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Sin embargo, después del concierto, Thanthalteresco buscó a los tres compositores que habían figurado en el programa y los felicitó por su «gran inventiva». Los músicos se retiraron complacidos, pero también un poco desconcertados.

George Greggson no pudo encontrarse con el inspector hasta tres días más tardé. El teatro había preparado algo así como distintas carnes a la parrilla, antes que un plato único: dos piezas en un acto, un número por un imitador mundialmente famoso, y una escena de ballet. Una vez más todas las partes fueron insuperablemente ejecutadas y la predicción de uno de los críticos: — Al fin descubriremos si los superseñores bostezan — no se cumplió. En realidad, el inspector se rió varias veces, y en los momentos adecuados.

Y sin embargo, nadie podía estar seguro. Era posible que el superseñor interpretara una comedia, guiándose sólo por la lógica, y manteniendo al margen sus propias y extrañas emociones, como un antropólogo que participa en un rito primitivo. El hecho de que emitiese los sonidos apropiados, y de que reaccionara correctamente no demostraba nada.

Aunque George estaba decidido a conversar con el inspector no pudo hacerlo. Después de la representación intercambiaron unas pocas palabras, a modo de saludo, y luego el visitante fue arrebatado por el público. Era imposible separarlo de su círculo, y George volvió a su casa sintiéndose totalmente derrotado. No sabía muy bien qué podría haber dicho, si hubiese encontrado una oportunidad; pero de algún modo, estaba seguro, hubiese desviado la conversación hacia Jeff. Y ahora ya nada era posible.

El mal humor le duró dos días. La máquina voladora del inspector partió entre numerosas protestas de mutuo respeto antes que se produjera el episodio. A nadie se le había ocurrido hacerle a Jeff alguna pregunta, y el niño lo pensó bastante, seguramente, antes de decidirse a hablar.

— Papá — le dijo a George, poco antes de irse a la cama —, ¿te acuerdas del superseñor que vino a vernos?

— Sí — replicó George ásperamente.

— Bueno, — fue a nuestro colegio, y oí como hablaba con uno de los profesores. No entendí realmente lo que decía, pero reconocí la voz. Fue la que me dijo que corriera cuando venía la ola.

— ¿Estás seguro?

Jeff titubeó un momento.

— No del todo. Pero si no era él, era otro de los superseñores. No sabía realmente si tenía que darle las gracias. Pero ahora ya se ha ido ¿no?

— Sí — dijo George —, temo que sí. Quizá tengamos, sin embargo, alguna otra ocasión. Ahora véte a la cama como un buen muchacho, y no vuelvas a pensar en eso.

Cuando Jeff, felizmente, desapareció, y luego de haber atendido a Jenny, Jean vino a sentarse en la alfombra junto a la silla de George, apoyándose en sus piernas. George pensaba que era una costumbre espantosamente sentimental, pero no había por qué hacer una escena. Se contentó con mostrar la dureza de sus rodillas.

— ¿Qué piensas ahora? — preguntó Jean con voz fatigada y sin entonación —. ¿Crees que ha ocurrido de veras?

— Ha ocurrido — replicó George —, pero quizá nos preocupamos tontamente. Al fin y al cabo, la mayor parte de los padres tienen razones para mostrarse agradecidos… y, por supuesto, yo también me siento agradecido. La explicación puede ser muy simple. Sabemos que los superseñores tenían interés en la colonia, así que podían estar observándonos, a pesar de aquella promesa. Si alguno rondaba con uno de esos aparatos, y vio venir la ola, es natural que advirtiesen a Jeff que estaba en peligro.

— Pero conocían el nombre de Jeff, no lo olvides. No, nos observan. Hay algo raro en nosotros, algo que atrae su atención. Lo he sentido desde la fiesta de Rupert. Es gracioso ver cómo aquella fiesta alteró nuestra existencia.

George miró a su mujer con simpatía, pero nada más. Cuánto se podía cambiar, pensó, en tan poco tiempo. Le tenía cariño a Jean; había educado a sus hijos y era ahora parte de su vida. Pero de aquel amor que una persona no muy claramente recordaba, y de nombre George Greggson, había sentido una vez hacia un sueño descolorido llamado Jean Morrel, ¿qué quedaba ahora? Su amor estaba dividido entre Jeff y Jennifer por una parte… y Carolle por la otra. No creía que Jean supiese algo de Carolle, y tenía la intención de decírselo antes que alguien se le adelantase. Pero por algún motivo nunca encontraba el momento adecuado.

— Muy bien, observan a Jeff, lo protegen en realidad. ¿No crees que eso debe de ponernos orgullosos? Quizá los superseñores han planeado un gran futuro para nuestro hijo.

Estaba hablando para tranquilizar a Jean, lo sabía. No se sentía muy inquieto, pero sí un poco desconcertado. Y de pronto otro pensamiento cayó sobre él, algo que podía habérsele ocurrido antes. Volvió los ojos hacia el cuarto de los niños.

— Me pregunto si sólo andarán detrás de Jeff — dijo.

A su debido tiempo el inspector presentó su informe. Los isleños le habían proporcionado gran cantidad de material. Todas las estadísticas y registros fueron a parar a la insaciable memoria de las grandes máquinas calculadoras, parte de los poderes invisibles que sostenían a Karellen. Aún antes que esas impersonales mentes eléctricas hubiesen sacado sus conclusiones, el inspector dio sus propios consejos. Expresados con los pensamientos y el lenguaje de la raza humana se hubiesen presentado así:

— No tenemos por qué intervenir en la colonia. Es un experimento interesante, pero que no puede afectar el futuro. Sus esfuerzos artísticos no nos conciernen, y no hay pruebas de que la investigación científica siga un camino peligroso.

«De acuerdo con nuestros planes, estudié con gran curiosidad los registros escolares del sujeto Cero. Las estadísticas que más nos interesan figuran en esos registros, pero no he podido encontrar indicio alguno de desarrollos insólitos. Aunque, como ya sabemos, estas eclosiones suelen producirse sin previo aviso.

— Me encontré también con el padre del sujeto y tuve la impresión de que deseaba hablarme. Por suerte pude evitarlo. Es indudable que algo sospecha —, aunque, naturalmente, nunca podrá adivinar la verdad, ni afectar de ningún modo el desarrollo de los acontecimientos.

«Siento cada vez más lástima por toda esta gente.

George Greggson hubiese estado de acuerdo con el veredicto del inspector. No había nada anormal en Jeff. Sólo aquel desconcertante incidente, tan sorpresivo como un trueno aislado en un día de calma perfecta. Y después… nada.

Jeff tenía la energía y la curiosidad propias de un niño de siete años. Era inteligente — cuando se molestaba en serlo —, pero no había peligro de que se convirtiese en un genio precoz. A veces, pensaba Jean con un poco de cansancio, se ajustaba perfectamente a la clásica definición de un niño: «un ruido rodeado de suciedad». Aunque no era muy fácil darse cuenta de la suciedad; ésta se acumulaba en forma considerable confundiéndosele con el color tostado de la piel.

Jeff se mostraba alternativamente cariñoso y de mal humor, reservado y efusivo. No tenía preferencia por ninguno de sus padres, y la llegada de su hermanita no había acarreado ninguna muestra de celos. Su tarjeta médica no tenía una mancha: no había estado enfermo ni un solo día. Pero en esta época, y en este clima, eso no era nada raro.

A diferencia de otros niños, Jeff no se aburría en seguida en compañía de su padre, ni lo dejaba, en todas las ocasiones posibles, para reunirse con otros compañeros de su edad. Era obvio que tenía el talento artístico de George, y casi tan pronto como aprendió a caminar se hizo un asiduo visitante del teatro de la colonia. El teatro lo había adoptado como mascota, y Jeff había desarrollado una gran habilidad en presentar ramos de flores a las celebridades de la pantalla y de la escena que visitaban la isla.