Sí, siempre lo hacía Demetrio. Eso y todo lo demás. Por ejemplo, el darle una paliza a su compatriota Agesilao capaz de dejarlo muerto. Después lo arrojó al Nilo y regresó a casa a comunicarle la buena noticia. En verdad lo hubiera sido, de haberse comportado Demetrio con un poco más de diligencia. Por ejemplo, pisando el cuello de Agesilao hasta rompérselo. No lo hizo. Se limitó a apalearlo, a llegar a la conclusión de que había muerto y a arrojarlo a las ondas del dios al que Egipto debía su existencia. Por desgracia, aquel inoportuno e insolente personaje había sobrevivido.
Se salvaron porque Demetrio -esta vez sí- estuvo atento y se percató de un tumulto que se acercaba a su casa. Eran los legionarios que venían a detenerlo. Por lo visto, se iban jactando de los gritos que le arrancarían después de crucificarlo. Había uno incluso que decía algo sobre la bolsa para los dados que tenía intención de hacerse con sus testículos. Huyeron a toda prisa y, gracias de nuevo a Demetrio, convencieron a algunos fruteros para que arrojaran su carga en medio de la calle y así obstaculizaran el camino de los perseguidores.
Aquella misma tarde salieron de Alejandría en una falúa con rumbo a ninguna parte. Atrás quedaron la casa -magnífica casa con huerto desde cuya azotea podía contemplarse el Nilo al atardecer- y los muebles de marfil y las estatuillas de Bastet, Isis y Osiris en oro y piedras caras, y tantísimas cosas más. Sólo conservaron el dinero amonedado y su ushebti de lapislázuli, el valioso amuleto que le garantizaría la vida en el otro mundo. No era poco, pero también había que reconocer que no llegaba ni a la vigésima parte de sus pertenencias.
Llegar hasta Siria constituyó una experiencia que Arnufis se juró no repetir jamás. Viajar de noche y dormir de día, rehuir los lugares poblados y aprovisionarse en descampados, temer el menor ruido y asustarse por la cercanía de jinetes fueron tan sólo algunas de las delicias de aquellas interminables jornadas. Sólo cuando llegaron a Antioquía, se le ocurrió pensar que, quizá, habían salvado la peor parte de la huida. No se equivocó, pero lo que vino después… mejor no recordarlo. Otra vez se vio obligado a predecir el futuro a esclavos codiciosos, a aconsejar sobre amantes a mujeres que ya habían cumplido los cuarenta, a proferir advertencias para mercaderes carentes de escrúpulos y cargados de temores. Fue conociendo así los puertos, los fondeaderos, los caladeros de aquel mar que los romanos denominaban orgullosamente Nostrum. Hasta que un buen día, había decidido poner rumbo hacia la capital del imperio…
– La casa está rodeada, kyrie.
Las palabras de Demetrio lo arrancaron de sus irritantes recuerdos. ¿Por qué aquel legionario tenía que haber venido a Roma, por qué tenía que haber experimentada ayuntamiento carnal con aquella esclava, por qué esa prostituta ocasional tenía que pertenecer a Lelia, por qué, además de fornicar, tenían que haber charlado sobre sus vidas y, sobre todo, por qué aquel bocazas al servicio del emperador tenía que haber estado destinado en Alejandría al mismo tiempo que vivía otro ser siniestro llamado Agesilao? No lo sabía. Quizá ni siquiera había una razón para todo aquello, pero lo que sí existía era una consecuencia, una consecuencia clara y evidente. Una vez más se veía obligado a huir y mucha suerte tendría si no acababa remando en una galera o colgando de una cruz romana.
15 VALERIO
Cogieron al anciano como si se tratara de un fardo maloliente del que había que desprenderse cuanto untes. Con cuidado, con asco, con miedo, lo agarraron por debajo de las axilas y por los tobillos y lo dejaron caer en la cuneta. Es verdad que no lo habían lanzado Contra el suelo, ni tampoco habían maldecido, ni parecían odiarlo. Simplemente se desprendían del viejo porque estaba enfermo y nadie -ni siquiera sus seres más cercanos- estaba dispuesto a correr el riesgo de verse contagiado por aquel mal desconocido e irremediablemente letal.
Valerio había captado la escena justo cuando se dirigía a la casa de Grato e inmediatamente se había tapa do la nariz y la boca, y, con celeridad, se había desviado por una calle lateral. Sabía que si las miasmas de aquel condenado a la muerte le alcanzaban, muy pronto sería otro muerto más al que dejarían caer en el arroyo. ¿De dónde procedía aquella plaga que estaba causando centenares de muertos al día? Había oído que se trataba de un castigo divino, algo similar a las flechas que Apolo había lanzado sobre los griegos durante la guerra de Troya. Sí, quizá. Desde luego, las explicaciones sobre los orígenes de aquel mal habían sido de lo más variado. Sin embargo, no había quedado convencido por ninguna de ellas. Se inclinaba más bien a pensar que el desastre procedía de aquella región perdida en Oriente donde tanto había sufrido.
Había llegado a esa conclusión no porque estuviera obsesionado por aquellos años -aunque no podía evitar que se le humedecieran las manos cuando recordaba algunos episodios acontecidos en el país de los partos-, no, más bien, lo que pensaba derivaba de lo que había visto. Durante el regreso, ya varios de los legionarios liberados habían caído enfermos e incluso no habían faltado los muertos a los que se había arrojado al mar. En algún momento que ignoraba, de alguna manera que ni siquiera podía imaginar, aquella extraña enfermedad había entrado en sus cuerpos famélicos seguramente sin encontrar mucha resistencia. Pero no se había conformado con corroerlos desde dentro, con arrancarles la posibilidad de respirar tranquilamente, con hinchar sus vientres. No, seguramente, la fuerza que impulsaba aquel mal consideraba que se trataba de presas demasiado poco valiosas. Por eso, de sus cuerpos había saltado a los más cercanos sin atender a su condición de esclavos o libres, de hombres o mujeres, de ciudadanos romanos o bárbaros. Nunca se había visto un poder más ciego y menos limitado por las diferencias humanas. A todos hería por igual.
Y entonces Valerio descubrió dos circunstancias que nunca hubiera podido imaginar. La primera fue que los médicos se habían apresurado a abandonar Roma en cuanto se percataron de que existía una epidemia. Aquella circunstancia sorprendió al optio porque hasta entonces los físicos que había conocido siempre habían sido hombres que servían en las legiones. Habían pasado frío y calor, hambre y sed, trabajos y fatigas, de la misma manera que cualquier otro hombre que combatiera bajo las águilas del césar. Cuando había heridas o miembros fracturados, cuando le arrancaban una mano a un legionario o le partían la cabeza a un centurión, acudían corriendo con la intención de reparar el mal. Lo conseguían en escasas ocasiones -eso era cierto-, pero, al menos, intentaban remediar la desgracia, curar la dolencia y paliar el dolor. Desde luego, nunca huían del padecimiento. Sin embargo, los médicos de Roma eran bien distintos. Cobraban a sus clientes sumas elevadas, se compraban villas en las afueras, recomponían los huesos de gladiadores o vendían pomadas rejuvenecedoras a damas presumidas y sí, llegado el momento de la verdad, huían. ¿Por qué, a fin de cuentas, debían cambiar el disfrute de sus fortunas amasadas con el ejercicio de la medicina por el riesgo derivado de atender a unos desdichados heridos por una extraña plaga?