– No, pero soy muy sensible.
Oh, aquello era maravilloso. Y lo fue más todavía cuando posó las manos alrededor de sus costillas y alzó las palmas hasta cubrir sus senos.
– No llevas sujetador -gimió-, no sabía que no llevaras sujetador.
Sus pezones se habían convertido ya en dos duros botones. Linda se presionó contra él y acercó la boca a la suya.
La invitación estaba clara. Emmett hundió la lengua en su boca con más fuerza con intención de saborearla. Rodeó los pezones con las yemas de los dedos y los pellizcó con delicadeza. Linda gimió suavemente y volvió a estrecharse con fuerza contra él.
Sin pensar en lo que hacía, Emmett tomó el dobladillo de la camiseta y se la quitó por encima de la cabeza. Al hacer aquel movimiento, interrumpió el beso. Y le bastó mirar a Linda a la cara para comprender que había roto la magia del momento. Retrocedió.
– Lo siento, yo…
Pero se interrumpió cuando Linda dio un paso hacia él. Le arrancó la camiseta de la mano y la tiró al suelo. Después, acercó las manos de Emmett hacia su desnudez.
– Cúbreme, Emmett.
Oh, Dios. Sí, deseaba hacerlo y lo hizo. La ayudó a volverse, de manera que fuera Linda la que se apoyara contra la pared para poder así inclinarse contra ella, rozando sus caderas, mientras posaba las manos sobre sus senos y continuaba besándola.
Abandonó después sus labios para tomar sus pezones y ella hundió los dedos en su pelo.
Sabía tan bien, pensó Emmett. Volvió a hundirse en la suavidad de su piel para lamer el otro seno. La fragancia a sol, a flores, se fundía con el aroma dulce y cremoso de su excitación. Tiró ligeramente con los dientes de un pezón mientras se dirigía con las manos hacia un nuevo territorio.
En el momento en el que hundió los dedos en la cintura del pantalón, la oyó decir jadeante:
– Oh, Emmett…
Inmediatamente, volvió a su boca y comenzó a acariciar la piel satinada de su vientre. Linda gimió contra sus labios cuando lo sintió acercarse a los pétalos de su sexo.
Ambos se quedaron paralizados. Emmett gimió ante el absoluto, dulce y sublime placer que encontró en su evidente excitación. Se excitó de tal manera que pensó que no iba a poder controlarse. Linda jadeó contra su oído y cuando hundió los dedos más profundamente en su interior, dejó incluso de respirar.
Emmett presionó su mejilla contra la suya e insertó otro dedo dentro de ella.
– Por favor, Emmett -le suplicó estremecida-, por favor…
– Creo que ya es hora de que vayamos a la cama, cariño -susurró él-. Ya es hora de que nos desnudemos y vayamos a la cama.
Linda asintió.
– Sí, por favor -pero tensó los músculos interiores de su cuerpo cuando Emmett intentó apartarse.
Con lo que sólo consiguió elevar la intensidad del deseo de Emmett.
– Cariño, sólo tendremos que separarnos unos segundos. Te prometo que después te llenaré con todo lo que tengo.
– Lo quiero todo, Emmett. Todo.
Aquellas palabras deberían haberlo asustado, pero Emmett estaba demasiado ocupado intentando dirigirse hacia su dormitorio. Le rodeó a Linda los hombros con el brazo, pero de pronto se acordó de algo. Los preservativos. No podía hacer el amor sin preservativos.
– Espera un momento -musitó.
Se volvió hacia el cuarto de baño, pero Linda no le dejó marchar. Lo agarró del cinturón y Emmett se volvió hacia ella.
– Ya estoy esperando -susurró Linda.
Emmett sonrió y tiró de ella hacia el baño. Encendió la luz y después de localizar los preservativos se volvió hacia ella.
– Ya…-enmudeció al instante.
Linda estaba pálida, con los ojos cerrados y una lágrima se deslizaba por su mejilla.
– ¿Linda? ¿Qué te he hecho? ¿Qué he hecho mal?
Una nueva lágrima escapó de sus ojos.
– No, no has sido tú -parecían faltarle las fuerzas hasta para hablar-. Me duele la cabeza, me duele mucho la cabeza.
Inmediatamente desapareció el nudo que Emmett tenía en el estómago. Él no le había hecho nada. Le apartó el pelo de la cara con delicadeza.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– La luz. Ayúdame a apartarme de la luz.
Emmett apagó la luz inmediatamente y, al notar que Linda se tambaleaba, la levantó en brazos. La llevó al dormitorio a grandes zancadas y la metió delicadamente entre las sábanas. Cuando estuvo tumbada, le quitó las sandalias y los pantalones. Linda se aferró a su mano.
– ¿Qué quieres, cariño?
– Las pastillas -farfulló ella-. Están en el armario de las medicinas.
A los pocos minutos, Emmett regresaba con las pastillas y un vaso de agua. Rápidamente, sacó una de las píldoras y se la colocó entre los labios. Linda la tragó con agua sin abrir los ojos.
– Ha sido la luz -volvió a decir-. Tú no me has hecho daño.
– Lo sé. Y nunca te lo haré.
Emmett no conseguía ver con claridad. Él no llevaba gafas, pero era como si las necesitara y las hubiera perdido. La luz era tenue y entrecerraba los ojos para poder orientarse en un laberinto de pasillos. Tenía miedo.
No miedo por él mismo. Llevaba la pistola en la mano y podía disparar si tenía que hacerlo. Tenía miedo de averiguar que no había nadie a quien disparar, de llegar demasiado tarde. ¿Dónde estaba ella?, se preguntaba atormentado. ¿Dónde estaba? Aquel pensamiento se deslizaba como una serpiente en su cerebro. Y al doblar una esquina, lo olió. El terror y la muerte. La sangre.
Oh, Dios, Dios, era demasiado tarde.
Comenzaba a correr, abalanzándose contra las paredes que no podía ver mientras avanzaba hacia aquellos olores de los que la mayoría de la gente huiría de manera instintiva. Pero Emmett estaba obligado a continuar avanzando porque en eso consistía su trabajo: avanzar hacia el terror, hacia la muerte.
Dobló otra esquina y se descubrió en una habitación vacía. Salió una figura de entre las sombras.
– ¡Christopher!-era su hermano. Su hermano mayor-. ¿Qué estás haciendo aquí?
El fantasma de Christopher no contestó. Avanzó hacia él y le tendió una cinta.
– No la quiero -le advirtió Emmett-. No la quiero.
Christopher sacudió la cinta, insistiendo.
– No -Emmett retrocedió-. No la quiero, la quiero a ella. ¿Dónde está?-intentaba recordar quién era ella, pero no era capaz.
Pero de pronto, tenía la cinta en la mano y veía a su hermano con un radiocasete. Quería que Emmett pusiera la cinta, era evidente, pero Emmett no quería.
Christopher le quitó la cinta y la metió en el aparato. Emmett lo observó horrorizado, hasta que fue capaz de gritar otra vez.
– ¡No la pongas! ¡No pongas esa cinta! ¡No pongas la cinta!
– Emmett -alguien le estaba sacudiendo el hombro-. Emmett, despierta.
También había oscuridad. No podía ver. Pero cuando volvieron a sacudirlo, abrió los ojos. Aunque era de noche, podía distinguir perfectamente lo que lo rodeaba. Estaba en una habitación diferente, con una cómoda, un espejo, una cama y… una mujer.
Estaba en la cama con una mujer. Linda.
– Lo siento, siento haberte despertado. ¿Cómo te encuentras?
– Mejor, un poco aturdida, pero mejor. Es el efecto de la medicación. ¿Y tú cómo estás? Estabas gritando.
– Estaba soñando.
– Has tenido una pesadilla -Linda le acarició el pelo como si fuera un niño.
Emmett se sentó en la cama avergonzado.
– Me iré para dejarte descansar.
Pero Linda lo agarró del codo.
– Antes déjame disculparme. Siento lo que ha pasado antes. A veces me asaltan unos dolores de cabeza muy fuertes.
– No tienes por qué disculparte -se levantó.
Linda estaba sentada en la cama, cubriéndose con las sábanas. La melena cubría sus hombros desnudos. Pero Emmett continuaba bajo los efectos de la pesadilla y la humillación de saber que lo habían descubierto llorando en sueños.
– Buenas noches.
– Emmett, déjame decirte una vez más que siento… siento ser un fracaso.