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– Ricky, despiértate y vístete para ir al colegio. El desayuno estará preparado dentro de unos minutos.

Se oyó un murmullo en respuesta y Linda esbozó una mueca. Ricky se había quedado levantado hasta tarde la noche anterior y no había dormido cuanto necesitaba. Comenzó a preparar el café y retiró el periódico que les habían dejado en el porche. Vaciló un instante, posó la mano en el caballito de tiovivo que había en el porche y tomó aire intentando tranquilizarse. Tenía que preparar el zumo y los cereales. Una bolsa de papel con un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada, un plátano, unas galletas y un zumo. Sí, podría acordarse de todo.

¡Planchar! Le había prometido a Ricky que le plancharía la camisa antes de que fuera al colegio. La ansiedad comenzaba a provocarle dolor de cabeza. Ignorándola, dejó el periódico en la puerta de la cocina y volvió a llamar a la puerta de Emmett.

– ¿Ricky, estás despierto? Voy a plancharte la camisa.

Corrió de nuevo a la cocina y conectó la plancha. Mientras se calentaba, sirvió los cereales y llevó la leche a la mesa. Después, preparó rápidamente el almuerzo de Ricky. E, inmediatamente, atacó la camisa. Sí, atacar era la palabra más adecuada. La prenda era tan pequeña…Y justo cuando acababa de terminar, entró Ricky en la cocina, con los pantalones de color caqui y las zapatillas.

– Tu camisa -le ofreció Linda.

– Odio esa camisa, es horrible.

– Ésta es la camisa que me diste anoche.

– Pues la odio. Parezco tonto con ella. Todo el mundo me dirá que parezco tonto.

El dolor de cabeza comenzaba a hacerse insoportable.

– ¿Quieres otra? Puedo ir a la casa…

– ¡Ya no hay tiempo! Me has despertado tarde -agarró la camisa y comenzó a ponérsela.

Cuando terminó, Linda ya le estaba tendiendo el zumo.

– No quiero zumo -le dio una patada a una silla y se sentó delante de los cereales-. Sólo comeré esto.

Linda se bebió el zumo de naranja. Aunque sabía que era el cansancio el que hablaba por Ricky, no la ayudaba saber que ella era la responsable de ese cansancio. Debería haberlo acostado antes.

Ricky devoró los cereales, se lavó los dientes a toda velocidad e intentó agarrar la bolsa del mostrador. Pero al hacerlo, tiró todo su contenido al suelo. El zumo explotó y el sándwich se salió de su envoltorio, aterrizando en medio del zumo.

Linda se agachó para intentar limpiar aquel desastre.

– Ahora mismo te preparo otro almuerzo.

– ¡No tengo tiempo! ¿No puedes llevármelo más tarde al colegio?

– No lo sé. No sé conducir y no sé si Emmett podrá…

– ¿Pero qué clase de madre eres?-tenía los ojos llenos de lágrimas-. Me despiertas tarde, no sabes hacer el desayuno y no puedes llevarme el almuerzo al colegio. ¿Pues sabes una cosa? Como madre eres… eres ¡tonta!

Y salió corriendo de casa.

Linda se quedó mirándolo fijamente y bajó después la mirada hacia el desastre que tenía en el suelo. La cabeza le latía a un ritmo vertiginoso. Por encima de los latidos de su cabeza, oyó el sonido de la ducha. Así que Emmett estaba allí. Mejor así. No quería otro testigo de aquella escena. Ojala no hubiera tenido que estar ella siquiera.

– Ojala… ojala no fuera la madre de Ricky.

Sí, ya estaba. Lo había dicho, en voz alta incluso. Contuvo la respiración, esperando que la fulminara un rayo. Ninguna mujer debería decir una cosa así, ¿no?

Sin dejar de esperar un cataclismo, limpió el suelo, preparó otro almuerzo para Ricky y se sirvió un café. Sentada a la mesa de la cocina, abrió el periódico. Allí estaba Emmett, en primera página. A medida que iba leyendo el artículo, iba siendo consciente de que Emmett no sólo se estaba poniendo como cebo para atrapar a su hermano, sino que estaba provocándolo. Y estaba tan concentrada en la lectura que, cuando alguien posó la mano en su hombro, se giró con un movimiento tan brusco que estuvo a punto de golpearse la espalda contra la pared.

Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón comenzó a latirle a un ritmo tan vertiginoso como el de su cabeza. La amenaza que representaba el hombre que estaba frente a ella era innegable.

– No -dijo-. No.

Emmett se pasó la mano por el pelo.

– ¿No, qué?-le preguntó a Linda preocupado-. Siento haberte asustado.

– No, no.

– ¿Qué te pasa, cariño?

– ¡Aléjate de mí!

– ¿Pero por qué? ¿Qué te ha pasado?

– Tú, eso es lo que me ha pasado, y ya no me gusta. Ya no lo quiero. Ya no te quiero.

Emmett retrocedió estupefacto.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– Quiero que te vayas hoy mismo de esta casa.

Emmett no podía creer lo que estaba oyendo. Aquélla no era la mujer que pasaba noche tras noche entre sus brazos.

– ¿Pero por qué? ¿Por qué ha cambiado todo de repente?

Linda señaló el periódico que descansaba encima de la mesa.

– Me has hecho daño.

– Pero Linda, cariño, todo va a salir bien. Mi hermano no te conoce, no sabe dónde vivimos.

– Me das miedo. Y ya es hora de que piense en mí, de que piense en protegerme. Perdí diez años de mi vida por enamorarme de un hombre que no debía, y no voy a arriesgarme otra vez.

Emmett intentó dominar su creciente enfado.

– No me compares con Cameron Fortune. Ese hombre era un egoísta. Diablos, yo no voy a aprovecharme de tu inocencia. Creo que incluso podría llegar a enamo…

– ¡No lo digas! ¡No utilices esa palabra!

– ¿Pero por qué tienes tanto miedo? Hemos estado tan bien juntos… ¿Por qué esa mujer que ha sido tan valiente día tras día va a rechazar ahora todo lo que hemos conseguido?

– ¿De qué mujer estás hablando? Porque lo único que sé de ella es que no es una buena madre y que sólo está segura de lo que era hace años: un agente secreto con un pésimo criterio para los hombres.

– Sólo eras una niña que cometió un error. Pero eso no tiene por qué afectarnos.

– ¿Pero no te das cuenta? ¿Cómo podemos saber que no voy a echar esto a perder como he hecho con todo lo demás? No tenemos ningún futuro. ¿Cómo vamos a tener un futuro si ni siquiera me conozco?

¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Emmett se quedó paralizado; de pronto, su enfado desapareció para ser sustituido por un inmenso dolor. Acababa de comprender lo que ocurría. Linda por fin había despertado y estaba comprendiendo que el páramo yermo y oscuro de su interior no era un lugar en el que quisiera habitar durante el resto de su vida.

Linda no recordaba haber sido nunca muy aficionada a las labores del hogar, pero se pasó la mañana y la tarde limpiando toda la casa, incluyendo la habitación de Emmett. Sus cosas habían desaparecido de la cómoda y del armario y Linda cambió las sábanas intentando no pensar en sus músculos y en su piel bronceada.

Era duro renunciar a la esperanza. Pero sabía que Emmett encontraría algún día otra mujer, una mujer completa, en vez de aquel desastre de fragmentos inconexos que era ella. Un desastre que no podía correr el riesgo de enamorarse y perder su corazón cuando lo perdiera a él.

Y era en eso en lo único que había pensado cuando había leído aquel artículo del periódico. Se había dado cuenta de que su amor por Emmett era tan intenso que no podría soportar su pérdida.

Se sentó en el cuarto de estar y enterró el rostro entre las manos. Pero una llamada a la puerta la sacó de su ensimismamiento. Se levantó y fue rápidamente hacia allí pero, de pronto, aminoró el paso. ¿Habría vuelto Emmett?

Sus manos abrieron la puerta por voluntad propia. Pero no vio a nadie al otro lado, hasta que bajó la mirada. Y descubrió entonces un pelo rubio y brillante. Y una mancha de barro en la mejilla.

– ¿Ya has vuelto del colegio?

Ricky la rozó para entrar en la casa.

– Ya son más de las tres.

– ¿Y has almorzado?-le preguntó Linda, siguiéndolo hacia la cocina.