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— Y apenas ha iniciado el viaje — respondió Karellen.)

El planeta era totalmente chato. Su enorme gravedad había reducido, hacía ya mucho tiempo, a una llanura uniforme las montañas de su orgullosa juventud… montañas cuyos picos nunca habían pasado de unos cuantos metros de altura. Sin embargo había vida aquí, pues la superficie del planeta estaba cubierta por una miríada de figuras geométricas que se arrastraban, se movían y cambiaban de color. Era un mundo de dos dimensiones, habitado por seres que no tenían más que una fracción de centímetro de alto.

Y en aquel cielo había un sol que un fumador de opio, en el más extraño de sus sueños, no hubiese podido imaginar. Demasiado caliente para ser blanco, era como un fantasma marchito, situado no muy lejos de las fronteras del ultravioleta, y lanzaba sobre sus mundos unas radiaciones que hubiesen sido instantáneamente letales para cualquier forma de vida terrestre. En un alrededor de millones de kilómetros extendía unos grandes velos de gas y polvo, que al ser atravesados por los rayos ultravioletas se convertían en innumerables colores fluorescentes. Era una estrella ante la cual el pálido sol terrestre hubiese parecido tan débil como una luciérnaga en pleno mediodía.

(- Hexanerax Dos, y ya fuera del universo conocido — dijo Rashaverak —. Sólo un puñado de nuestras naves han llegado hasta ahí, y nunca se arriesgaron a aterrizar. ¿Quién hubiese pensado que podía haber vida en esos planetas?

— Parece — dijo Karellen — que ustedes, los dedicados a la ciencia, no han investigado mucho. Si esas… figuras… son inteligentes, el problema de comunicarse con ellas tiene que ser muy interesante. Me pregunto si se imaginarán una tercera dimensión.)

Era un mundo que no podía conocer el significado del día y de la noche, de las estaciones y los años. Seis soles de color poblaban el cielo, de tal modo que sólo había cambios de luz, nunca oscuridad. A través de los tirones y golpes de los opuestos campos gravitatorios, el planeta seguía los nudos y las curvas de una órbita inconcebiblemente compleja, sin recorrer dos veces el mismo camino. Cada momento era único: la figura que ahora formaban los soles en el cielo no se volvería a repetir por toda la eternidad.

Y aún aquí había vida. Aunque el planeta podía llegar a chamuscarse cuando se encontraba entre los seis soles, y helarse luego en los bordes del sistema, era sin embargo morada de seres inteligentes. Los grandes cristales polifacéticos se agrupaban formando intrincadas figuras geométricas. Inmóviles en las eras de frío, crecían lentamente a lo largo de las vetas minerales cuando volvía el calor. No importaba que completar un pensamiento llevase un millón de años. El universo era todavía joven, y disponían de un tiempo infinito…

(- He revisado todos nuestros registros — dijo Rashaverak —. Nada sabemos de ese mundo, ni de esa combinación de soles. Si existiese en el interior de nuestro universo los astrónomos habrían advertido su presencia, aunque estuviese fuera del alcance de las naves.

— Entonces ha dejado la galaxia.

— Sí. Seguramente ya no falta mucho.

— ¿Quién sabe? Sueña nada más. Cuando despierta, es todavía el mismo. Está en la primera fase. Pronto sabremos cuándo comenzará el cambio.)

— Nos hemos encontrado antes, señor Greggson — dijo el superseñor gravemente —. Mi nombre es Rashaverak. Sin duda usted me recuerda.

— Sí — dijo George —. Aquella fiesta en casa de Rupert Boyce. No podría olvidarla. Y siempre pensé que volveríamos a encontrarnos.

— Dígame, ¿por qué me pidió esta entrevista?

— Creí que usted ya lo sabría.

— Quizá. Pero será mejor que me lo diga usted. Se sorprenderá usted bastante, pero yo también estoy tratando de comprender, y en algunos aspectos mi ignorancia es tan grande como la suya.

George miró asombrado al superseñor. Jamás se le había ocurrido un pensamiento semejante. Había creído, subconscientemente, que los superseñores poseían todos los conocimientos, y todo el poder… que entendían lo que le pasaba a su hijo y eran los únicos responsables.

— Supongo — continuó George — que ha visto usted los informes que le entregué al psicólogo de la isla. Así que estará enterado de esos sueños.

— Sí, estoy enterado.

— Nunca creí que fueran producto de su imaginación. Son tan increíbles, y sé que esto parece ridículo, que tienen que estar basados en la realidad.

George miró ansiosamente a Rashaverak, sin saber qué sería mejor: una confirmación o una negativa. El superseñor no dijo nada. Se contentó con mirarlo con sus grandes ojos serenos. Estaban sentados casi cara a cara, pues la habitación — diseñada obviamente para tales entrevistas — tenía dos niveles; la maciza silla del superseñor estaba situada a un metro por debajo de la de George. Era una amable atención para con los hombres que pedían tales entrevistas, y que muy pocas veces se sentían mentalmente cómodos.

— Al principio nos sentimos preocupados, aunque no alarmados de veras. Cuando despertaba, Jeff parecía normal, y sus sueños no lo molestaban, aparentemente. Y de pronto una noche… — George se detuvo y lanzó una mirada defensiva hacia el superseñor —. Nunca he creído en lo sobrenatural. No soy un hombre de ciencia, pero creo que existe una explicación racional para todo.

— Existe — dijo Rashaverak —. Conozco lo que usted ha visto. Estaba mirando.

— Siempre lo sospeché. Pero Karellen nos prometió que nunca nos volverían a espiar. ¿Por qué han roto ustedes esa promesa?

— No la hemos roto. El supervisor afirmó que la raza humana no volvería a ser vigilada. Hemos mantenido nuestra promesa. Yo sólo observaba a su hijo, no a usted.

Pasaron varios segundos antes de que George entendiera las palabras de Rashaverak.

— ¿Quiere decir…? - dijo entrecortadamente y poniéndose pálido. Se le apagó la voz y comenzó de nuevo —. ¿Qué son mis hijos entonces, en nombre de Dios?

— Eso — dijo Rashaverak con solemnidad — es lo que tratamos de descubrir.

Jennifer Anne Greggson, hasta hace poco conocida como Poppet, descansaba de espaldas con los ojos fuertemente cerrados. No los había abierto durante mucho tiempo y nunca volvería a abrirlos. La vista era para ella tan inútil como para las criaturas que poblaban los oscuros fondos del océano. Tenía perfecta conciencia del mundo que la rodeaba; en realidad, tenía conciencia de mucho más.

De su breve niñez, por quién sabe qué capricho de su desarrollo, le quedaba un reflejo. El sonajero, que la había deleitado alguna vez, sonaba ahora incesantemente, con un ritmo complejo y siempre distinto. Fue esa síncopa extraña lo que despertó a Jean y le hizo correr hacia el cuarto. Pero no fue sólo aquel sonido lo que le hizo llamar a gritos a George.

El común y brillante sonajero se agitaba continuamente en el aire, a medio metro de todo apoyo, mientras Jennifer Anne, con sus manitas regordetas apretadas y juntas, descansaba con una sonrisa de serena satisfacción en el rostro.

Había comenzado tarde, pero estaba progresando rápidamente. Y pronto sobrepasaría a su hermano, ya que tenía mucho menos que olvidar.

— Obraron ustedes con prudencia — dijo Rashaverak — al no tocar su juguete. No creo que hubiesen podido moverlo. Pero si lo hubiesen hecho, la niña se habría sentido muy molesta. Y entonces no sé qué pasaría.

— ¿Quiere decir — preguntó George aturdidamente que ustedes no pueden hacer nada?

— No lo engañaré. Podemos estudiar y observar, como ya lo estamos haciendo. Pero no podemos intervenir, pues no entendemos qué pasa.

— ¿Entonces qué vamos a hacer? ¿Por qué nos ha ocurrido a nosotros?