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— ¿Pero cómo hacían con la comida? ¿Y qué ocurría si chocaban con algún obstáculo como árboles o rocas, o si caían en el agua?

— El agua no importaba, no podían ahogarse. Cuando encontraban un obstáculo se lastimaban a veces, pero no lo advertían. En cuanto a la comida… bueno, los animales y las frutas abundaban allí. Pero ahora dejaron atrás esas necesidades. Pues la comida es ante todo una fuente de energía, y han aprendido a recurrir a fuentes mayores.

La escena tembló como si una nube de calor hubiese pasado sobre ella, Cuando volvió a aclararse, el movimiento había cesado.

— Mire otra vez — dijo Karellen —. Tres años mas tarde.

Las figuritas, tan desamparadas y patéticas si uno no conocía la verdad, se alzaban inmóviles en el bosque, el valle y la llanura. La cámara vagó incansablemente de una a otra. Ya, pensó Jan, los rostros están adaptándose a un molde. Había visto una vez algunas fotografías donde docenas de imágenes superpuestas formaban un rostro «común». El resultado había sido algo tan vacío y tan falto de carácter como esto.

Aparentaban estar durmiendo o en trance. Tenían los ojos muy cerrados, y no parecían más conscientes que los árboles que se alzaban por encima de ellos. ¿Qué pensamientos, se preguntó Jan, se estarían entrecruzando en esa complicada red en la que aquellas mentes eran ahora no más — y sin embargo no menos — que los hilos de un vasto tapiz? Y un tapiz, comprendía ahora, que abarcaba muchos mundos y muchas razas, y que crecía todavía.

Ocurrió con una rapidez que lo deslumbró y lo aturdió. En un momento Jan estaba mirando una región hermosa y fértil con un único elemento extraño: las innumerables estatuitas, dispersas, aunque no sin cierto orden. Y luego, en un instante, árboles y pastos, todas las vivientes criaturas que habían habitado esa tierra desaparecieron. Quedaron solamente los lagos tranquilos, los tortuosos ríos, las quebradas y terrosas colinas — ahora desprovistas del manto verde — y las silenciosas e indiferentes figuras que habían causado esa destrucción.

— ¿Por qué han hecho eso? — murmuró Jan.

— Quizá los perturbaba la presencia de otras mentes, aun esas tan rudimentarias de las plantas y los animales. Un día, creemos, descubrirán que también el mundo material les molesta. Y entonces quién sabe qué ocurrirá. Comprenderá usted ahora por qué nos retiramos una vez, que cumplimos nuestra tarea. Seguimos estudiándolos, pero nunca entramos en esas tierras ni metemos allí nuestros instrumentos. Sólo los observamos desde el espacio.

— Esto ocurrió hace muchos años — dijo Jan —. ¿Qué ha pasado desde entonces?

— Muy poco. No se han movido en todo este tiempo, ni han advertido los cambios del día y de la noche, del verano y el invierno. Están todavía probando fuerzas; algunos ríos han cambiado de curso, y hay uno ahora que fluye hacia arriba. Pero no han hecho nada que parezca tener algún propósito determinado.

— ¿Y los han ignorado a ustedes totalmente?

— Sí, aunque es natural. La… entidad… de la que forman parte no ignora nada de nosotros. No le preocupa, aparentemente, que tratemos de estudiarla. Cuando desea que nos alejemos, o quiere encargarnos un nuevo trabajo, se manifiesta claramente. Hasta ese entonces nos quedaremos aquí, para que nuestros especialistas puedan recoger toda la información posible.

Así que éste es, pensó Jan con una resignación que superaba toda tristeza, el fin del hombre. Era un fin no previsto por ningún profeta, un fin que se oponía por igual al optimismo y al pesimismo.

Era, sin embargo, un fin adecuado; tenía la sublime inevitabilidad de una obra de arte. Jan había alcanzado a vislumbrar el universo en toda su inmensidad terrible, y sabía ahora que no había allí lugar para el hombre. Comprendía al fin qué vano, si se lo volvía a analizar, había sido el sueño que lo había llevado a las estrellas.

Pues el camino hacia las estrellas se dividía en otros dos, y ninguno llevaba adonde pudieran cumplirse los deseos o los temores del hombre.

En el extremo de uno de los senderos estaban los superseñores. Habían preservado su individualidad, su independencia, tenían conciencia de sí mismos y el pronombre «yo» significaba algo en su lenguaje. Tenían emociones, algunas de las cuales por lo menos eran compartidas por la humanidad; pero estaban atrapados, Jan se daba cuenta ahora, en un callejón sin salida del que nunca podrían salir. Las mentes de los superseñores eran diez, o quizá cien veces más poderosas que las del hombre. Al hacer la cuenta final no había ninguna diferencia. Ambos estaban igualmente desamparados, igualmente abrumados por la inimaginable complejidad de una galaxia de cien mil millones de soles y de un cosmos de cien mil millones de galaxias.

¿Y al fin del otro sendero? La supermente, cualquier cosa que fuese, relacionada con el hombre del mismo modo que el hombre con la ameba. Potencialmente infinita, inmortal, ¿durante cuánto tiempo había estado absorbiendo una raza tras otra, mientras se extendía entre los astros? Tenía también deseos, tenía metas que presentía oscuramente pero que no alcanzaría jamás? Ahora contenía todas las obras de la raza humana. No era una tragedia, sino una culminación. Los billones de conciencias que como chispas fugaces habían formado la humanidad, no volverían a temblar como luciérnagas contra el cielo de la noche. Pero no habrían vivido totalmente en vano.

Aún faltaba, como lo sabía Jan, el último acto. Podía comenzar mañana, o dentro de varios siglos. Ni siquiera los superseñores podían estar seguros.

Jan comprendía ahora los propósitos de estos seres, qué habían hecho con el hombre, y el motivo que los ataba todavía a la Tierra. Sentía ante ellos una gran humildad, y una gran admiración por aquella paciencia inflexible.

Nunca llegó a entender cómo se efectuaba esa extraña simbiosis entre la supermente y sus servidores. Según Rashaverak ese ser los había acompañado siempre, aunque no los había utilizado hasta que lograron desarrollar una verdadera civilización y pudieron recorrer el espacio.

— ¿Pero por qué los necesita? — inquirió Jan —. Con esos tremendos poderes podría hacer cualquier cosa.

— No — dijo Rashaverak —, tiene sus límites. Sabemos que en el pasado intentó actuar de un modo directo sobre las mentes de otras razas, e influir en su desarrollo cultural. Siempre fracasó, quizá porque el abismo es demasiado grande. Nosotros somos los intérpretes, los guardianes. O, para usar una metáfora de ustedes, cuidamos el campo mientras madura la cosecha. La supermente recoge esa cosecha, y nosotros comenzamos otro trabajo. Esta es la quinta raza a cuya apoteosis asistimos. Cada vez aprendemos un poco más.

— ¿Y no se sienten resentidos porque los utilicen como simples instrumentos?

— El arreglo tiene ciertas ventajas. Por otra parte, ningún ser inteligente se siente resentido ante lo inevitable.

La humanidad, reflexionó Jan torciendo la cara, jamás había aceptado totalmente esa proposición. Había muchas cosas, más allá de toda lógica, que los superseñores no habían entendido nunca.

— Parece extraño — dijo Jan — que la supermente los haya elegido para hacer este trabajo, cuando no hay en ustedes traza de esos latentes poderes parafísicos. ¿Cómo se comunica con ustedes y les hace saber sus deseos?

— Lamento no poder responderle, ni explicarle mi silencio. Un día conocerá quizá parte de la verdad.

Jan reflexionó un momento, pero comprendió que era inútil seguir preguntando. Tenía que cambiar de tema, y quizá más tarde pudiese averiguar algo más.