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– Domine… domine… -comenzó a moverse Celio como si un picor insoportable hubiera hecho presa en él-. No debería…

– Es una orden, legionario -cortó Cornelio, al que cada vez le resultaba más difícil contener la curiosidad, una curiosidad que, por lamentable que fuera, superaba su deseo de hacer justicia.

– Me… me… -Celio no terminó la frase.

– Mi tiempo es precioso, legionario -dijo el tribuno-. Lo suficiente como para castigar con la flagelación su pérdida.

Celio bajó la mirada. Resultaba innegable que lo estaba pasando muy mal. Mucho pundonor si la ofensa se refería al honor de Roma.

– Dijo que… que… mi verga era muy pequeña -respondió de una tirada el legionario.

Los ojos del tribuno se abrieron como escudillas al oír aquellas palabras. ¿Sería posible lo que acababa de escuchar? De manera que había estropeado de esa forma la propiedad de un hombre libre -una propiedad que, por añadidura, prestaba un servicio al imperio- porque se habían burlado del tamaño de su miembro viril. Increíble, desde luego, le parecía increíble.

– Ésa no es excusa, legionario -dijo con tono tajante Cornelio-. A decir verdad, resulta bochornoso que por una cosa así hayas perjudicado tanto a un propietario.

– Pero… -intentó protestar Celio.

El tribuno alzó la mano izquierda imponiendo silencio. Aquel asunto ya estaba exigiendo demasiado su atención como para permitir que un palurdo lo siguiera complicando.

– Voy a dictar sentencia -dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas-. Pagarás al propietario de la meretrix su valor de mercado del último año y pasará a ser de tu propiedad a partir de ese momento… eso o le entregarás el dinero que hubiera podido ganar durante el tiempo en que no pueda ejercer su ocupación. ¿Qué prefieres?

Celio nunca había destacado por su habilidad para echar cuentas, pero se percató inmediatamente de que la segunda opción resultaba mucho menos onerosa. La primera sólo habría arrojado sobre su vida una carga difícil de tolerar. Al pago de la meretrix, hubiera tenido que sumar su alimentación, los cuidados médicos, el alojamiento adicional y todo eso sin saber si lograría sobrevivir para reembolsarle los gastos con su trabajo.

– Pagaré lo que hubiera podido ganar sana -respondió al fin.

– Es una decisión sensata, legionario -dijo Cornelio-. De tu próxima paga se descontará la suma. Ahora retírate.

El hombre adoptó una actitud disciplinada, saludó marcialmente y salió de la tienda. Debía de haberse apartado apenas unos pasos cuando el tribuno trazó un gesto para que el centurión se acercara.

– Quiero saber algo -dijo en voz baja apenas el hombre llegó a su altura-. La acusación… lo que…

– Sí, es cierta, domine -respondió el centurión evitando así el apuro del tribuno-. Parece mentira, pero es así, y la verdad es que lo lleva muy mal.

Cornelio arqueó las cejas y comenzó a acariciarse el mentón. Desde luego, nunca se dejaba de aprender.

3

Parecerás Príapo -dijo Demetrio al legionario, convencido de que le encantaría asemejarse al dios de la fertilidad-. No me cabe la menor duda.

El veterano contempló dubitativo el ungüento que sostenía en la diestra el esclavo de Arnufis. ¿De verdad podía suceder lo que le había dicho aquel egipcio? ¿Cabía la posibilidad de corregir aquella deficiencia que le provocaba un enorme sufrimiento? ¿Sería cierto que…?

– ¿Cuánto? -preguntó con un hilo de voz que casaba mal con su estatura.

– Por ser tú, y teniendo en cuenta que tendrás que comprar alguna dosis más… quince denarios.

– ¡Quince denarios! -exclamó el legionario echandose hacia atrás y llevándose las manos a la cabeza-. Pero… pero eso es más de la paga de medio mes.

– Si no quieres comprarlo… -musitó Demetrio simulando dar media vuelta.

– No, no… -dijo con angustia el veterano-. Yo no he dicho eso. A lo que me refiero es a que… bueno, resulta muy caro. Eso es todo.

– ¡Dioses! ¡Dioses! -exclamó Demetrio imprimiendo a sus palabras un tono lastimero, como si estuviera a punto de romper a llorar-. ¿Es posible lo que acabo de escuchar? A este hombre se le ofrece la solución total para su… su defecto. Vosotros se lo dais por una minucia, por una futesa, por una insignificancia y ¿cómo responde? Con ingratitud, con quejas, con tacañeríaaaaa… ¡Oh, dioses! ¿Por qué no lo fulmináis aquí mismo? Nada se perdería con este necio.

El legionario se rascó inquieto la señal en forma de moneda que tenía en la frente. La verdad es que aquellas palabras le provocaban mucha inquietud, pero quince denarios…

– Es que… -comenzó a decir con la mirada fija en el suelo-. Bueno, verás, ¿no me podrías dar eso por cinco denarios?

– Doce -respondió con gesto de profundo desprecio el esclavo griego.

– Diez… -susurró amedrentado el legionario.

Demetrio extendió la mano con displicencia acercando el remedio objeto del regateo al veterano. Sin embargo, cuando éste acercó sus dedos codiciosos, el esclavo apartó aquel deseado ungüento de su alcance y dijo imperioso:

– Primero, los denarios.

El legionario, contento de haber logrado lo que consideraba un bálsamo prodigioso, contó rápidamente el dinero y lo dejó caer, moneda tras moneda, `obre la palma de la mano del esclavo. Sólo cuando éste hubo comprobado la cantidad, estiró a su vez la mano y entregó la causa de la discusión. Luego, reprimiendo una sonrisa de alegría, abandonó la tienda. Sin embargo, el disimulo no era su fuerte. Apenas llegó al exterior, dio un salto y golpeó el aire con la mano libre, como si deseara reafirmar lo que consideraba un triunfo.

– ¿Cuánto ha pagado al final? -preguntó Arnufis cuando Demetrio penetró en la parte de la tienda donde se encontraba.

– Diez denarios -respondió con apenas oculta satisfacción el esclavo.

– ¿Diez? -repitió el egipcio-. Creo recordar que te dije que le pidieras siete.

– Kyrie, recuerdas correctamente -asintió Demetrio-, pero, créeme, estaba ansioso por entregar el dinero. -¿De verdad?

– Por supuesto -respondió el esclavo-. Quizá no era consciente de ello, pero así era. No había nada en el mundo que ansiara más que hacerse con vuestro remedio.

Remedio. Arnufis reprimió una sonrisa. No pasaba de ser una mezcla de hierbas que provocaba prurito y que acumulaba la sangre en el lugar en que se frotaba. Y eso era todo. Sin embargo, una persona tan desesperada como para pagar esos sextercios interpretaría la circunstancia como un indicio prometedor. Por supuesto, volvería a protestar al cabo de unos días. Llegado ese momento, bastaba con decirle que la dosis tenía que aumentarse so pena de perderse los buenos efectos ya visibles. Todos, absolutamente todos, reincidían una segunda, una tercera e incluso una cuarta vez. A partir de ese momento, las cosas cambiaban. O mucho se equivocaba o aquel legionario crédulo tan sólo estaba empezando a darle dinero.

Se mirara como se mirase, los deseos de los hombres siempre eran los mismos. Ansiaban poseer una capacidad de disfrute en el ayuntamiento con hembras que ni siquiera las bestias más vigorosas poseían; deseaban asegurarse un porvenir en el que lo más importante era el acumular cosas no siempre atractivas; se angustiaban ante la posibilidad de que la mujer que les interesaba en esos momentos -y que podía dejar de interesarles en el momento siguiente- no les fuera fiel y pretendían que algún poder superior les garantizara la venganza que ellos mismos no podían perpetrar. En suma, concupiscencia, miedo, falta de confianza en sí mismos y resentimiento. Ése era el cuadro total de la inmensa mayoría de los hombres. En las mujeres, no se producían muchas variantes. El temor a la infidelidad y el deseo de venganza resultaban muy similares, pero la búsqueda insensata de una incontenible potencia y la acumulación de cosas se veían habitualmente sustituidas por la seguridad de poder quedar embarazadas -o no quedar- cuando les resultara conveniente y la capacidad para provocar la envidia de otras mujeres. Partiendo de esos mimbres, no había que ser excesivamente hábil para conseguir un buen cesto. Desde luego, no podía quejarse de lo que estaba sucediendo en las últimas semanas en aquel castra. No en cuanto a lo que éxito se refería porque la vida difícilmente podía resultar más incómoda, el vino difícilmente podía resultar más agrio y la comida difícilmente podía resultar más repugnante. Sin embargo, no era pesimista. Si todo seguía como hasta ahora, quizá podría plantearse la marcha antes del verano. Ésa podía ser la época ideal para buscar un nuevo lugar en el que asentarse. A fin de cuentas, el imperio era grande.