Los superseñores habían solucionado el problema de la fatiga en los museos. No había necesidad de caminar.
Habrían viajado así varios kilómetros, cuando el guía de Jan lo tomó nuevamente entre sus brazos y con un impulso de sus grandes alas lo arrebató a esa fuerza que estaba arrastrándolos. Ante ellos se extendía un vasto vestíbulo semivacío, bañado por una luz familiar que Jan no había visto desde su salida de la Tierra. Era muy débil, de modo que no podía lastimar los sensibles ojos de los superseñores, pero era, sin duda alguna, la luz del sol terrestre. Jan nunca hubiese creído que algo tan simple y común hubiera podido despertar en él tanta nostalgia.
Así que éste era el pabellón de la Tierra. Caminaron unos pocos metros, pasaron ante un hermoso modelo de París, ante los tesoros artísticos de doce siglos incongruentemente agrupados, ante modernas máquinas calculadoras y hachas paleolíticas, ante receptores de televisión y la turbina de vapor de Hero de Alejandría. Una gran puerta se abrió ante ellos. Se encontraban en la oficina del conservador del museo de la Tierra.
¿Estaría viendo, este superseñor, por primera vez a un ser humano? se preguntó Jan. ¿Habría estado alguna vez en la Tierra, o sería ese planeta uno de los tantos que estaban a su cargo y de cuya posición no estaba quizá seguro? Por lo menos no hablaba ni entendía inglés y Vindarten tuvo que servir de intérprete.
Jan se pasó allí varias horas hablando ante un aparato grabador mientras los superseñores le presentaban varios objetos terrestres. Muchos de ellos, descubrió avergonzado, le eran totalmente desconocidos. Su ignorancia acerca de su propia raza y sus obras era enorme. Se preguntó si los superseñores, con todas sus extraordinarias dotes mentales, serían realmente capaces de aprehender todo el conjunto de la cultura humana.
Vindarten lo sacó del museo por una ruta distinta. Una vez más flotaron sin esfuerzo a través de grandes corredores abovedados, pero en esta ocasión pasaban ante las obras de la Naturaleza, no ante productos del esfuerzo consciente. Sullivan, pensó Jan, hubiese dado su vida por estar aquí, por ver las maravillas creadas por la evolución en un centenar de mundos. Pero Sullivan, recordó, probablemente ya estaba muerto…
De pronto, se encontraron en una galería, en lo alto de una cámara circular de unos cien metros de diámetro. No había, como de costumbre, parapeto protector, y durante un momento Jan dudó en acercarse al borde. Pero Vindarten estaba de pie en la misma orilla, mirando serenamente hacia abajo, y Jan se le acercó prudentemente.
El piso estaba a unos veinte metros, demasiado, demasiado cerca. Jan comprendió, después, que su guía no había intentado sorprenderlo, y que no había esperado, de ningún modo, esa reacción. Pues Jan había lanzado un grito terrible, alejándose de un salto del borde de la galería, en un esfuerzo involuntario por ocultar lo que había allá abajo. Sólo cuando los apagados ecos de su alarido se perdieron en la densa atmósfera, se atrevió Jan a adelantarse otra vez.
No tenía vida, por supuesto; no estaba, como había creído en el primer momento de terror, mirándolo fijamente. Llenaba casi todo el gran espacio circular, y la luz rojiza brillaba y temblaba en sus abismos cristalinos.
Era un ojo solitario y gigantesco.
— ¿Por qué hizo ese ruido? — preguntó Vindarten.
— Me asusté — respondió Jan humildemente.
— ¿Pero por qué? No pensará que aquí puede haber algún peligro.
Jan se preguntó si podría explicarle lo que era una acción refleja, pero decidió no intentarlo.
— Todo lo inesperado es terrible. Mientras no se lo analiza se puede siempre presumir lo peor.
El corazón le latía aún con violencia mientras miraba una vez más aquel ojo monstruoso. Era indudable, tenía que ser un modelo, enormemente ampliado, como los microbios y los insectos que solían verse en los museos de la Tierra. Sin embargo, mientras se lo preguntaba a Vindarten, Jan supo, con enfermiza certeza, que el ojo era de tamaño natural.
Vindarten no pudo decirle mucho; ésta no era su especialidad y nunca había sido particularmente curioso. De su descripción Jan sacó en claro la imagen de una bestia ciclópea que vivía en los asteroides de un sol distante, con un crecimiento limitado por la gravedad y que dependía para su alimentación existencia del alcance y el poder de su ojo único.
No parecía haber nada que, bajo ciertas condiciones, la Naturaleza no pudiese llevar a cabo, y Jan sintió una alegría irracional al descubrir algo que los superseñores no se atrevían a hacer. Habían traído de la Tierra una ballena de tamaño natural, pero no habían querido completar esto.
Y en una ocasión Jan subió, subió sin descanso, hasta que las paredes del ascensor se hicieron más y más opalescentes y adquirieron la transparencia del cristal. Se encontraba ahora, parecía, sostenido en el aire, entre las más elevadas cimas de la ciudad, sin que nada lo protegiese del abismo. Pero no sentía más vértigo que si estuviese en un aeroplano, pues no había ninguna sensación de contacto con el suelo distante.
Estaba entre las nubes, compartiendo el cielo con unas pocas agujas de metal o de piedra. Allá abajo, perezosamente, la capa de nubes fluía como un mar rojizo. En el cielo se veían dos pálidas lunitas, no lejos del sol oscuro. Cerca del centro de ese hinchado disco rojo había una sombra pequeña, perfectamente redonda. Podía ser una mancha solar, u otra luna en tránsito.
Jan recorrió lentamente con los ojos la línea del horizonte. El manto de nubes se extendía casi hasta los bordes del enorme planeta, pero en un sitio, a una insospechada distancia, se alzaba una sombra moteada que podía ser las torres de una ciudad. Jan la miró durante un rato y luego continuó su examen.
Había dado casi media vuelta cuando vio la montaña. No estaba en el horizonte, sino más allá. Era un único pico de borde dentado que asomaba en la orilla del mundo, con las laderas escondidas como el cuerpo de un témpano de hielo bajo la línea del agua. Trató de calcular su tamaño, pero era imposible. Aun en un planeta de tan escasa gravedad, parecía increíble que pudiese haber una montaña semejante. ¿Jugarían los superseñores, se preguntó, en sus laderas, y se moverían como águilas alrededor de las inmensas estribaciones?
Y entonces, despacio, la montaña comenzó a cambiar. Cuando la había visto por primera vez, era de un oscuro color rojo, casi siniestro, con unas pocas débiles marcas cerca de la cúspide que Jan no pudo distinguir claramente. Estaba tratando de verlas mejor, cuando advirtió que se movían.
En un principio no pudo creerlo. Luego se obligó a sí mismo a recordar que todas sus preconcebidas ideas eran aquí totalmente inútiles; no tenía que permitir que la mente rechazara los mensajes enviados por los sentidos a las escondidas cámaras del cerebro. No tenía que tratar de entender; sólo tenía que observar. La comprensión llegaría más tarde, o no llegaría.
La montaña — pensaba todavía que era una montaña, pues no había otro término adecuado — parecía estar viva. Recordó aquel ojo monstruoso encerrado en su bóveda… pero no, era inconcebible. No era vida orgánica lo que estaba observando; no era tampoco, sospechó, la materia familiar.
El rojo sombrío estaba cambiando y era ahora de un tinte colérico. De pronto aparecieron unas rayas de vívido amarillo. Por un instante Jan pensó que estaba observando un volcán y unas corrientes de lava que bajaban por las laderas. Pero estas corrientes, como lo demostraban ciertas motas y chispas ocasionales, se movían hacia arriba.
Ahora algo más comenzaba a elevarse desde las nubes rojizas, en la base de la montaña. Era un enorme anillo, perfectamente horizontal y perfectamente redondo, y tenía el color de algo que Jan había dejado allá lejos, aunque los cielos de la Tierra no eran de un azul tan hermoso. En ninguna otra parte, en este mundo de los superseñores, había visto matices semejantes, y Jan sintió soledad y nostalgia ante esos colores.