El anillo se hacía más grande a medida que ascendía. Estaba sobre la montaña ahora, y su arco más cercano estaba acercándose con rapidez hacia Jan. Seguramente, pensó Jan, debe de ser alguna especie de torbellino, un anillo de humo de varios kilómetros de diámetro. Pero no se veía ningún movimiento de rotación y el anillo, al aumentar de tamaño, no parecía menos sólido.
La sombra se acercó rápidamente antes que el anillo mismo pasase por encima de la cabeza de Jan, elevándose todavía más en el espacio. Jan continuó mirándolo hasta que el anillo fue sólo un hilo azul, difícil de ver en ese cielo rojo. Cuando al fin se desvaneció, ya debía de encontrarse a muchos miles de kilómetros de altura. Y seguía creciendo.
Jan miró otra vez la montaña. Era de oro y no se veía en ella ninguna señal. Quizá se engañaba — ya podía creer cualquier cosa — pero parecía más alta y más estrecha, y giraba, aparentemente, como el embudo de un ciclón. Sólo entonces, todavía aturdido, y con la razón en suspenso, recordó Jan su cámara. Elevó el aparato al nivel de los ojos y enfocó el imposible y estremecedor enigma.
Vindarten se movió rápidamente ocultándole la escena. Con implacable firmeza las manazas cubrieron el lente y lo obligaron a bajar la cámara. Jan no se resistió, hubiese sido inútil; pero sintió un terror repentino por aquello que se alzaba en las márgenes del mundo, y no quiso volver a mirarlo.
No hubo ninguna otra cosa, a lo largo de esos viajes, que no le dejaran fotografiar. Vindarten no le dio explicaciones. En cambio dejó que Jan le contara, una y otra vez, y con todos sus detalles lo que había observado.
Al fin Jan comprendió que los ojos de Vindarten habían visto algo totalmente distinto, y sospechó, por primera vez, que los superseñores también tenían amos.
Ahora Jan estaba volviendo al hogar, y todas las maravillas, terrores y misterios quedaban atrás. Era la misma nave, creía, aunque no quizá la misma tripulación. Por más largas que fueran sus vidas, era difícil creer que los superseñores dejasen voluntariamente la patria. El viaje interestelar consumía varias décadas.
El efecto de la dilatación del tiempo se manifestaba en ambos sentidos, naturalmente. Los superseñores tardarían sólo cuatro meses en hacer el viaje de ida y vuelta, pero se encontrarían al regresar con unos amigos ochenta años más viejos.
Hubiera podido quedarse allá, sin duda alguna, por el resto de sus días. Pero Vindarten le advirtió que pasarían varios años antes que otra nave volviese a la Tierra, y que sería mejor que aprovechara esta ocasión. Quizá los superseñores advirtieron que aun en este tiempo relativamente corto la mente de Jan había llegado casi al límite de sus recursos. O se había convertido simplemente en una molestia, y ya no podían atenderlo.
Todo eso no tenía importancia ahora, pues la Tierra estaba muy cerca. La había visto así, desde lo alto, un centenar de veces, pero siempre a través del ojo remoto y mecánico de la cámara de televisión. Ahora, al fin, él mismo estaba aquí, en el espacio, mientras caía el telón sobre el último acto del drama, y la Tierra giraba a sus pies, siguiendo una órbita eterna.
El enorme creciente verdeazulado estaba en su primera fase; y más de la mitad del disco se perdía en la sombra. Las nubes eran escasas; sólo unas pocas franjas a lo largo de la línea de los vientos. La capa de los hielos árticos brillaba intensamente, pero parecía apagada al lado del reflejo del sol sobre las aguas del norte del Pacífico.
Se hubiese podido pensar que era un mundo de agua; el hemisferio estaba casi desprovisto de tierra. Australia era el único continente visible: una niebla oscura envuelta en el resplandor atmosférico que cubría el limbo del astro.
La nave se estaba acercando hacia el extenso cono de sombra; el luminoso creciente disminuyó, se encogió en un ardiente arco de fuego, y se hundió en la oscuridad. Allá abajo reinaba la noche. El mundo dormía.
Sólo entonces comprendió Jan qué era lo que estaba mal. Había tierra allá abajo, ¿pero dónde estaban los collares de luz, las resplandecientes espirales que habían sido las ciudades del hombre? En todo este sombrío hemisferio, ni una sola chispa interrumpía las sombras. Los millones de kilovatios que habían salpicado descuidadamente las estrellas, habían desaparecido. Jan pensó que podía estar mirando la Tierra antes del advenimiento del hombre.
No era éste el regreso que había esperado. No podía hacer nada sino mirar y aguardar, mientras sentía el temor de lo desconocido. Algo había pasado, algo inimaginable. Y la nave seguía descendiendo a lo largo de una curva que la llevaba otra vez al hemisferio iluminado.
No vio nada del lugar de aterrizaje, pues la imagen de la Tierra desapareció de pronto y fue reemplazada por esas líneas y luces incomprensibles. Cuando la pantalla se aclaró, estaban en tierra. A lo lejos se veían unos grandes edificios, unas cuantas máquinas y un grupo de superseñores que estaban observándolo.
En alguna parte rugió el aire que uniformaba la presión; luego se oyó el sonido con que se abrían las grandes puertas. Jan no quiso esperar. Los silenciosos gigantes lo miraron con tolerancia o indiferencia mientras salía corriendo del cuarto de controles.
Estaba en su hogar, mirando otra vez la chispeante luz de su propio sol, respirando aquel aire, el primero que había entrado en sus pulmones. Ya habían bajado la rampa, pero Jan tuvo que aguardar un momento hasta que los ojos se le acostumbraran a aquel resplandor.
Karellen estaba de pie, un poco apartado de sus compañeros, junto a un gran vehículo de transporte cargado de canastos. Jan no se preguntó cómo había reconocido al superseñor, ni se sorprendió al ver que no había cambiado en absoluto. Sólo esto se parecía a lo que había imaginado.
— He estado esperándolo — dijo Karellen.
23
— En los primeros días — dijo Karellen — podíamos andar entre ellos. Pero ya no nos necesitan; nuestra tarea terminó cuando los reunimos y les entregamos un continente. Mire.
La pared situada ante Jan desapareció. Estaba mirando un valle hermosamente arbolado desde una altura de unos pocos centenares de metros. La ilusión era tan perfecta que sufrió un vértigo momentáneo.
— Han pasado cinco años y se ha iniciado la segunda fase.
Había unas móviles figuras allá abajo, y la cámara descendió hacia ellas como un pájaro de presa.
— Sentirá usted cierta angustia — dijo Karellen —, pero recuerde que no puede aplicar aquí sus normas mentales. No está viendo a niños humanos.
Sin embargo, ésa fue la primera impresión que tuvo Jan, y ningún razonamiento lógico pudo impedirlo. Podían haber sido salvajes, entregados a una danza ritual muy compleja. Estaban desnudos y sucios y unos mechones de pelo les caían sobre los ojos. Jan creyó notar que los había de todas las edades, desde los cinco a los quince años; sin embargo todos se movían con la misma rapidez, la misma precisión, y una total indiferencia.
Entonces Jan les vio las caras. Tragó saliva con dificultad y se obligó a sí mismo a no darse vuelta. Eran unas caras más vacías que las de los muertos, pues las facciones de los cadáveres están cinceladas por los años, y siguen hablando cuando los labios han enmudecido. No había aquí más emoción o sentimiento que en la cara de un insecto o una serpiente. Hasta los superseñores eran más humanos.
— Está usted buscando algo que ya no está ahí — dijo Karellen —. Recuerde que no tienen más individualidad que las células de un cuerpo.
— ¿Por qué se mueven así?
— Lo llamamos la danza larga — replicó Karellen. Nunca duermen, y esto duró casi un año. Son trescientos millones que se mueven en determinadas figuras. Hemos analizado esas figuras una y otra vez, pero no descubrimos nada. Quizá porque sólo advertimos la apariencia física, la porción que está aquí, en la Tierra. Es posible que lo que llamamos la supermente esté todavía preparándolos, moldeándolos para que formen una simple unidad antes de absorberlos.