La cara que el satélite volvía ahora hada la Tierra no era la que había mirado al mundo desde los comienzos de la vida. La Luna había comenzado a girar sobre su eje.
Eso sólo podía significar una cosa. En el otro extremo de la Tierra, en los campos a los que habían despojado tan rápidamente de toda vida, ellos estaban saliendo del trance. Así como un niño al despertar estira sus brazos para saludar el nuevo día, así ellos estaban también flexionando músculos y ensayando poderes recientemente descubiertos.
— Su suposición es correcta — dijo Rashaverak —. Es peligroso que sigamos aquí. Pueden ignorarnos un tiempo, pero no queremos arriesgarnos. Saldremos tan pronto como terminemos de cargar nuestro equipo, probablemente dentro de dos o tres horas.
Rashaverak miró el cielo como si temiese la aparición de un nuevo milagro. Pero todo estaba tranquilo. La luna se había puesto, y sólo unas pocas nubes rodaban impulsadas por el viento del oeste.
— No importa tanto si se meten sólo con la Luna — añadió Rashaverak —, pero suponga que comiencen a interferir con el Sol. Dejaremos unos instrumentos aquí, naturalmente; así podremos saber qué ocurre.
— Yo me quedaré — dijo Jan de pronto —. He visto bastante del universo. Ahora sólo me interesa una cosa: el destino de mi propio planeta.
El suelo se estremeció suavemente.
— Estaba esperando esto — continuó Jan —. Si alteran la rotación de la Luna el momentum angular cambiará de algún modo. La velocidad de la Tierra está disminuyendo. No sé qué me asombra más: si cómo lo hacen o por qué.
— Están todavía jugando — dijo Rashaverak —. ¿Qué lógica hay en la conducta de un niño? Y en cierto
modo la entidad en que se ha convertido la raza humana es todavía un niño. No está preparada aún para unirse con la supermente. Pero lo estará muy pronto, y usted será entonces el único dueño de la Tierra…
Rashaverak no completó su frase, y Jan la terminó en su lugar.
— …si la Tierra, es claro, existe todavía.
— ¿Se da cuenta del peligro, y sin embargo quiere quedarse?
— Sí. Llevo en la Tierra cinco — ¿o son seis? — años. Cualquier cosa que ocurra, no me quejaré.
— Hemos estado esperando — dijo Rashaverak con lentitud — que deseara quedarse. Hay algo que puede hacer por nosotros.
El resplandor del navío interestelar se apagó y murió, más allá de la órbita de Marte. Sólo él, pensó Jan, entre todos los billones de seres humanos que vivieron y murieron en la Tierra, había recorrido ese camino. Y ningún otro lo recorrería de nuevo.
El mundo era suyo. Todo lo que necesitaba, todos los bienes materiales que uno puede desear, estaban allí a su alcance. Pero Jan no tenía ningún interés. No temía la soledad del planeta desierto, ni la presencia del ser que estaba pasando aquí sus últimos instantes antes de ir en busca de su desconocido patrimonio. No creía que él o sus problemas sobreviviesen a la inconcebible conmoción que produciría esa partida.
Estaba bien así. Había hecho todo lo que había deseado hacer, y arrastrar una vida sin objeto en este mundo vacío hubiese sido un inconcebible anticlímax. Podía haberse ido con los superseñores, ¿pero para qué? Pues sabía, como ningún otro lo había sabido, que Karellen había dicho la verdad al afirmar que las estrellas no eran para el hombre.
Se volvió dejando la noche a sus espaldas y caminó a través de la vasta entrada de la base. El tamaño no lo afectaba; la inmensidad ya no tenía ningún poder sobre su mente. Las luces rojas estaban encendidas, alimentadas por energías que podrían no agotarse durante siglos. A cada lado, abandonadas por los superseñores, se alzaban las máquinas cuyos secretos Jan nunca comprendería. Pasó de largo y subió torpemente la escalinata que llevaba al cuarto de control.
El espíritu de los superseñores seguía allí: las máquinas estaban todavía vivas, ejecutando las tareas de unos amos ahora distantes. ¿Qué podría añadir él, se preguntó Jan, a la información que las máquinas lanzaban al espacio?
Se subió a la silla enorme y se instaló tan cómodamente como pudo. El micrófono, ya preparado, estaba esperándolo. Algo que era el equivalente de una cámara de televisión debía de estar observando la Tierra, pero Jan no pudo localizarla.
Más allá de los tableros y sus incomprensibles instrumentos, los grandes ventanales se abrían a la noche estrellada, mirando a un valle dormido bajo una luna convexa y a una distante cadena montañosa. Un río se retorcía a lo largo del valle, brillando aquí y allí, cuando la luz de la luna caía sobre las aguas revueltas. Todo parecía tan pacífico. Así podía haber sido el mundo al aparecer el hombre, como era ahora al llegar el fin.
Allá a quién sabe cuántos millones de kilómetros, Karellen esperaba. Era extraño pensar que la nave de los superseñores se alejaba de la Tierra casi con la rapidez con que la seguían las señales que él, Jan, enviaba. Casi… pero no la misma. Sería una larga persecución, pero esas palabras alcanzarían al supervisor y pagarían así aquella deuda.
¿Cuánto de todo esto, se preguntó Jan, había sido planeado por Karellen y cuánto era una obra maestra de improvisación? ¿Lo había dejado el supervisor entrar en el espacio hacía casi un siglo, para que pudiese representar este papel? No, era increíble. Pero Jan tenia la certeza de que Karellen estaba envuelto en un complot muy vasto y complicado. Aún mientras servía a la supermente seguía estudiándola con todos los instrumentos que tenía a su alcance. Jan sospechaba que no era sólo curiosidad científica lo que inspiraba al supervisor: quizá los superseñores tenían la esperanza de escapar un día a esos lazos singulares, cuando hubiesen aprendido bastante de los poderes que estaban sirviendo.
Era difícil creer que Jan pudiese añadir algo a ese conocimiento.
— Cuéntenos lo que vea — había dicho Rashaverak —. Las figuras que lleguen a sus ojos serán duplicadas por nuestras cámaras. Pero el mensaje que entre en su cerebro quizá sea muy diferente, y puede servirnos de mucho.
Bueno, trataría de hacerlo lo mejor posible.
— Nada que informar aún — comenzó — Hace unos minutos vi la estela de la nave interestelar que desaparecía en el cielo. Hay casi luna llena y la mitad de la cara familiar del satélite ha comenzado a desaparecer. Pero supongo que ya saben esto.
Jan se detuvo, sintiéndose ligeramente tonto. Había algo incongruente, hasta casi absurdo, en lo que hacía. La historia había llegado a su clímax y aquí estaba él, como si fuese un comentarista de radio ante una carrera o ante un cuadrilátero de boxeo. Se encogió de hombros y dejó de lado esa idea. En todos los momentos de grandeza, sospechaba, lo sublime no está muy separado de lo ridículo, y por otra parte sólo él podía notarlo ahora.
— Ha habido tres ligeros terremotos en la última hora — continuó —. Controlan la rotación de la Tierra de un modo maravilloso, pero no perfecto… Sabe usted, Karellen, me parece muy difícil que pueda decirles algo que usted no sepa ya por sus instrumentos. Quizá habría sido mejor que me hubiesen dicho qué pasaría según ustedes y cuánto tiempo tendría yo que esperar. Si no ocurre nada, volveré a informar dentro de seis horas…
«¡Hola! Parece que hubiesen esperado a que ustedes se fueran. Algo ha comenzado. Las estrellas se han oscurecido. Como si una nube estuviese subiendo, muy rápidamente, hacia el cielo. Pero no es realmente una nube. Tiene aparentemente alguna estructura, puedo vislumbrar una borrosa red de líneas y franjas que cambian continuamente de posición. Es casi como si las estrellas estuviesen envueltas en una fantasmal tela de araña.