Tras algunos titubeos comenzó a transcribir con dedos inseguros su mensaje. La máquina ronroneó serenamente y las palabras brillaron durante algunos segundos en la pantalla oscurecida. Luego Van Ryberg se echó hacia atrás y esperó la respuesta.
Había pasado apenas un minuto, cuando la máquina comenzó nuevamente a zumbar. Van Ryberg se preguntó, no por primera vez, si el supervisor dormiría en algún momento.
El mensaje era tan breve como desalentador.
NO HAY INFORMACIÓN. DEJO EL ASUNTO ENTERAMENTE EN SUS MANOS. K.
Con bastante amargura, y sin ninguna satisfacción, Van Ryberg comprendió cuánta responsabilidad había caído sobre él.
Durante los últimos tres días Stormgren había estado estudiando atentamente a sus guardias. Joe era el único importante. Los otros eran seres totalmente prescindibles, la gentuza que suele merodear alrededor de los movimientos ilegales. El ideal de la Liga de la libertad no tenía ningún significado para ellos. Sólo les preocupaba una cosa: ganarse la vida con un mínimo de trabajo.
Joe era indudablemente un individuo más complejo, aunque a veces le recordaba a Stormgren un bebé excesivamente desarrollado. Las interminables partidas de póker alternaban con violentas discusiones sobre política, y pronto fue evidente para Stormgren que el enorme polaco no había pensado nunca con seriedad en la causa por la que estaba luchando. La emoción y un extremo conservadurismo nublaban todos sus argumentos. La larga lucha por la independencia que había sobrellevado su patria lo había condicionado de tal modo que Joe vivía en otra época. Era un pintoresco sobreviviente, un ser completamente inútil dentro de un sistema ordenado. Si ese tipo de hombre desapareciese, el mundo sería un lugar más seguro, pero menos interesante.
No había ninguna duda, por lo menos para Stormgren, de que Karellen no había podido encontrarlo. Había tratado de alardear ante sus guardianes pero estos no se convencían. Stormgren estaba seguro de que lo habían retenido para ver si Karellen actuaba. Ahora que nada había ocurrido seguirían adelante con sus planes.
No se sorprendió cuando unos pocos días después Joe le dijo que esperaban visitas. Durante el último tiempo el grupo había mostrado una nerviosidad creciente, y el prisionero sospechó que los líderes del movimiento, viendo que había pasado el peligro, venían a buscarlo.
Estaban esperando, reunidos alrededor de la desvencijada mesita, cuando Joe le indicó cortésmente que pasara al vestíbulo. A Stormgren le causó gracia advertir que su carcelero llevaba ahora, muy ostentosamente, una enorme pistola. Los dos compinches habían desaparecido, y hasta Joe parecía intimidado.
Stormgren advirtió en seguida que se encontraba ante hombres de mucho mayor calibre. El grupo le recordó una fotografía de Lenin y sus compañeros en los primeros días de la revolución rusa. Había en esos seis hombres la misma fuerza intelectual, la misma férrea determinación, y la misma dureza. Joe y sus cómplices eran inofensivos. Estos eran los verdaderos cerebros de la organización.
Con un breve movimiento de cabeza Stormgren caminó hacia la única silla vacía tratando de revelar cierto dominio de sí mismo. Mientras se acercaba, el más grueso de los hombres sentado en el otro extremo de la mesa, se inclinó hacia adelante y clavó en él unos ojos penetrantes y grises. Stormgren se sintió tan incómodo que olvidó sus propósitos y habló inmediatamente.
— Me imagino que han venido ustedes a discutir mi situación. ¿Cuál es el precio de mi rescate?
Advirtió que en el fondo del vestíbulo alguien tomaba notas en un cuaderno de taquigrafía. Todo tenía un aspecto muy comercial.
El líder replicó con un musical acento galés:
— Puede usted plantearlo así, señor secretario. Pero no tenemos interés en el dinero, sino en la información.
Ah, pensó Stormgren, era un prisionero de guerra, y esto un interrogatorio.
— Ya sabe cuáles son nuestros motivos — continuó el otro con su suave voz cantarina — Llámenos, si quiere, un movimiento de resistencia. Creemos que tarde o temprano la Tierra tendrá que luchar por su libertad, pero comprendemos que esa lucha sólo puede utilizar métodos indirectos tales como la desobediencia y el sabotaje. Lo hemos raptado en parte para mostrarle a Karellen que estamos decididos a todo, y bien organizados; pero, principalmente, porque usted es el único hombre que puede informarnos sobre los superseñores. Es usted un ser razonable, señor secretario. Coopere con nosotros y pronto lo pondremos en libertad.
— ¿Qué quieren saber con exactitud? — Preguntó Stormgren cauteloso, sintiendo que aquellos ojos extraordinarios le horadaban la mente. Nunca había visto unos ojos semejantes. Enseguida volvió a oírse aquella voz cadenciosa:
— ¿Sabe usted qué o quiénes son realmente los superseñores?
Stormgren casi sonrió.
— Créame — dijo —. Estoy tan ansioso como usted por saberlo.
— ¿Entonces contestará nuestras preguntas?
— No hago promesas. Pero trataré.
Hubo un leve suspiro de alivio de parte de Joe, y un murmullo de expectación corrió alrededor del vestíbulo.
— Tenemos una idea general — continuó el otro —, acerca de las circunstancias que rodean su encuentro con Karellen. Le agradeceríamos que nos las describiera con cuidado sin olvidar ningún detalle importante.
Esto era bastante inofensivo, pensó Stormgren. Lo había explicado ya centenares de veces, y parecería que quería cooperar. Todas éstas eran inteligencias agudas y quizá podrían descubrir algo nuevo. Si llegaban a adivinar algo interesante se sentiría agradecido. Por el momento no creía que su explicación pudiera dañar a Karellen.
Stormgren buscó en sus bolsillos y sacó un lápiz y un sobre usado. Dibujando rápidamente comenzó a decir:
— Usted sabe, por supuesto, que una pequeña máquina voladora, sin ningún medio visible de propulsión, viene a buscarme a intervalos regulares y me lleva hasta la nave de Karellen. Entra en el casco y… usted ha visto sin duda los films telescópicos que se tomaron de esa operación. La puerta se abre de nuevo — Si eso puede llamarse una puerta — y yo entro en un cuartito donde hay una mesa, una silla y una pantalla. La distribución es más o menos ésta.
Stormgren acercó el plano hacia el viejo galés, pero aquellos ojos extraños no se volvieron hacia el sobre. Siguieron fijos en el rostro del secretario. Mientras Stormgren los miraba, algo pareció cambiar en el interior de esas pupilas. Un profundo silencio reinaba ahora en el cuarto. Stormgren oyó que Joe, sentado a sus espaldas, lanzaba un hondo y repentino suspiro.
Preocupado y confuso, Stormgren volvió a mirar al galés, y entonces, lentamente, comprendió. Aturdido, arrugó el sobre y lo dejó caer.
Ahora comprendía por qué esos ojos grises le habían afectado de un modo tan raro. El hombre era ciego.
Van Ryberg no había tratado de comunicarse otra vez con Karellen. Gran parte del trabajo de su departamento — la transmisión de la información estadística, los resúmenes de la prensa mundial, y otras cosas semejantes — habían continuado automáticamente. En París los abogados estaban todavía discutiendo el proyecto de Constitución del Mundo, pero eso, por el momento, no le preocupaba. Faltaban dos semanas para terminar los últimos borradores, de acuerdo con la fecha indicada por el supervisor. Si por ese entonces el trabajo no estaba todavía listo, ya haría Karellen lo que creyese más conveniente.
Y todavía no había noticias de Stormgren.
Van Ryberg se encontraba dictando un informe cuando el teléfono de emergencia comenzó a sonar. Tomó el receptor y escuchó con una creciente sorpresa. En seguida dejó. caer el aparato y corrió hacia la ventana. A lo lejos se elevaban unos gritos de asombro, y el tránsito estaba deteniéndose en las calles.