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Aparte de esos aislados incidentes, la raza humana había aceptado a los superseñores como parte del orden natural de las cosas. La conmoción inicial se desvaneció en un tiempo sorprendentemente corto, y el mundo siguió otra vez su curso. El mayor cambio que hubiese podido advertir algún nuevo Rip Van Winkle era el de una silenciosa expectación, un mental mirar sobre el hombro, como si la humanidad estuviese esperando la aparición de los superseñores, el momento en que saliesen de sus relucientes navíos.

Cinco años después aún estaba esperando. Eso, pensaba Stormgren, era la causa de todas las dificultades.

Cuando el coche de Stormgren entró en el aeropuerto ya estaban allí los habituales curiosos y las cámaras filmadoras. El secretario general cambió unas pocas palabras con su ayudante, recogió su portafolios, y atravesó la rueda de espectadores.

Karellen nunca lo hacía esperar. La multitud rompió en un — ¡oh! — de asombro y la burbuja de plata se agrandó allá en el cielo con pasmosa velocidad. Una ráfaga de aire movió las ropas de Stormgren cuando la navecilla fue a detenerse a cincuenta metros de distancia, flotando delicadamente a unos pocos centímetros del suelo, como si temiese contaminarse con la Tierra. Mientras se adelantaba lentamente, Stormgren advirtió aquellos pliegues ya familiares del inconsútil casco metálico, y enseguida apareció ante él la abertura que tanto había preocupado a los mejores hombres de ciencia. Dio un paso adelante y entró en la cámara única, débilmente iluminada. La entrada volvió a cerrarse, como si nunca hubiese estado allí, borrando los ruidos y las escenas del mundo exterior.

Cinco minutos más tarde volvió a abrirse. Aunque no había tenido ninguna sensación de movimiento, Stormgren sabía que estaba ahora a una altura de cincuenta kilómetros, en el mismo corazón de la nave de Karellen. Los superseñores iban y venían alrededor de Stormgren ocupados en sus misteriosos asuntos. Se había acercado a ellos más que nadie, y sin embargo sabía tan poco de su aspecto físico como los millones que vivían allá abajo.

La salita de conferencias, situada en el fondo de un corto pasillo, no tenía más muebles que una silla y una mesa instaladas ante una pantalla. Nada informaba la pantalla acerca de las criaturas que la habían construido. Estaba en blanco ahora, como siempre. A veces, en sueños, Stormgren había imaginado que aquella oscura superficie se animaba de pronto, revelando el secreto que atormentaba al mundo entero. Pero el sueño no se había realizado nunca; detrás del rectángulo en sombras se ocultaba un misterio impenetrable. Aunque se ocultaba también allí poder y sabiduría, y sobre todo, quizá, un enorme y divertido cariño por aquellas criaturas que se arrastraban por la Tierra.

De la oculta rejilla vino aquella voz serena, y sin prisa, que Stormgren conocía tan bien, aunque el mundo la había oído en una única ocasión. Su profundidad y resonancia — únicos indicios acerca de la naturaleza física de Karellen — daban una abrumadora impresión de gran tamaño. Karellen era grande, quizá mucho más grande que un ser humano. Aunque algunos hombres de ciencia, después de haber analizado los registros de su único discurso, habían sugerido que la voz provenía de una máquina. Stormgren nunca había podido creerlo.

— Sí, Rikki, me he enterado de esa pequeña entrevista. ¿Qué le ha hecho usted al señor Wainwright?

— Es un hombre honesto, aunque muchos de sus partidarios no lo sean. ¿Qué hacemos con él? La Liga en sí no encierra ningún peligro; pero algunos de sus miembros, los más extremistas, predican abiertamente la violencia. Me he estado preguntando si no convendrá que instale una guardia en mi casa. Aunque espero que no será necesario.

Karellen eludió la cuestión con ese modo fastidioso en que caía algunas veces.

— Los detalles de la Federación Mundial se conocen desde hace un mes. ¿Ha aumentado sustancialmente ese siete por ciento que no está de acuerdo conmigo o ese otro indeciso doce por ciento?

— No todavía. Pero eso no tiene importancia. Lo que me preocupa es ese sentimiento, difundido aun entre nuestros partidarios, de que esta ocultación tiene que terminar.

El suspiro de Karellen fue técnicamente perfecto, pero le faltó convicción.

— Usted opina lo mismo, ¿no es así?

La pregunta era tan retórica que Stormgren no se molestó en responder.

— Me pregunto si apreciará usted realmente — continuó, muy serio — cómo complica mi tarea este estado de cosas.

A mí tampoco me ayuda mucho — dijo Karellen —. Desearía que dejaran de verme como un dictador, y recordaran que sólo soy un funcionario encargado de administrar una política colonial que no he preconizado.

Era, pensó Stormgren, una descripción bastante atractiva. Se preguntó hasta qué punto sería verdadera.

— ¿No puede, por lo menos, explicarnos de algún modo esa ocultación? No la entendemos, y nos preocupa y da origen a incesantes rumores.

Karellen emitió aquella risa rica y profunda, de una resonancia excesiva para ser realmente humana.

— ¿Qué se supone que soy ahora? ¿Todavía circula la teoría del robot? Puede que sea una masa de válvulas electrónicas y no esa especie de ciempiés… oh, sí, he visto esa caricatura del Chicago Tribune. He estado pensando en solicitar el original.

Stormgren apretó los labios. En ciertas ocasiones Karellen se tomaba sus deberes muy a la ligera.

— Esto es serio — dijo con un tono de reproche,

— Mi querido Rikki — replicó Karellen —, sólo no tomándome en serio a la raza humana he logrado conservar en parte mi antigua e inconmensurable inteligencia.

Stormgren sonrió a pesar de sí mismo.

— Eso no me ayuda mucho, ¿no es cierto? Tendré que decirles a mis semejantes que aunque usted no se muestra en público no tiene nada que ocultar. No será una tarea muy sencilla. La curiosidad es una de las características humanas dominantes. Usted no puede desafiarla indefinidamente.

— De todos los problemas que hemos encontrado en la Tierra, éste es el más difícil — admitió Karellen. Usted ha creído en nuestra sabiduría en otras ocasiones. Seguramente también ahora confía en nosotros.

— Yo confío en ustedes — dijo Stormgren —, pero no Wainwright, ni tampoco sus partidarios. ¿Puede usted acusarlos si interpretan mal su poco deseo de mostrarse en público?

Durante un momento Karellen guardó silencio. Stormgren oyó luego un débil sonido (¿un crujido?) causado quizá por un leve movimiento del cuerpo del supervisor.

— Usted sabe por qué Wainwright y los hombres como él me tienen miedo, ¿no es así? - preguntó Karellen. Hablaba ahora con una voz apagada, como un órgano que deja caer sus notas desde la alta nave de una catedral — Hay seres como él en todas las religiones del universo. Saben muy bien que nosotros representamos la razón y la ciencia, y por más que crean en sus doctrinas, temen que echemos abajo sus dioses. No necesariamente mediante un acto de violencia, sino de un modo más sutil. La ciencia puede terminar con la religión no sólo destruyendo sus altares, sino también ignorándolas. Nadie ha demostrado, me parece, la no existencia de Zeus o de Thor, y sin embargo tienen pocos seguidores ahora. Los Wainwrights temen, también, que nosotros conozcamos el verdadero origen de sus religiones. ¿Cuánto tiempo, se preguntan, llevan observando a la humanidad? ¿Habremos visto a Mahoma en el momento en que iniciaba su hégira o a Moisés cuando entregaba las tablas de la ley a los judíos? ¿No conoceremos la falsedad de las historias en que ellos creen?

— ¿Y la conocen ustedes? — murmuró Stormgren, casi para sí mismo.

— Ese, Rikki, es el miedo que los domina, aunque nunca lo admitirán abiertamente. Créame, no nos causa ningún placer destruir la fe de los hombres, pero todas las religiones del mundo no pueden ser verdaderas, y ellos lo saben. Tarde o temprano, el hombre tendrá que admitir la verdad; pero ese tiempo no ha llegado aún. - En cuanto a nuestro ocultamiento — y usted tiene razón al afirmar que agrava nuestros problemas — es una cuestión que escapa a mi dominio. Lamento la necesidad de este secreto tanto como usted, pero los motivos son suficientes. De todos modos trataré de obtener una declaración de mis… superiores que pueda satisfacerlo a usted y que quizá aplaque a la Liga de la Libertad. Ahora, por favor, ¿podemos empezar con los asuntos del día?