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— ¿Y bien? — preguntó Van Ryberg con ansiedad —. ¿Ha tenido suerte?

— No lo sé — respondió Stormgren, cansado, mientras tiraba sus papeles sobre el escritorio y se dejaba caer en su sillón —. Karellen consultará con sus superiores, quienesquiera que sean. No quiso prometerme nada.

— Escúcheme — dijo Pieter bruscamente — Se me acaba de ocurrir. ¿Qué motivos tenemos para creer que existe alguien por encima de Karellen? Suponga que todos los superseñores, como los hemos bautizado, estén aquí sobre la Tierra, en esas naves. Quizá no tienen adonde ir y lo están ocultando.

— Una teoría ingeniosa — dijo Stormgren haciendo una mueca —. Pero no está de acuerdo con lo poco que sé, o creo saber, de la posición de Karellen.

— ¿Qué sabe usted?

— Bueno, Karellen habla a menudo de su posición como si fuese algo transitorio que le impide dedicarse a su verdadero trabajo, algo así como matemática, me parece. En una ocasión le cité las palabras de Acton sobre la corrupción del poder, y cómo el poder absoluto corrompe de un modo absoluto. Me interesaba conocer su reacción. Karellen se rió con esa su risa cavernosa, y dijo: «No hay peligro de que me pase eso. Ante todo, cuanto antes termine aquí mi trabajo más pronto podré volver al lugar donde resido. Y además yo no gozo de absoluto poder, de ningún modo. Sólo soy… un supervisor.» Claro que podía estar engañándome. Nunca puedo estar seguro.

— Karellen es inmortal ¿no?

— Sí, de acuerdo con nuestro punto de vista. Pero hay algo en el futuro que Karellen parece temer. No puedo imaginármelo. Y eso es todo.

— No es muy terminante. Según mi teoría su flota se ha extraviado en el espacio y anda en busca de un nuevo hogar. No quiere que sepamos que él y sus compañeros son realmente unos pocos. Quizá todas las otras naves son automáticas, sin tripulantes. Una fachada imponente y nada más.

— Me parece que ha estado usted leyendo mucha ciencia — ficción — dijo Stormgren.

Van Ryberg sonrió con timidez.

— La invasión del espacio no resultó lo que esperábamos, ¿no es cierto? Mi teoría podría explicar por qué Karellen no se muestra nunca. Desea que ignoremos que no hay otros superseñores.

Stormgren sacudió la cabeza con una divertida incredulidad.

— Su teoría, como de costumbre, es demasiado ingeniosa para ser verdadera. Aunque sólo podemos suponerlo, tiene que haber una gran civilización detrás del supervisor, una civilización que conoce desde hace mucho la existencia del hombre. Karellen mismo ha estado estudiándonos desde hace siglos. Fíjese en su dominio del inglés. ¡Me enseña a mí cómo tengo que hablarlo!

— ¿Ha descubierto usted alguna vez algo que Karellen no sepa?

— Oh, sí, muchas veces, pero sólo trivialidades. Me parece que tiene una memoria absolutamente perfecta, aunque hay algunas cosas que no ha tratado de aprender. Por ejemplo, el inglés es el único lenguaje que entiende de veras, aunque en los dos últimos años se ha metido en la cabeza unas buenas porciones de finlandés sólo para fastidiarme. Y el finlandés no se aprende rápidamente. Karellen es capaz de citar largos trozos del Kalevala. Me avergüenza confesar que yo sólo sé unas pocas líneas. Conoce también las biografías de todos los estadistas vivientes y a veces soy capaz de identificar las fuentes que ha usado. Su dominio de la historia y de la ciencia parece completo… Ya sabe usted cuánto hemos aprendido de él. Sin embargo, consideradas aisladamente, no creo que sus dotes sobrepasen las de los seres humanos. Pero no hay hombre capaz de hacer todo lo que él hace.

— En eso ya hemos estado de acuerdo otras veces — convino Van Ryberg —. Podemos discutir incansablemente acerca de Karellen y siempre llegamos al mismo punto: ¿por qué no se muestra en público? Mientras no se decida a hacerlo yo seguiré elaborando mis teorías y la Liga de la Libertad seguirá lanzando sus anatemas.

Van Ryberg echó una mirada rebelde hacia el cielo raso.

— Espero, señor supervisor, que en una noche oscura un periodista llegue en un cohete hasta su nave y entre por la puerta de atrás con una cámara fotográfica. ¡Qué primicia sería!

Si Karellen estaba escuchando no lo demostró. Pero, naturalmente, no lo demostraba nunca.

En el primer año, el advenimiento de los superseñores, contra todo lo que podía esperarse, apenas había alterado la vida humana. Sus sombras estaban en todas partes, pero eran unas sombras poco molestas. Aunque había escasas ciudades en las que los hombres no pudiesen ver uno de esos navíos de plata, relucientes bajo el cenit, al cabo de un cierto tiempo todos aceptaron su existencia así como aceptaban la existencia del Sol, la Luna o las nubes. La mayoría de los hombres apenas advirtió que la elevación constante del nivel de vida se debía a los superseñores. Cuando pensaban en eso, lo que ocurría raramente, advertían que gracias a esas naves silenciosas reinaba por primera vez en toda la historia una paz universal, y se sentían entonces debidamente agradecidos.

Pero estos beneficios, negativos y poco espectaculares, eran olvidados tan pronto como se los aceptaba. Los superseñores seguían allá en lo alto, ocultando sus caras a la humanidad. Karellen podía obtener respeto y admiración, pero nada más profundo mientras siguiese con esa política. Era difícil no sentirse resentido contra esos dioses olímpicos que hablaban con los hombres sólo a través de las radioteletipos desde la sede de las Naciones Unidas. Lo que ocurría entre Karellen y Stormgren nunca se revelaba públicamente y a veces Stormgren mismo se preguntaba por qué el supervisor consideraba necesarias tales entrevistas. Quizá Karellen sentía la necesidad de mantenerse en contacto por lo menos con un hombre; quizá comprendía que Stormgren necesitaba esta forma de apoyo personal. Si ésta era la explicación el secretario la apreciaba de veras. No le importaba a Stormgren que la Liga de la Libertad lo llamase «el mandadero de Karellen».

Los superseñores no trataban nunca separadamente con Estados o gobiernos. Habían tomado la organización de las Naciones Unidas tal como la habían encontrado al llegar, habían dado sus instrucciones para instalar el indispensable equipo de radio, y habían comunicado sus órdenes por boca del secretario de la organización. El delegado soviético había apuntado correctamente, en largos discursos y en innumerables ocasiones, que este proceder contradecía las disposiciones de la carta. Karellen no parecía preocuparse.

Era asombroso que tantos abusos, locuras y maldades pudiesen ser borradas totalmente por esos mensajes del cielo. Con la llegada de los superseñores las naciones supieron que ya no tenían por qué temerse unas a otras, y adivinaron — aún antes que se hiciese aquella tentativa — que las armas existentes por ese entonces eran inútiles ante una civilización capaz de tender un puente estelar. De modo que el mayor y único obstáculo para la felicidad de los hombres fue prontamente anulado.

Los superseñores parecieron despreocuparse de las formas de gobierno, una vez que comprobaron que no se utilizarían para oprimir o corromper a los hombres. Siguieron funcionando en la Tierra las democracias, las monarquías, las dictaduras benévolas, el comunismo y el capitalismo. Muchas almas simples, que estaban convencidas de que la suya era la única forma posible de vida, recibieron una gran sorpresa. Otros creían que Karellen estaba dejando pasar el tiempo para introducir luego un sistema que borraría todos los otros sistemas sociales, y que por la misma razón no se molestaba en hacer reformas políticas sin importancia. Pero ésta como todas las otras especulaciones sobre aquellos seres eran meras hipótesis. Nadie conocía sus motivos, y nadie sabía hacia qué futuro estaban arreando a la humanidad.