El padre de Jan había sido un escocés encantador, aunque algo desordenado, que había logrado obtener bastante renombre como mago profesional. Su muerte, a la temprana edad de cuarenta y cinco años, había tenido como causa el consumo excesivo del más famoso producto del país. Aunque Jan nunca había visto borracho a su padre, no estaba seguro de haberlo visto sobrio alguna vez.
La señora Rodricks, todavía muy viva, enseñaba teoría de la probabilidad en la Universidad de Edimburgo. Como ejemplo típico de la extrema movilidad del hombre del siglo veintiuno, la señora Rodricks, que era negra como el carbón, había nacido en Escocia, mientras que su expatriado y rubio marido se había pasado toda la vida en Haití. Maia y Jan nunca habían tenido un hogar fijo, y habían oscilado entre las familias de sus progenitores como dos rueditas volantes. Se habían divertido bastante, naturalmente, pero no habían llegado a corregir la inestabilidad heredada del señor Rodricks.
A los veintisiete de edad, Jan tenía aún por delante varios años de estudio antes de que tuviese que pensar seriamente en su carrera. Había obtenido fácilmente el título de bachiller, siguiendo un plan de estudios que un siglo antes hubiese parecido verdaderamente extraño. Sus más importantes materias habían sido matemática y física, pero había estudiado también filosofía y apreciación musical. Aun para el alto nivel de aquella época, Jan era un pianista aficionado de primera categoría.
Dentro de tres años obtendría el doctorado en física aplicada, con astronomía como ciencia auxiliar. Esto supondría bastante trabajo, pero Jan lo prefería así. Estaba estudiando en la que era quizá la institución más hermosamente situada del mundo, la Universidad de la Ciudad del Cabo, construida en la falda de la montaña de la Mesa.
No tenía preocupaciones materiales; sin embargo se sentía descontento, y su situación le parecía irremediable. Para empeorar las cosas, la felicidad de Maia — aunque no la envidiaba, de ningún modo había subrayado la causa principal de sus disgustos.
Pues Jan sufría a causa de la romántica ilusión — motivo de tanta desgracia y de tanta poesía — de que todo hombre tiene realmente un solo amor verdadero. A una edad desacostumbradamente tardía había entregado su corazón, por vez primera, a una dama más renombrada por su belleza que por su constancia. Rosita Tsien declaraba, con perfecta verdad, que corría por sus venas la sangre de los emperadores Manchú. Todavía tenía muchos súbditos, incluida la mayor parte de los estudiantes de la Facultad de Ciencias, en el Cabo. Jan había sido hechizado por su delicada belleza floral, y la historia había progresado lo bastante como para tener un fin verdaderamente triste. Jan no podía imaginar qué había fallado.
Saldría de eso, naturalmente. Otros hombres habían sobrevivido a catástrofes parecidas sin sufrir daños irreparables, y hasta habían llegado a esa época en que se dice: — ¡Nunca pude haberme tomado en serio a una mujer como ésa! — Pero Jan no veía aún la posibilidad de tal desprendimiento, y actualmente estaba muy disgustado con la vida.
Su otro motivo de preocupación era más difícil de remediar, pues tenía como origen la relación existente entre sus ideales y los superseñores. La mente de Jan era tan romántica como su corazón. Como tantos otros hombres de su edad, desde que la conquista del aire era realmente posible, había dejado que sus sueños y su imaginación recorrieran los inexplorados mares del espacio.
Un siglo antes el hombre había puesto un pie en la escalera que llevaba a las estrellas; en ese mismo instante — ¿podía — haber sido una coincidencia? — le habían cerrado la puerta de los planetas en las narices. Los superseñores habían puesto pocas barreras a las actividades humanas (la guerra era quizá la mayor excepción) pero los estudios sobre viajes interplanetarios se habían casi, interrumpido. La ciencia de los superseñores parecía inalcanzable. Por el momento, al menos, el hombre se había desanimado y había vuelto la atención hacia otras esferas. No había por qué desarrollar cohetes cuando los superseñores tenían medios de propulsión infinitamente superiores, basados en principios ignorados por todos.
Unos pocos centenares de hombres habían visitado la Luna con el propósito de establecer allí un observatorio astronómico. Habían viajado como pasajeros en una nave pequeña, manejada por superseñores e impulsada por cohetes. Era obvio que muy poco podía aprenderse del estudio de un vehículo tan primitivo, aunque sus dueños permitiesen que los hombres de ciencia terrestre lo examinasen a su gusto.
El hombre era, por lo tanto, prisionero de su propio planeta; un planeta mucho más hermoso, pero más pequeño que hacía un siglo junto con la guerra, el hambre y la enfermedad, los superseñores habían abolido la aventura.
La luna naciente teñía ya el cielo oriental con un resplandor pálido y blanquecino. Allá arriba, se dijo Jan, estaba la base central de los superseñores, entre las montañas de Platón. Aunque las naves de aprovisionamiento habían estado yendo y viniendo durante más de setenta años, sólo en vida de Jan se había revelado el secreto, y los superseñores iniciaban ahora sus viajes ante los mismos ojos de la Tierra. En el telescopio de cinco metros de abertura podía verse cómo el sol de la mañana o de la tarde proyectaba sobre las planicies de la Luna la sombra de aquellas enormes naves. Como todo lo que hacían estos seres era de gran interés para la humanidad, se llevó una cuenta minuciosa de sus idas y venidas, y ya comenzaba a descubrirse una cierta relación entre los diversos movimientos, aunque no su causa. Una de esas grandes sombras había desaparecido unas horas antes. Eso significaba, como lo sabía Jan, que en un lugar del espacio, ya fuera de la Luna, la nave de los superseñores estaba preparándose para iniciar el viaje hacia el hogar distante y desconocido.
Jan nunca había visto a una de esas naves en el momento de elevarse hacia los astros. En las noches claras, la nave era visible desde una de las mitades del mundo; pero Jan nunca había tenido suerte. Uno nunca podía decir con exactitud cuándo comenzaría el verdadero viaje, y los superseñores no adelantaban la noticia. Jan decidió esperar otros diez minutos antes de volver a la fiesta.
¿Qué era eso? Sólo un meteoro que atravesaba la constelación de Eridano. Jan suspiró, descubrió que se le había apagado el cigarrillo, y encendió otro.
Ya se había fumado la mitad cuando, a un millón de kilómetros, el navío estelar comenzó a moverse. Desde el mismo centro de la creciente luna iluminada una chispita comenzó a ascender hacia el cenit. Al principio el movimiento era tan lento que apenas se lo advertía, pero poco a poco la nave fue ganando velocidad. Siguió subiendo cada vez con mayor brillo, hasta que de pronto desapareció. Momentos después volvió a aparecer, más veloz y brillante. Encendiéndose y apagándose, con un ritmo peculiar, subió rápidamente por el cielo, dibujando una fluctuante línea luminosa entre los astros. Aunque uno ignorase la distancia real. la impresión de velocidad quitaba el aliento. Sabiendo que la nave se encontraba más allá de la Luna, el cálculo de las velocidades y energías confundían la mente.
Jan sabía que estaba viendo un subproducto de esas energías. La nave misma era invisible, ya muy por encima de esa luz ascendente. Así como un cohete estratosférico deja una estela de vapor, del mismo modo el resuelto navío de los superseñores dejaba también su huella. La teoría generalmente aceptada — y había muy pocas dudas sobre su veracidad — decía que las enormes aceleraciones de la nave provocaban una distorsión local del espacio. Jan sabía que estaba viendo nada menos que la luz de unas estrellas distantes, reunidas y enfocadas hacia la Tierra, cada vez que en el camino recorrido por la nave se cumplían ciertas condiciones. Era una prueba visible de la relatividad: la curvatura de la luz en presencia de un colosal campo gravitatorio.