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Los que se quedaron tenían muchos caminos, pero sólo una meta. Había algunos que pensaban: el mundo es hermoso, ¿por qué tenemos que dejarlo, o por qué tenemos que apresurar nuestra partida? Pero otros, que habían puesto sus ojos más en el futuro que en el presente, de tal modo que sus vidas habían perdido todo valor, no deseaban quedarse. Partieron solos, o en compañía de sus amigos.

Así ocurrió con Atenas. La isla había nacido con el fuego. Con el fuego decidió morir. Aquellos que querían seguir viviendo salieron de la colonia, pero la mayor parte se quedó allí, para encontrar el fin entre fragmentos de sueños.

Nadie podía saber cuándo llegaría la hora. Sin embargo, Jean despertó en medio de la tranquilidad de la noche y se quedó un momento con los ojos clavados en la claridad fantasmal del cielo raso. Luego extendió una mano y tocó a su marido. George tenía habitualmente un sueño pesado, pero esta vez se despertó enseguida. No se hablaron; no había palabras para ese momento.

Jean no se sentía asustada, ni siquiera triste. Estaba rodeada como por las aguas profundas y calmas de un océano, más allá de toda emoción. Pero había algo que hacer, y faltaba muy poco.

Sin una palabra, George la siguió a través de la casa tranquila. Atravesaron el estudio iluminado por la luna, tan silenciosamente como sus sombras, y entraron en el cuarto vacío.

Todo estaba igual. Las figuras fluorescentes, pintadas por George con tanto cuidado, todavía brillaban en los muros. Y el sonajero que había pertenecido a Jennifer Anne aún yacía en el suelo, donde lo había dejado la niña cuando se volvió hacia aquellas lejanías desconocidas.

Ha abandonado sus juguetes, pensó George, pero nosotros no los dejaremos nunca. Pensó en los hijos de los faraones, enterrados hacía quince mil años con sus abalorios y sus muñecas. Así sería otra vez. Nadie, se dijo a sí mismo, volverá a amar nuestros tesoros.

Jean se volvió lentamente y puso la Cabeza en el hombro de su marido. George la tomó por la cintura y el amor que había sentido en otro tiempo volvió a él, débil, pero claro, como el eco de una distante cadena de montañas. Ya no había por qué decir que Jean había sido la causa de todo, y George sintió un remordimiento que se debía no tanto a sus engaños como a su pasada indiferencia. Jean dijo entonces en voz baja:

— Adiós, querido mío — y se abrazó a George.

George no tuvo tiempo para contestar, pero aún en ese último instante se sintió brevemente asombrado mientras se preguntaba cómo había sabido Jean que había llegado el momento.

En lo profundo de las rocas, allá abajo, los segmentos de uranio comenzaron a moverse buscando la unión que nunca alcanzarían.

Y la isla subió al encuentro del alba.

22

La nave de los superseñores vino, dejando una brillante estela meteórica, desde el corazón de Carina había iniciado su tremenda deceleración al llegar a los planetas exteriores, pero al pasar junto a Marte aún poseía una apreciable fracción de la velocidad de la luz. Lentamente, los inmensos campos gravitatorios que rodeaban el Sol absorbieron las fuerzas creadas por la nave, mientras la energía dejada atrás, y por un millón de kilómetros, pintaba el firmamento con sus fuegos.

Jan Rodricks estaba regresando, seis meses más viejo, al mundo que había abandonado ochenta años atrás.

Esta vez ya no era un polizón, escondido en una cámara secreta. De pie, detrás de los tres pilotos (¿por qué, se preguntaba, necesitarían tantos?) observaba las figuras que iban y venían por la pantalla, con colores y formas que. no tenían, para él, ningún sentido. Jan presumía que encerraban la información que en una nave diseñada por hombres hubiese requerido varios tableros de instrumentos. Pero a veces la pantalla mostraba los campos estelares más próximos, y Jan tenía la esperanza de que muy pronto apareciese allí la Tierra.

Estaba contento de volver a pesar del trabajo que le había costado salir. En estos pocos meses había cambiado mucho. Había visto muchas cosas, había recorrido distancias muy largas, y ahora sentía la nostalgia del viejo hogar. Comprendía ya por qué los superseñores habían cerrado a los hombres el camino de las estrellas,

Era posible — aunque se rehusaba a aceptarlo — que la humanidad nunca pudiese ser sino una especie inferior, preservada en un alejado parque zoológico donde los superseñores harían de guardianes. Quizá era eso lo que había querido decirle Vindarten cuando le advirtió ambiguamente, poco antes de su partida:

— Pueden haber pasado muchas cosas en la Tierra. Quizá no la reconozca.

Quizá no, reflexionó Jan. Había pasado mucho tiempo, y aunque era joven y adaptable, podía tardar en comprender todos los cambios. Pero de algo estaba seguro: los hombres querrían oír su historia, saber qué había visto en el. mundo de los superseñores.

Lo habían tratado bien, tal como lo había esperado. Del viaje de ida había sabido muy poco. Cuando se desvanecieron los efectos de la inyección, la nave estaba entrando ya en el sistema de los superseñores. Había emergido de su fantástico escondite descubriendo con alivio que no necesitaba recurrir al aparato de oxígeno. El aire era denso y pesado, pero podía respirar sin dificultad. En la enorme bodega de la nave, iluminada de rojo, había otras innumerables cajas y todo el cargamento que era posible encontrar en un crucero del espacio o en un crucero marítimo. Había tardado casi una hora en encontrar el cuarto de navegación.

Los pilotos no demostraron ninguna sorpresa. Jan se asombró. Sabía que estos seres tenían aparentemente muy pocas emociones, pero había esperado alguna reacción. En cambio los tripulantes siguieron observando la extensa pantalla y moviendo las innumerables llaves de sus tableros. Fue entonces cuando Jan comprendió que estaban aterrizando, pues a veces la imagen de un planeta mayor en cada aparición brillaba en la pantalla. Sin embargo no se sentía el menor movimiento, ni ningún cambio de aceleración; sólo una gravedad perfectamente constante que Jan estimó unas cinco veces menor que la de la Tierra. Las inmensas fuerzas que gobernaban, el navío tenían que estar compensadas con una perfección exquisita.

Y de pronto, y a la vez, los tres pilotos se levantaron de sus asientos y Jan comprendió que el viaje había terminado. No pronunciaron una sola palabra, y cuando uno de ellos le hizo una seña indicándole que los siguiera, Jan se dio cuenta de algo que tenía que haber pensado antes. Era posible que aquí, en el extremo de esta enormemente larga línea de abastecimientos, nadie entendiese una palabra de inglés.

Los tripulantes lo observaron gravemente mientras las grandes puertas se abrían ante los ojos ansiosos de Jan. Era éste el momento supremo de su vida: pronto iba a ser el primer ser humano que contemplase un mundo iluminado por otro sol. La luz de rubí de NGS 549672 entró en la nave, y allí, ante él, se extendió el planeta de los superseñores.

¿Qué había esperado? No estaba seguro. Vastos edificios, ciudades con torres que se perdían entre las nubes, máquinas que sobrepasaban toda imaginación. Todo esto no lo hubiese sorprendido. Pero sólo vio una llanura uniforme, que se extendía hasta un horizonte demasiado cercano, y rota únicamente por otras naves, a unos pocos kilómetros de distancia.

Durante un momento Jan se sintió decepcionado. Luego se encogió de hombros, comprendiendo que, después de todo, era natural que un aeródromo se encontrase en un desierto.

Hacía frío, aunque no mucho. La luz que venía del sol rojo, muy bajo en el horizonte, no era demasiado escasa; pero Jan se preguntó cuánto tiempo podría soportar la ausencia de verdes y azules. De pronto vio el enorme creciente, delgado como una oblea, que subía en el cielo como un arco colocado a un lado del sol. Jan lo miró durante un rato hasta que comprendió que su viaje no había concluido aún. Ese era el mundo de los superseñores. Este tenía que ser un satélite.