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Que así sucediera se debió a algo totalmente inesperado. A decir verdad, más bien a una combinación de acontecimientos verdaderamente fatal. En primer lugar, algunos de los legionarios que defendían aquel extraño imperio perdidos entre brumas y lluvias constantes recibieron permiso para regresar a casa unos días. No tenía noticia de que antes hubiera sucedido algo semejante, pero, por lo visto, el césar se había levantado generoso una mañana y había llegado a la conclusión de que no les vendría mal un poco de sol antes de seguir dándose de golpes con aquellos tipos rubios de aspecto repugnante. Por supuesto, si lo que deseaba era únicamente exponerlos a las clementes radiaciones de Helios, podía haberlos enviado a las costas de Dalmacia, a Egipto, a Siria… a cualquier sitio, menos a Roma.

A esta circunstancia -quizá indiferente- se sumó el hecho de que uno, no más de uno, pero uno a fin de cuentas, de aquellos legionarios veteranos conocía a Arnufis. Seguramente, este hecho no tendría por qué haber interferido en su dicha de no aparecer una tercera. El legionario en cuestión se topó un día en el mercado con una de las esclavas de Lelia. No era muy agraciada ni tampoco muy limpia, pero desde hacía años venía reuniendo un modesto peculio gracias al socorrido expediente de entregarse a la práctica de la prostitución en horas libres. Como actuaba al margen de la ley, lo cierto era que no pagaba impuestos y nunca le faltaban clientes porque nadie la hubiera considerado una ramera strictu sensu. Era, más bien, una esclava honrada, una chica que no se dedicaba a la prostitución -habría que preguntarse entonces qué era hacerlo-, sino que otorgaba sus favores con cierta liberalidad y aceptaba a cambio no pagos, sino regalitos. Que los regalitos fueran dinero contante y sonante las más veces, por lo visto, no alteraba la situación.

Quizá toda aquella cadena de hechos dañinos hubiera podido detenerse aún con que la esclava y el legionario se hubieran limitado a la fornicación, a comer juntos y a alguna otra actividad placentera. No lo hicieron. En algún momento, la mujer debió de llegar a la conclusión de que tenía alguna posibilidad de acelerar su proceso de emancipación o el veterano pensar que había encontrado una fémina con la que retirarse cuando llegara la edad del licenciamiento definitivo. Llegados a ese punto, los dos comenzaron a hablar. En exceso. La esclava se puso a dar detalles sobre sus señores y, especialmente, sobre Lelia. A saber lo que pudo soltar por su boca. Y, a pesar de todo… a pesar de todo, quizá la historia hubiera acabado felizmente para él de no ser porque aquella necia se refirió a los prodigios que podía llevar a cabo un ariolus al que había conocido su dueña.

Por lo visto, el legionario no tenía ningún interés por aquella historia e incluso intentó cambiar de tema de conversación -seguramente ése fue el último instante en que todo pudo arreglarse-, pero en algún momento la ramera indicó cómo había asombrado a su señor y a una docena de familias acaudaladas de Roma.

– Así que les dijo que escribieran todo eso en tablillas de cera… -dijo, por lo visto, el legionario.

– Sí -debió de responder la muy bocazas- y fue sorprendente. Increíble. Maravilloso.

– Pues el caso es que… no sé si te lo vas a creer, Marcela (o Valeria, o Antonia o como Júpiter quisiera que se llamara la muy cotilla), pero hace años conocí a un egipcio que hacía lo mismo.

– ¿A un egipcio? Éste también es egipcio -debió de decir la lenguaraz quizá palmoteando de satisfacción.

– Sí, era todo mentira. Tuvo que salir por piernas de Alejandría para que no lo mataran.

– Pero… pero eso no se puede fingir -diría seguramente la boca grande-. ¿Cómo vas a fingir que adivinas y además acertar?

Y en ese momento, la corriente que lo arrastraba, sin que lo supiera, hacia la perdición, la vergüenza y la ruina recibió el impulso definitivo.

– ¡Oh, es facilísimo! -diría dándose importancia el hombre que nunca tendría que haber abandonado las selvas de Germania-. ¿Quieres que te lo explique?

¡Y la muy idiota, en lugar de añadir alguna moneda a su peculio y evitar crearle problemas, había dicho que sí! Claro, era mujer a fin de cuentas, es decir, padecía esa curiosidad por lo innecesario que tanto las caracteriza.

Jamás había conocido a una mujer que se dedicara a investigar el funcionamiento de las estrellas, la composición de las esferas celestiales, el arte de construir o el origen del cosmos. Todo eso las traía sin cuidado, pero si la hija de la vecina se había quedado preñada del verdulero, si el marido de una hermana era infiel o si una prima tenía un esposo que ganaba más dinero que el propio… ah, cuestiones de ese tipo las enloquecían. ¿Por qué, Isis refulgente, por qué aquella necia había tenido que contar nada de lo que había sucedido en casa de su ama? ¿Es que desconocía lo que era la discreción? Pero ¿qué iba a ser de Roma si ni siquiera podían contener la lengua de los esclavos? Un imperio que se precie lo primero que tiene que hacer es saber amordazar…

– Le desveló el truco, kyrie -le dijo Demetrio con la preocupación bordeándole los ojos tras relatarle lo sucedido-. Imagino que lo aprendió en Alejandría. Cuando…

– Sé perfectamente cuándo -cortó Arnufis con un movimiento tajante de la diestra.

Sí, lo sabía de sobra. Lo recordaba como si hubiera sucedido el día antes. Por aquel entonces, llevaba ya tres años establecido en Alejandría. No, las cosas no les iban tan bien como ahora. Sí, a pesar de todo, se defendían bastante bien. No, nada parecía indicar que fueran a progresar. Sí, pensaban quedarse una temporada más, por lo menos hasta que supieran adónde marcharse. Y entonces había llegado a su casita -porque era suya, había conseguido comprarla gracias a la estupidez de la gente- aquel griego con aspecto avispado. Agesilao. Nada menos que Agesilao. ¿A quién se le había ocurrido ponerle un nombre de rey griego a aquel miserable? Era alto, delgado, con los cabellos grisáceos y rizados en bucles redondeados. Lo hubiera tomado por un bujarrón en otras circunstancias, pero en aquellos momentos no se podía entretener con esas minucias.

– Necesito salir de Alejandría -le dijo con tono misterioso-. No quiero morir sin regresar a Grecia.

– El viaje será plácido -le había respondido.

– Por supuesto que lo será, mago -le dijo sonriendo-. Tú me vas a dar un millar de monedas de oro para que lo pueda hacer.

Al principio, ni siquiera había reaccionado. ¿Se trataba de un loco? ¿Se burlaba de él? ¿Le estaba pidiendo un préstamo?

– Resulta que sé cómo haces lo de los nombres y los problemas y cómo adivinar y todo eso. Lo sé todo. Y eso te va a costar mil monedas de oro.

Arnufis no dijo ni palabra mientras pensaba en cómo podía salir de todo aquello. Quizá sólo intentaba amedrentarlo…

– El truco es muy fácil. Infantil -prosiguió el griego-. Tan sólo hay que tener un cómplice entre los presentes. Tú coges la primera tablilla y dices cualquier cosa, la primera estupidez que se te venga a la cabeza. Por ejemplo, Androcles y los pies lo están matando. Entonces tu cómplice grita: «Sí, exacto, así es». Y mientras la gente se maravilla de tus poderes recién descubiertos tú lees la primera tablilla donde dice, por ejemplo, «Marco, no sé si divorciarme». Entonces, tú levantas aquella tablilla y dices: «Marco, no lo pienses dos veces» y, acto seguido, la lees y la dejas sobre la mesa. Así ya sabes que en la tercera aparece escrito: «Helena, me gustaría quitarme las arrugas». El caso es que, de esa manera, siempre vas una tablilla por delante. Las has leído con antelación. Sabes lo que está escrito, pero los idiotas, que te ven con los ojos abiertos como escudillas, se creen que las estás adivinando en el orden que les dices. Por cierto, mago, ¿quién dijo la primera? ¿Alguna ramera? ¿Un tendero?… déjame pensarlo. No, no, fue ese esclavo tuyo llamado Demetrio. ¿A que sí?