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Stormgren dormía mal aquellas noches, lo que era raro, pues pronto dejaría definitivamente sus tareas. Había servido a la humanidad durante cuarenta años, y a sus amos durante seis, y pocos hombres podían rememorar una vida en la que se hubiesen cumplido tantas ambiciones. Quizá ése era el problema: en sus días de jubilado, por muchos que fuesen, no tendría ante sí el aliciente de una meta. Desde la muerte de su mujer, Marta, y con sus hijos establecidos en sus propios hogares, sus lazos con el mundo parecían haberse debilitado. Era posible, también, que estuviese comenzando a identificarse con los superseñores, y desinteresándose así de la humanidad.
Ésta era otra de esas noches inquietas en las que el cerebro le daba vueltas como una máquina abandonada por su operario. Sabía que era inútil tratar de conciliar el sueño, y abandonó pesaroso la cama. Se puso una bata y subió a la terraza jardín que coronaba sus modestas habitaciones. Cualquiera de sus subordinados disfrutaba de una morada más amplía y lujosa, pero ésta bastaba para las necesidades de Stormgren había llegado a una posición en la que ningún bien personal, ni ninguna ceremonia, podían añadir algo a su estatura.
La noche era calurosa, casi sofocante, pero el cielo era claro y una luna amarilla colgaba allá en el sudoeste. Las luces de Nueva York brillaban en el horizonte como un amanecer inmóvil.
Stormgren alzó los ojos sobre la ciudad dormida, hacia las alturas que sólo él, entre todos los hombres, había alcanzado. Allá, muy lejos, se vislumbraba el casco de la nave de Karellen, iluminado por el claro de luna. Stormgren se preguntó qué estaría haciendo el supervisor. No creía que los superseñores durmiesen.
Más arriba aún un meteoro lanzó su dardo brillante a través de la bóveda del cielo. La estela luminosa brilló débilmente durante un rato, y luego murió dejando sólo la luz de las estrellas. El símbolo era brutaclass="underline" dentro de cien años Karellen seguiría dirigiendo a la humanidad hacia ese fin que sólo él conocía, pero dentro de sólo cuatro meses otro hombre ocuparía el cargo de secretario general. Esto en sí mismo no le importaba demasiado a Stormgren; pero era indudable que no le quedaba mucho tiempo para saber qué había detrás de aquella pantalla.
Sólo en estos últimos días se había atrevido a admitir que ese secreto estaba comenzando a obsesionarlo. Hasta hacía poco, su fe en Karellen había borrado todas las dudas; pero ahora, reflexionó con un poco de cansancio, las protestas de la Liga de la Libertad estaban influyendo en él. Era indudable que la propaganda acerca de la esclavitud del hombre no era más que propaganda. Pocos hombres creían en esa esclavitud, o deseaban volver realmente a los viejos días. La gente comenzaba a acostumbrarse al imperceptible gobierno de Karellen; pero comenzaba también a sentirse impaciente por saber quién la gobernaba. ¿Y de qué podía acusársele?
Aunque la más importante, la Liga de la Libertad era sólo una de las tantas organizaciones que se oponían a Karellen y, consecuentemente, a los hombres que cooperaban con los superseñores. Las objeciones y propósitos de esos grupos eran enormemente variados: algunos sostenían un punto de vista religioso, mientras que otros eran mera expresión de un sentimiento de inferioridad. Se sentían, con razonables motivos, como el hindú culto del siglo xix ante el rajá británico. Los invasores habían traído paz y prosperidad… ¿Pero quién sabía a qué costo? La historia no era tranquilizadora. Los contactos más pacíficos entre razas de distinto nivel cultural habían terminado siempre con la destrucción de la raza más atrasada. Las naciones, como los individuos, podían perder su vida misma al enfrentarse con un desafío inaceptable.
Y la civilización de los superseñores, aún envuelta en el misterio, era el mayor de todos los desafíos.
En la habitación vecina se oyó un débil «clic» con que la teletipo lanzaba el informe horario de la agencia Central News. Stormgren entró en la habitación y hojeó desanimadamente el informe. En el otro extremo del mundo la Liga de la Libertad había inspirado un encabezamiento no muy originaclass="underline" ¿Está el hombre gobernado por monstruos? preguntaba el periódico y seguía con esta cita: «Dirigiéndose al público reunido en Madrás el doctor C. V. Krishnan, presidente de la sección oriental de la Liga de la Libertad, dijo: La explicación de la conducta de los superseñores es muy simple. Su aspecto es tan extraño y repulsivo que no se atreven a mostrarse ante los ojos de la humanidad. Desafío al supervisor a negar mis palabras.
Stormgren, disgustado, arrojó lejos de sí las hojas del informe. Aun en el caso de que la acusación fuese cierta, ¿qué importaba eso? La idea era muy vieja, pero nunca le había preocupado. No creía que hubiera ninguna forma biológica, por más rara que fuese, que él, Stormgren, no pudiese aceptar con el tiempo y hasta llegar a encontrar hermosa. La mente, no el cuerpo, era lo importante. Si por lo menos pudiese convencer a Karellen de esta verdad, los superseñores cambiarían de opinión. No podían ser tan horribles como aparecían en los dibujos de los periódicos.
Sin embargo, como bien lo sabía Stormgren, su ansiedad por asistir al fin de este estado de cosas no nacía únicamente de la idea de librar a sus sucesores de algunos problemas. Era bastante honesto como para confesárselo a sí mismo. En última instancia su motivo principal era la simple curiosidad. Había llegado a admitir a Karellen como una persona, y no se sentiría satisfecho hasta descubrir qué clase de criatura era el supervisor.
Cuando a la mañana siguiente Stormgren no llegó a la hora acostumbrada, Pieter Van Ryberg se sintió sorprendido y un poco molesto. Aunque el secretario general solía hacer un cierto número de llamadas antes de llegar a su oficina, siempre dejaba dicho algo. Esta mañana, para empeorar las cosas, había habido varios mensajes urgentes para Stormgren. Van Ryberg trató de localizarlo en media docena de oficinas y al fin abandonó disgustado su búsqueda.
Al mediodía se sintió alarmado y envió un coche a casa de Stormgren. Diez minutos más tarde oyó, sobresaltado, el sonido de una sirena, y una patrulla policial apareció en la avenida Roosevelt. Las agencias noticiosas debían de tener algunos amigos en ese coche, pues mientras Van Ryberg observaba cómo se acercaba la patrulla, la voz de la radio anunciaba al mundo que Pieter Van Ryberg ya no era un simple asistente, sino secretario general interino de las Naciones Unidas.
Si Van Ryberg no hubiese tenido tantas preocupaciones hubiera podido entretenerse en estudiar las reacciones de la prensa ante la desaparición de Stormgren. Durante este último mes los periódicos terrestres se habían dividido en dos facciones. La prensa occidental, en su conjunto, aprobaba el plan de Karellen de que fuesen todos los hombres ciudadanos del mundo. Los países orientales, por el contrario, mostraban violentos, aunque artificiales espasmos de orgullo nacional. Algunos de ellos no habían sido independientes sino por poco más de una generación, y sentían que ahora se les arrebataba el triunfo de las manos. La crítica a los superseñores era amplia y enérgica: después de un corto período inicial de extremas precauciones la prensa había descubierto rápidamente que podía afrontar a Karellen con todos los extremos de la rudeza sin que nunca ocurriese nada. Ahora estaba superándose a sí misma.