Ahora el extremo de esa inmensa lente, delgada como una línea de lápiz, parecía moverse con mayor lentitud, aunque sólo a causa de la perspectiva. En realidad la nave ganaba velocidad. Sólo su huella parecía detenerse; la nave misma se precipitaba ahora hacia los astros. Jan sabía que muchos telescopios le estaban siguiendo, pues los hombres de ciencia querían descubrir los secretos de la nave estelar. Ya se habían publicado docenas de estudios sobre ese tema; sin duda los superseñores los habían leído con el mayor interés.
La luz fantasmal estaba apagándose. Ahora era una raya muy débil que apuntaba como siempre hacia el centro de la constelación Carina. El hogar de los superseñores estaba aproximadamente por allí, pero en cualquiera del millar de estrellas de aquel sector del espacio. No era posible calcular la distancia que había entre esa estrella y el sistema solar.
Todo había acabado. Aunque la nave apenas había comenzado su viaje, ya ningún ojo terrestre podía seguirla. Pero en la mente de Jan el recuerdo de la estela brillante ardía aún, como un faro que no se apagaría nunca mientras hubiese en él ambiciones y deseos.
La fiesta había terminado. Casi todos los huéspedes habían vuelto a elevarse por los aires y se desparramaban ahora hacia los cuatro rincones del globo. Aunque había algunas excepciones.
Una era Norman Dodsworth, el poeta, que se había emborrachado, de un modo desagradable, pero que había sido bastante cuerdo como para abandonar la sala antes de que fuera necesario recurrir a la violencia. Lo habían depositado sobre el césped, con mucha suavidad, y con la esperanza de que una hiena lo despertase bruscamente. En fin, no se contaba con él.
Entre los que se habían quedado se incluían George y Jean. No había sido idea de George: él quería volverse a casa. Desaprobaba la amistad entre Rupert y Jean, aunque no por las razones comunes. George se enorgullecía de ser un hombre práctico, de juicioso carácter, y pensaba que el interés que unía a Jean y a Rupert no era sólo infantil, en esta edad de la ciencia, sino también enfermizo. Que alguien pudiese atribuir alguna sombra de verdad a los hechos llamados supranormales le parecía extraordinario, y el haber encontrado aquí a Rashaverak había disminuido su fe en los superseñores.
Era indudable ahora que Rupert había estado planeando alguna sorpresa, probablemente con la connivencia de Jean. George se resignó tristemente a las tonterías que pudiesen sobrevenir.
— Probé toda clase de objetos antes de llegar a esto — decía Rupert con orgullo —. El mayor problema era el de reducir la fricción y facilitar así los movimientos. La anticuada mesita y la copa no estaban mal; pero habían sido usadas durante siglos y era indudable que la ciencia moderna podía mejorarlas. Y aquí está el resultado. Acercad las sillas… ¿Estás seguro de que no quieres unirte a nosotros, Rashy?
El superseñor pareció titubear durante una fracción de segundo. Luego sacudió negativamente la cabeza. (¿Había aprendido ese gesto en la Tierra? se preguntó George.)
— No, gracias — replicó —, prefiero mirar. Quizá en otra ocasión.
— Muy bien. Hay tiempo de sobra para que cambies de parecer.
Oh, ¿hay tiempo? pensó George mirando tristemente su reloj.
Rupert había reunido a sus amigos alrededor de una mesita maciza, perfectamente circular. Levantó la superficie de material plástico y reveló un brillante mar de apretados y redondos cojinetes. El borde un poco saliente de la mesa impedía que escaparan. George no podía imaginar para qué servía todo eso. La luz se reflejaba sobre los cojinetes en centenares de puntos, formando fascinantes e hipnóticas figuras. George se sintió ligeramente mareado.
Mientras los demás acercaban las sillas, Rupert buscó debajo de la mesa, sacó un disco de unos diez centímetros de diámetro, y lo colocó sobre los cojinetes.
— Eso es — dijo —. Vosotros ponéis los dedos aquí, y el disco gira sin encontrar resistencia.
George lanzó una mirada de profundo disgusto al dispositivo. Advirtió que las letras del alfabeto habían sido colocadas sobre la mesa a intervalos regulares, aunque sin ningún orden. Además, distribuidos entre las letras, se veían varios números, del 1 al 9, y en dos extremos opuestos unas tarjetas con las palabras «Sí y «No».
— Todo esto me parece magia barata — murmuró George —. Me sorprende que alguien se lo tome en serio en esta época.
Luego de haber emitido esta débil protesta, George se sintió un poco mejor. Rupert pretendía no sentir por estos fenómenos más que una desinteresada curiosidad. Tenía una mente amplia, pero no era un crédulo. Jean, en cambio… bueno, George se sentía un poco preocupado. La muchacha creía, en apariencia, que en este asunto de la telepatía y de la segunda visión había algo realmente.
George no advirtió, hasta después de haber hablado, que la frase implicaba también una censura a Rashaverak. - Lo miró nerviosamente, pero no había en el superseñor ningún signo de reacción. Lo que no probaba nada en absoluto.
Ya todos ocupaban sus sitios. Alrededor de la mesa y en el sentido de las agujas del reloj, se habían instalado Rupert, Maia, Jan, Jean, George y Benny Shoenberger. Ruth Shoenberger estaba sentada aparte con un anotador. Se había opuesto, parecía, a participar de la sesión, lo que había provocado ciertos comentarios oscuramente sarcásticos de Benny a propósito de los que todavía se tomaban el Talmud en serio. Sin embargo, no se oponía de ningún modo a actuar como cronista.
— Ahora escuchen — comenzó a decir Rupert — ; para beneficio de los escépticos como George, pongamos las cosas en claro. Haya o no algo anormal en todo esto, funciona. Personalmente creo que se trata de un simple fenómeno mecánico. Cuando ponemos nuestras manos sobre el disco, aunque tratemos de no influir en sus movimientos, nuestro subconsciente comienza a hacer trampa. He analizado centenares de sesiones y no he descubierto una sola respuesta que no fuese conocida, o sospechada, por alguno de los participantes, aunque a veces no conscientemente. Tengo interés en llevar a cabo el experimento en esta peculiar… este… circunstancia.
La «peculiar circunstancia» estaba observándolos en silencio, pero, indudablemente, no con indiferencia. George se preguntó qué pensaría Rashaverak de estas antiguas supersticiones. ¿Ocupaba la posición de un antropólogo ante un rito primitivo? La escena era fantástica, y George se sintió verdaderamente tonto.
Si los otros se sentían como él, lo ocultaban perfectamente. Sólo Jean estaba encendida y excitada, aunque quizá el alcohol fuese el culpable.
— ¿Todos listos? — preguntó Rupert —. Muy bien. Guardó, durante unos instantes, lo que quería ser un impresionante silencio, y luego, sin dirigirse particularmente a nadie, exclamó: — ¿Hay alguien aquí?
George pudo sentir que el disco temblaba ligeramente bajo sus dedos. No era nada sorprendente si se tenía en cuenta la presión ejercida por las seis personas del círculo. El disco osciló trazando la figura de un 8 y al fin se detuvo.
— ¿Hay alguien aquí? - repitió Rupert. Con un tono de voz más normal añadió — : A menudo pasan diez o quince minutos sin que haya una respuesta, pero otras veces…
— Chist… — dijo Jean.
El disco se estaba moviendo. Comenzó a balancearse trazando un amplio arco entre las tarjetas del «Sí» y del «No». A George le costó trabajo ocultar una risita. ¿Qué quedaría demostrado si la respuesta fuese «No»? Recordó aquel viejo chiste: «Sólo estamos nosotras, las gallinas…»
Pero la respuesta era «Sí». El disco volvió rápidamente al centro de la mesa. Parecía como si estuviese vivo, de algún modo, y esperase la próxima pregunta. A pesar de sí mismo, George se sintió impresionado.