Se sintió indignado Valerio al percatarse de aquella conducta, pero la que verdaderamente le hizo montar en cólera fue otra peor si cabía. Se trató del descubrimiento de que las familias romanas no eran más compasivas que los físicos. En realidad, éstos se limitaban a distanciarse de extraños peligrosos, pero las matronas honorables, los paterfamilias y los hijos obligados a la piedad por los dioses dejaban de atender a los que eran de su carne y de su sangre. La hija abandonaba a la madre que la había amamantado, la esposa empujaba al marido a la calle y el padre expulsaba al hijo de casa. Por regla general, los llevaban hasta las cunetas y allí los dejaban. Bien mirado, se trataba de una muestra de sensibilidad ciudadana. Dejaban a los contaminados en aquellos lugares donde no pudieran causar más daño.
De nada había servido al final tanta precaución. A pesar de las advertencias, de los insultos, de los escupitajos, de los golpes, los moribundos se arrastraban hasta las fuentes deseosos de apagar su ardiente sed con unas gotas de agua, defecaban en cualquier lugar, se desplomaban en medio de calles donde la muerte los sorprendía intentando regresar a sus hogares.
¿Cuándo había clavado la enfermedad sus garras en Grato? Con toda seguridad, después de encontrarse en Roma. Durante el viaje de regreso ni él ni Valerio ni ninguno de sus hombres habían mostrado ningún síntoma de la plaga. En realidad, la llegada a la capital les había infundido una nueva fuerza que casi, casi parecía jovial. A la espera de un nuevo destino, mientras se discutía si recibirían algún ascenso o, por lo menos, alguna recompensa económica, llegaron a creer que lo sucedido en Partia sólo había sido una experiencia mala, incluso terrible, pero no definitiva ni irreparable. Algún día, las legiones de Roma regresarían y recuperarían sus águilas y, si era la voluntad de los dioses, se encontrarían entre los que aplastaran a aquellos altivos bárbaros. Y entonces sucedió todo.
Una mañana, Grato le informó de que un centurión perteneciente a otra de las cohortes derrotadas en Partia estaba enfermo. Valerio sólo lo conocía de vista, pero Grato había combatido a su lado en el pasado y le dijo que pensaba visitarlo para llevarle algo de fruta y vino. El aspecto del hombre, de piel traslúcida y, a la vez, oscura, causó una pésima sensación en Valerio. De hecho, balbució una excusa para marcharse apenas llegó. Quizá eso le había salvado la vida. Porque Grato no tardó en enfermar y, en apenas una semana, el mal se extendió como una mancha de aceite en un paño y Roma contempló sus calles rebosantes de muertos, precisamente las mismas calles en las que resultaba imposible encontrar a un solo médico y en las que las familias abandonaban a sus familiares más cercanos y queridos.
Cuando todo aquello sucedió, Valerio recordó el pacto que habían cerrado en Partia, aquel que comprometía a dos docenas casi raspadas de legionarios a cuidarse de sí en medio de las mayores dificultades. Buscó entonces a sus antiguos compañeros de cautiverio. No pudo encontrar a ninguno. Los que habían sido ascendidos al grado de optio ya estaban encuadrados en nuevas unidades y los que seguían siendo simples legionarios habían resultado los primeros en salir de la capital hacia otro destino. Ni siquiera parecía seguro que a esas alturas estuvieran vivos. Le gustara o no -y debía confesar que abrigaba algo de miedo a la extraña enfermedad que diezmaba Roma-, su deber era permanecer junto a Grato.
Le atendió a pesar de que su antiguo superior no deseaba que se quedara a su lado, y cuando la enfermedad lo derribó en el único lecho que podía permitirse un centurión a la espera de destino, Valerio se sentó a su lado para lavarlo, alimentarlo y animarlo. Respiraba el mismo aire viciado que Grato y pronto comenzó a concebir los mismos temores, fundamentalmente, el de encontrarse en breve con Caronte, el piloto de la barca que conduce al Hades. Sólo cuando Grato caía en un sueño profundo y pespunteado de agitadas pesadillas, Valerio se permitía levantarse e incluso salir unos momentos a respirar un aire poco menos viciado que el de aquel cuarto.
Aquella misma mañana, no sólo había contemplado al pobre anciano abandonado por su familia. También había descubierto en las miradas huidizas de los transeúntes, en su caminar acelerado, en sus bisbiseos nerviosos, que su rostro ya no era el de un curtido legionario, sino el de alguien tocado por los dedos gélidos y sarmentosos de las Parcas. Se repitió desde lo más profundo de su corazón que no podía ser, que estaban equivocados, que lo suyo era un error provocado por el miedo. Sin embargo, mientras apretaba el paso, cayó en la apuesta mágica que millones de hombres habían formulado antes de él y no menos millones realizarían después. Se dijo que si lograba llegar a casa de Grato no moriría, que bastaría con alcanzar su umbral para salvar la vida, que tan sólo tenía que retener el alma en el interior de su pecho lo justo para llegar a aquella domus.
Cuando dobló la esquina, el sudor, un sudor espeso como suero, había comenzado a descenderle por la espalda como si le hubieran arrojado un cubo de agua. Pero no se detuvo. No se podía detener. Si lo hacía -se repetía una y otra vez-, no se salvaría, no viviría, no volvería a servir en las legiones.
Llegó sin aliento a la esquina irregular de una insula de cinco pisos. Le costaba respirar. Se apoyó en la rugosa pared y se dijo que tan sólo necesitaba dar unos pasos más y alcanzaría la domus donde residía Grato. Sólo unos pasos más. Tan sólo unas zancadas más. Inhaló con fuerza un aire que le pareció más viciado que nunca, apretó los puños y echó a andar. Logró dar seis, ocho, diez pasos y entonces, como si alguien le hubiera segado las piernas con una hoz gigantesca, se vio privado de fuerza; y observó cómo las piedras de la vía se acercaban aceleradas a su rostro y sintió un golpe seco y sordo. Intentó ponerse en pie, pero nos lo consiguió. Tan sólo, con un enorme esfuerzo, pudo separar la cara del suelo y percibir cómo sobre éste caían gruesas gotas de sangre. Pero… pero no podía ser… tenía que alcanzar la domus…
Estiró la diestra como si pudiera atraparla y atraerla hacia sí. Pero no pasó de ser un movimiento fútil dirigido hacia un inalcanzable objetivo. Y entonces todo se volvió oscuro y lo último que sintió fue su mano golpeándose contra unas piedras tan frías como el manto de la Muerte que había venido en su busca.
16 RODE
Contempló el cuerpecito. Era pequeño, rojizo y dotado de una mata abundante de pelo negro. El parto no había resultado fácil y además Plácida no había tenido la fortuna de que la criatura muriera al nacer. Eso hubiera sido demasiada suerte. Echó un vistazo a Plácida. Sufría un sueño agitado y asaltado por quién sabía qué pesadillas. La droga había logrado dormirla, pero no le había proporcionado paz. Sus cabellos, convertidos en grumos sudorosos fijados a la frente, daban testimonio de aquella brega que, en otros seres, es preludio de alegría y que en ella sólo significaba una preocupación nueva y angustiosa.
Volvió a mirar al niño. Estaba bien formado. No sabía mucho del tema, pero incluso parecía fuerte. Sí, no cabía duda de que lo convertirían en un trabajador en cuanto que hubiera cumplido los cinco o seis años. Primero, lo dedicarían a acarrear leña y agua. Luego… sólo los dioses sabían lo que podría suceder luego.
Lo apretó contra su pecho y apenas pudo reprimir un respingo al notar la manera en que palpitaba aquel cuerpecillo. Por un instante, sintió, como si fuera un pujo animal, el deseo de abandonar sus propósitos, de depositar al niño al lado del cuerpo dormido de la madre, de contemplar cómo buscaba con ansia el pecho de Plácida. Sí, todo eso hubiera sido… ¿cómo decirlo? Bonito, sí, bonito. Pero no existía mucho espacio en sus vidas para lo bonito. Respiró hondo y salió del cubículo donde había nacido el pequeño ser. Una bofetada de aire frío cuajado de copos de nieve le golpeó en el rostro. El escalofrío resultó inevitable, pero, a la vez, la gelidez pareció aliviar un poco su malestar.