohólicamente sentimental, se sintió molesto y decidió meditar en paz bajo las estrellas. Se llegaba a la terraza tomando la escalera mecánica hasta el primer piso, y subiendo luego por los peldaños en espiral que rodeaban el aparato de aire acondicionado. Los peldaños terminaban en una puerta que daba a la ancha y lisa terraza. La máquina volante de Rupert descansaba en uno de los extremos; el área central era un jardín — que ya mostraba signos de abandono — y el resto era simplemente una plataforma de observación con unas pocas sillas de lona. George se echó en una de estas sillas y lanzó a su alrededor una mirada imperial. Se sentía realmente dueño y señor de toda la escena. Era, para decirlo con sencillez, todo un espectáculo. La casa de Rupert había sido construida a orillas de una enorme represa que a unos cinco kilómetros de distancia, hacia el este, se convertía en pantanos y lagunas. Por el oeste el terreno era llano, y la selva llegaba casi hasta la casa. Pero más allá de la selva, a más de cincuenta kilómetros, una cadena montañosa se extendía como un muro, hacia el norte y el sur, hasta perderse de vista. Las cimas estaban veteadas de nieve, y más arriba, mientras caía el sol, ya en los últimos instantes de su carrera diaria, se encendían las nubes. Mientras contemplaba aquellos lejanos baluartes, George se sintió dominado por una repentina sobriedad.
Las estrellas que asomaron con una prisa indecente, tan pronto como el sol desapareció, eran para George totalmente desconocidas. Buscó la Cruz del Sur, pero no pudo encontrarla. Aunque sus conocimientos astronómicos eran muy escasos, y no podía reconocer sino unas pocas constelaciones, la ausencia de amigos familiares lo perturbaban excesivamente. Lo mismo podía decirse de los ruidos que venían de la selva, demasiado cercana. Basta de aire fresco, pensó. Volveré a la fiesta antes que un murciélago sediento de sangre, o algo igualmente desagradable, venga a examinar la terraza.
Iba hacia la escalera cuando otro huésped surgió de la abertura. La oscuridad era ya tan grande que George no pudo reconocerlo.
— Hola — dijo —. ¿También usted se siente harto?
Su invisible acompañante se rió.
— Rupert ha comenzado a exhibir una de sus películas. Ya las he visto todas.
— Sírvase un cigarrillo — dijo George.
— Gracias.
A la luz del encendedor — George era muy aficionado a esas antiguallas — pudo reconocer al otro huésped, un joven negro de facciones sorprendentemente perfectas. Se lo habían presentado unas horas antes, pero había olvidado el nombre en seguida, junto con los de otros veinte desconocidos. Sin embargo, la cara le recordaba algo, y de pronto George sospechó la verdad.
— No sé si nos han presentado realmente — dijo —, ¿pero no es usted el nuevo cuñado de Rupert?
— Exactamente. Soy Jan Rodricks. Todo el mundo dice que Maia y yo nos parecemos mucho.
George pensó si debía lamentar con Jan la adquisición del nuevo pariente. Al fin decidió que sería mejor que el pobre hombre descubriese solo la verdad. Después de todo era posible que Rupert se decidiese a sentar cabeza.
— Yo soy George Greggson. ¿Es la primera vez que concurre a una de las famosas fiestas de Rupert?
— Sí. Indudablemente se conoce aquí a mucha gente nueva.
— Y no sólo a seres humanos — añadió George —. Nunca me habían presentado a un superseñor.
El otro titubeó un momento antes de contestar y George se preguntó qué lugar sensible habría tocado. Pero la respuesta no reveló nada.
— Nunca habla visto a ninguno. Excepto, es claro, en una pantalla de televisión.
La. conversación languideció y George comprendió al fin que Jan deseaba estar solo. Por otra parte, sintió frío, así que dejó la terraza y volvió a la fiesta.
La selva estaba ahora en silencio. Jan se reclinó contra la curva pared de la toma de aire y sólo oyó el débil murmullo de los pulmones mecánicos de la casa. Se sintió muy solo, como lo había deseado. Se sintió también muy desilusionado, y esto no lo había deseado de ningún modo.
8
Ninguna utopía puede satisfacer siempre a todos. A medida que mejoraron las condiciones materiales los hombres se hicieron más ambiciosos y ya no se contentaron con el poder y los bienes que en otra época habían parecido inalcanzables. Y aunque el mundo exterior se había ajustado a casi todos los deseos, la curiosidad de la mente y la inquietud del corazón seguían aún muy vivas.
Jan Rodricks, aunque raras veces apreciaba su suerte, se hubiese sentido aún más descontento en una época anterior. Un siglo antes el color de su piel hubiese sido un impedimento enorme y hasta quizá aplastante. Hoy no significaba nada. La inevitable reacción que había dado a los negros del siglo veintiuno un leve sentimiento de superioridad también se había desvanecido. La palabra «negro» ya no era tabú en las reuniones sociales y todos la usaban sin embarazo. No tenía más contenido emocional que adjetivos tales como republicano, o metodista, conservador o liberal.