– No -respondió con un tono alegre en la voz-. Es que viene a verme Julio.
Rode tenía una vaga idea de la persona a la que se refería su compañera.
– ¿Y qué tiene de especial? -indagó mientras señalaba con la mirada la jofaina que Albina utilizaba para asearse.
– Ah, Rode, Rode -fingió protestar la meretrix-. Julio tiene de especial que es un regalo de Glykon.
– ¿De quién? -preguntó sorprendida Rode.
Albina dejó en el suelo el paño con el que se estaba secando, apartó el lebrillo y salvó la escasa distancia que la separaba de una cestilla colocada en el suelo. Rebuscó en ella y, finalmente, extrajo algo que mostró con una expresión radiante.
Rode se esforzó por captar lo que le enseñaba su compañera, pero la luz era tan mala y el objeto tan pequeño que no lo consiguió.
– No lo veo, Albina. Como no me lo acerques…
– Sí, claro, claro, tienes razón -dijo la meretrix mientras se acercaba a la puerta-. Aquí está.
Rode contempló lo que Albina sujetaba en la diestra.
Era una figurilla pequeña, pero bien hecha. Debía de estar confeccionada en piedra y su forma resultaba, sin ningún género de dudas, peculiar. Se trataba de una serpiente cuya cabeza aparecía erguida, mientras que la mayor parte del cuerpo se entrecruzaba en un ovillo. Sin embargo… sin embargo, se trataba de un animal extraño. Sus ojos parecían casi humanos, aunque desprovistos de pupilas y ocupados en contemplar algo a lo lejos. Además tenía orejas como las de los hombres, aunque mucho más grandes, tanto que le descendían sobre el inicio del cuello, igual que sucedía con unos cabellos largos semejantes a los de una mujer. ¿Qué era aquello?
– ¿Es un genius? -preguntó Rode.
-Non genius, sed deus [8] -respondió con tono solemne Albina.
– ¿Un… un dios?
– Sí, Rode, y qué dios… no puedes ni imaginarlo. Ha cuidado de mí durante años. A él le debo no haber enfermado nunca. Se llama Glykon.
– Glykon… -repitió Rode.
– No muchos lo conocen, pero nunca me ha fallado -insistió Albina-. Hace un par de meses, le dije que le estaba muy agradecida por lo que hace por mí, pero que… bueno, que estaba cansada de tanto tumbarme con cerdos. Quiero salir de aquí.
Rode miró sorprendida a su compañera. Nunca se le hubiera ocurrido que los dioses pudieran escuchar aquel tipo de peticiones.
– Bueno -respondió Albina-. Los dioses son como los hombres. Si tú les das, te dan, que no les ofreces nada, pues no puedes esperar nada a cambio.
– ¿Qué le ofreciste? -preguntó Rode profundamente interesada.
– Mira, tienes que tener una cosa bien presente. Si la entiendes, está todo claro. Todos los dioses, sobre poco más o menos, quieren lo mismo -respondió con aire de erudición Albina-. En primer lugar, les agrada ser adorados. Por supuesto, puedes ir a sus templos, pero eso… bueno, ya lo sabes tú bien, no siempre es fácil. Si no puedes ir tan a menudo como desearías, lo mejor es tener una imagen en casa. Así, puedes hablar con el dios siempre que quieras, le puedes pedir cosas…
– ¿Es lo que tú haces con…?
– ¿Con Glykon? Claro que sí. En segundo lugar, tienes que saber el dios que escoges. No todos sirven para lo mismo. Yo con tener salud… por eso escogí a Glykon, porque se ocupa mucho de sus devotos.
– Ya…
– Y lo más importante -continuó con su lección de religión Albina- es saber lo que le agrada. Yo le he prometido los sacrificios de animales que le gustan (que no son nada baratos, ¿eh?), las oraciones que le complacen y algún dolor propio…
– ¿Qué quieres decir con eso del dolor propio? -preguntó Rode un tanto confusa.
– Bueno, por supuesto, a los dioses les agrada que les sacrifiquen animales. Unos prefieren los perros, otros las cabras… Cada uno tiene sus preferencias. Pero además es bueno prometerles algo que nos cueste por nosotros mismos. Por ejemplo, no comer tortas de miel para complacer al dios o caminar de rodillas hasta llegar a su santuario o no ayuntarse con mujer por algunos días. Privarse de algo que nos gusta complace mucho a los dioses.
Rode no comprendió todo lo que acababa de escuchar, pero se dijo que no tenía mayor relevancia. Lo que resultaba verdaderamente importante era si lo que le estaba contando su amiga Albina se correspondía con la verdad, si, efectivamente, los dioses podían intervenir incluso en la vida de una esclava dedicada a la prostitución. Salió de dudas apenas un mes después, cuando el tal julio se llevó a Albina.
– En cuanto puedas, Rode -le dijo Albina al despedirse de ella-, consigue que alguien te haga o te regale una imagen de Glykon. Ese dios es muy poderoso y te protegerá.
A conseguirlo se aplicó Rode con verdadera diligencia. Al final, fue un imaginero el que le prometió labrarle un templete del dios de cuerpo de serpiente y orejas humanas a cambio de algunos servicios especiales.
– No quiero un templete, Cayo -respondió la esclava-. En realidad, lo que me hace ilusión es una imagen pequeña, que la pueda llevar siempre conmigo…
– Sí, claro, para poder rezarle en todo momento -dijo el imaginero, aunque Rode no captó la ironía oculta en sus palabras-. No te preocupes. La tendrás.
La pagó por adelantado, con cierta desconfianza, por si aquel hombre -como tantos otros- se aprovechaba de ella sin entregar a cambio lo pactado. Sin embargo, el imaginero no se burló de ella y cumplió lo prometido. Le entregó la imagencilla justo el día antes de que Rode partiera a su nuevo destino, un lupanar castrense situar do en el limes.
Las otras meretrices lloraron al despedirse de ella, en parte, porque se temían lo peor en aquel nuevo destino; en parte, porque veían en Rode un reflejo de su propia vida y, al derramar lágrimas por su compañera, las vertían por sí mismas. A pesar de todo, aquel lugar distó de ser desafortunado. Rode captó enseguida que los soldados eran fáciles de atender. En realidad, solos y aislados en un punto lejano del imperio, solían mostrarse más atentos -o menos brutales- que los habitantes de la ciudad de Roma. Cualquier mujer les gustaba, con cualquier cosa estaban contentos y no faltaban ocasiones en que intentaban ganarse los favores de alguna de las prostitutas llevándole vino, comida e incluso dulces. Aún más. No resultaba extraño que, llegado el caso, los más acaudalados acabaran por tomar concubina entre las mujeres que vendían su cuerpo si no eran esclavas o lograban emanciparse. Era cierto que nadie sabía lo que podría durar aquel contubernium, pero no faltaban las que un día acababan retirándose para ser matronas en algún municipio levantado en torno al viejo campamento de una legión.
No llegó a conocer Rode a ningún hombre así. Quizá no era suficientemente hermosa para poder aspirar a ello o, más probablemente, ninguno consideraba que valiera el dinero de su libertad. A pesar de todo, no estaba quejosa. Todos los días al levantarse y todas las noches al acostarse, elevaba una plegaria sencilla y no aprendida a Glykon. Le pedía que nadie la golpeara, que no le hurtaran el dinero de su trabajo, que su amo no la humillara, y, sobre todo, que ninguna enfermedad cayera sobre ella. Temía especialmente esto último porque había podido ver en varias ocasiones cómo una meretrix que padecía alguna dolencia era despreciada y se convertía en un objeto que todos pensaban que podían maltratar.
Aquel castra no fue, ni lejanamente, la peor experiencia de Rode. Todo lo contrario. A pesar del ardor de los legionarios, trabajaba mucho menos que en Roma.
Una buena parte de los contingentes estaba siempre entregado a las tareas de la guarnición, a la vigilancia o incluso al combate. Sometidos a una disciplina rigurosa, las mujeres formaban parte escasa de su vivencia cotidiana.