Estaba oscuro aunque algunas guedejas de luz plateada habían comenzado a deslizarse perezosas por los bordes del castra. Se echó encima de la cabeza un manto y apretó el paso. Sólo un par de legionarios que golpeaban el suelo para soportar las mordeduras del frío repararon en ella. Ninguno le dijo nada. Seguramente, aquella meretrix se limitaba a cumplir con su deber aunque la hora fuera tan temprana.
El camino serpenteante que moría en el negro bosque aparecía prácticamente cubierto por una nieve dura y espesa. Tan sólo, aquí y allí, sobresalían algunas piedras que, incluso con su mortaja blanca, indicaban la senda construida con la mayor competencia por los legionarios.
Cuando alcanzó los primeros árboles, los pies ya se le habían quedado helados y el frío había comenzado a subirle por los tobillos hasta alcanzarle las pantorrillas. Llevaba bien cubiertas las piernas, pero ahora se percataba de que la lana era insuficiente para protegerse de aquella helada. Echó un vistazo a la criatura. El calor que despedía su pecho había tenido el efecto de amodorrarlo y daba la sensación de disfrutar de un sueño plácido y tranquilo.
Debió adentrarse un centenar de pasos en el bosque antes de detenerse. Lo hizo en un claro casi redondo cuyos bordes estaban delimitados por unos árboles tan elevados que apenas permitían el paso tembloroso de los tímidos rayos del sol. Suavemente, como si intentara no turbar su sueño, se arrodilló y depositó al recién nacido en el suelo. Iba muy bien fajado y no se dio cuenta de nada. Lo observó por un instante, y acto seguido, la meretrix se llevó la mano al pecho. Sacó un cuchillo largo, de hoja ancha y afilada. Lo había cogido prestado de las cocinas y estaba segura de que nadie se percataría de su ausencia antes de que lo devolviera. Lo agarró con las dos manos y con toda la fuerza de que fue capaz, lo descargó sobre la tierra. Fue un golpe vigoroso, pero el suelo, endurecido por el frío hasta alcanzar la consistencia de la piedra, lo absorbió sin apenas sufrir un arañazo.
Sin soltar el cuchillo, Rode observó la superficie que se extendía ante sus ojos. ¿Podía tratarse de una roca? Depositó la hoja al lado de sus rodillas y pasó la mano por la nieve. Al apartarla, pudo percibir el lecho de hojas y tierra agazapado bajo la alba cobertura. No, no se trataba de roca. Era tierra, una tierra negra y húmeda, pero también de consistencia pétrea. La arañó sólo para descubrir que no conseguiría cavar un hoyo ni siquiera ayudada por el cuchillo. Quizá si contara con un fuego para ablandarla, quizá si dispusiera de una de esas azadas que llevaban a todas partes los legionarios, sí, quizá con alguna de esas ayudas podría hacer algo. Sin embargo, no disponía de ellas.
Un gemido, similar a un ronroneo, la obligó a dirigir la mirada hacia el niño. Se agitaba suavemente. Sin duda, se despertaría enseguida y cuando lo hiciera rompería a llorar, asustado y hambriento. No, no debía regresar del sueño. Por el contrario, tenía que pasar del que ahora atravesaba a aquel otro, eterno, del que nadie volvía. Por un instante, pensó en descargar el cuchillo sobre el pecho o el cuello de la criatura. Sin embargo, rechazó la idea con horror. No, estaba segura de que no sería capaz de derramar la sangre de un recién nacido.
Angustiada, miró en derredor buscando algo que pudiera ayudarla en su cometido. Pero ¿el qué? Hasta donde se perdía la vista sólo había árboles y nieve. Árboles y nieve. Árboles y… nieve. Echó mano del niño y sintió aquella tibieza tierna. Unos instantes más en sus brazos y la hubiera llevado a abandonar sus propósitos. Por eso, precisamente, lo depositó en el suelo colocándolo delante de ella. Se inclinó para besarlo y entonces, como emergida de algún lugar secreto, apareció la imagencilla de Glykon. La llevaba colgada del cuello cuando dormía, para asegurarse protección en caso de que se produjera algún ataque, y esa mañana no había recordado quitársela. Ahora, la sombra del dios con cuerpo de serpiente y orejas de hombre cayó sobre la carita enrojecida de la criatura. Sin embargo, no se trataba de una presencia amable. Por el contrario, Rode tuvo la sensación de que el dios le estaba insistiendo para que no se distrajera y acabara con su cometido. Respiró hondo. Sí, sin duda, así era. Entonces lo comprendió todo.
La tierra era dura como la piedra, pero había otras maneras de cumplir con su misión. Agarró con ambas manos un montón de nieve y lo depositó sobre el pecho de la criatura. No pareció que el niño se percatara de lo que sucedía. Mejor. Con rapidez, como si actuara impulsada por un resorte invisible, Rode volvió a repetir su acción una, dos, tres veces. Fue entonces cuando el hijo de Plácida reaccionó. Al contacto con su cuerpecillo, la parte inferior de la nieve se había fundido y el agua había calado las fajas que lo envolvían. Primero, se produjo un gruñido suave, luego el inicio de un sollozo que se congeló en el interior de su boca.
Los ojos de Rode se dilataron al descubrir lo que sucedía. Entonces, una prisa aún mayor, aún más poderosa, aún más invencible la poseyó. Jadeando, babeando, conteniendo las lágrimas, tapó el rostro del niño con la nieve. Luego siguió cubriendo el pecho, el abdomen, las piernas. La ausencia total de movimientos en la criatura no detuvo a Rode. Siguió acumulando nieve sobre aquel cuerpecillo hasta que en medio del claro quedó formado un minúsculo montículo.
Con las pupilas clavadas en la chata elevación, Rode hubiera deseado en aquellos momentos elevar una plegaria a algún dios bueno y compasivo, un dios que pudiera escucharla y proteger al hijito de Plácida en su camino hacia las oscuras moradas del Hades. Sin embargo, no lo consiguió. Glykon dispensaba su amparo en esta tierra, pero ¿tenía alguna fuerza cuando las almas abandonaban el cuerpo y emprendían el camino hacia el río Estigio? ¿Podía susurrar alguna recomendación en manos de Caronte, el barquero despiadado? Colocó las palmas de las manos en la tierra helada y, tomando impulso, se puso en pie. Con rapidez, se giró y enderezó su camino hacia la salida del bosque. Ni una sola vez volvió la vista atrás. Ni una.
Salían delgadas columnas de humo gris de las cocinas cuando Rode volvió a entrar en el castra. Los legionarios despertaban con apetitos primarios y, con los ojos pegados por el sueño, rompían las delgadas capas de hielo de los recipientes para lavarse la cara. Comenzaba una nueva jornada. De eso no podía caber duda.
Una sensación de tufo y aire casi irrespirable la envolvió cuando entró en el cubículo estrecho que compartía con Plácida. Aún dormía. Incluso parecía más tranquila, como si hubiera podido sortear el negro mar de las pesadillas. Sin dejar de mirarla, Rode se sentó a su lado y, procurando hacer el menor ruido posible, intentando no perturbar su descanso, comenzó a llorar queda y silenciosamente.
II Limes
1
Reprimió con cólera un gesto de repugnancia. No cabía duda de que los romanos estaban muy orgullosos de los castra que salpicaban su limes, pero, se mirara como se mirara, aquello era el anus mundi. [11] Para empezar, estaba el tufo. A millares de pasos, se podía percibir aquella mezcla asquerosa de olor a sudor, a cuero, a acémilas, a excrementos y a orines. ¡Bonita muestra de civilización! Y pensar que había terminado allí cuando mejor le iban las cosas… Bueno, había que intentar observar todo con la mejor disposición de ánimo. Con eso que los romanos llamaban virtus. A fin de cuentas, si estaba allí, con algún dinero escondido en las alforjas y, lo que era más importante, sano y salvo, se lo debía a uno de los incautos que habían pasado por sus manos en los últimos meses. Aún podía recordar la cara de sorpresa que había puesto cuando, a altas horas de la noche, había llegado a su domus y le había comunicado que se iba y que le agradecería unas cartas de recomendación.