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Acarició con la mirada a Plácida. Sobre su rostro, apenas iluminado por la luz trémula de una tea, arrojaba su sombra el dios serpentino de cabellos y orejas de hombre. De momento, Glykon parecía protegerla, pero ¿cuánto tiempo lograría seguir viviendo sumida en aquel sueño del que apenas emergía para trasegar unos sorbos de agua? Quizá… quizá hasta sería mejor que nunca despertara.

5

Rode nunca lo hubiera imaginado, pero la visita de aquel centurión se repitió. Sucedió incluso con una curiosa regularidad. Por la mañana, en los momentos inmediatamente previos a que los legionarios se pusieran en pie y proporcionaran vida por un día más al castra. La primera vez que lo vio reaparecer, Rode suspiró aliviada. Se dijo que, al fin y a la postre, tan sólo había decidido retrasar el cobro de su ayuda por unos días. Era un gesto de delicadeza que, ciertamente, cabía estimar en lo que valía. Sin embargo, no tardó en captar que aquel hombre, con una experiencia incomparable en batallas, no deseaba nada. Simplemente se interesaba por la recuperación de su amiga. A veces, incluso traía algo de comida. Se trataba de cosas modestas, sin lujos, pero buenas. Tanto que casi se hubiera podido pensar que las escogía con un cuidado especial de entre los productos que se vendían en la canaba. Lo que más lamentaba la meretrix era que un hombre tan atento -tan atento como no había conocido nunca a otro- no sintiera interés por ella. Y pensando en esa circunstancia, Rode comenzó a imaginar las posibles causas que no hirieran su amor propio. Así, se imaginó que quizá un proyectil bárbaro le había convertido en eunuco, o que alguna enfermedad le había privado del deseo hacia las mujeres o que incluso podía sentirse atraído hacia los jovencitos. Rechazó de inmediato esta última posibilidad porque nada en aquel legionario parecía indicar que abrigara concupiscencia alguna por otros hombres. Ni en sus miradas, ni en sus gestos, ni en sus ademanes le pareció percibir señal alguna de aquel comportamiento que, a decir verdad, Rode nunca había llegado a contemplar, pero del que había escuchado en alguna ocasión hablar a sus compañeras de oficio.

Llegó así a la conclusión de que lo que se había cebado sobre él era alguna desgracia y entonces sintió un profundo pesar por el legionario, ya que, pareciendo un hombre justo y considerado, se veía privado de lo que todos consideraban uno de los placeres indispensables en esta existencia. Fue precisamente al llegar a esa conclusión de sus cavilaciones cuando Rode, entre el servicio rendido a un palafrenero y el dispensado a un signifer, elevó una plegaria a Glykon pidiéndole que curara a aquel varón extraño pero noble o, al menos, le dijera cómo poder socorrerlo en su desgracia.

Y, sin embargo, a pesar de los millares de hombres que habían pasado por su cuerpo, a pesar de las experiencias repetidas cansinamente en todas las variaciones posibles, a pesar de los años transcurridos en manos de varones de todas clases, a pesar del conocimiento acumulado a través de golpes, babas y regateos, Rode carecía de la capacidad suficiente para poder entender lo que pasaba en el espíritu del centurión. Porque, a pesar también de sus temores y ansiedades y angustias, lo cierto era que aquel hombre sentía interés en ella. A decir verdad, experimentaba una atracción hacia la meretrix como nunca la había sentido hacia otra mujer.

Había que reconocer que las mujeres nunca habían ocupado un espacio demasiado amplio en su vida. Cuando era niño, su presencia se había reducido a una madre y una abuela siempre angustiadas ante la posibilidad de que se resfriara, de que no comiera lo suficiente o de que se quedara canijo. Luego las mujeres cercanas habían desaparecido.

De existir algo que ansiara con todas sus fuerzas cuando tenía tan sólo catorce años, era no hacer lo mismo que su padre. Las opciones resultaban escasas. Fuera de la ley, se ofrecía el latrocinio en cualquiera de sus múltiples manifestaciones; bordeando la ley, la compra y venta de esclavos; dentro de la ley, la legión. La elección no resultó, al fin y a la postre, tan difícil. Los golpes del padre y las regañinas de la madre habían ido afianzando en su interior una firme resolución de respetar la autoridad y la ley. Robar era algo para lo que carecía de aptitudes y, sobre todo, de inclinación. Traficar con seres vivos -fueran hombres, mujeres o carneros- le producía una sensación de incómodo malestar. Se presentó en un castra de la legión antes de ser llamado.

El inicio resultó difícil. Los veteranos no perdían ocasión de abusar de los recién llegados y la comida era, no cabía discutirlo, mala. Sin embargo, no tardó en adaptarse a la disciplina. No sólo eso. Descubrió que le gustaba. Llegó a agradarle aquel orden meticuloso que marcaba cada hora del día con ocupaciones concretas y precisas. Y cuando la disciplina formó parte de él, de su quehacer, de su horizonte, de su respiración, fue descubriendo que nada le importaba. Se encontró con que el frío del campamento no era mayor que el que sufría en la casa paterna, con que el calor no era más agobiante que el que le hacía sudar a chorros en verano al lado de sus progenitores o que las marchas no resultaban más agotadoras que cuando, siendo una criatura que apenas levantaba unos codos del suelo, tenía que seguir a su apresurado padre por las calles sin perderle de vista un solo instante. No, nada era peor y mucho era mejor.

Por ejemplo, descubrió que podía contar con algún dinero sin depender de la mísera tacañería del hombre que lo había engendrado o de la eventual generosidad de la madre o 'de la abuela, y también se encontró con el hecho de que su vida le pertenecía. Era cierto que se hallaba a las órdenes -sin duda, estrictas- de otros hombres, pero no tardó en descubrir que, por regla general, en la legión todo tenía un sentido y que ese sentido nacía de una carga, remansada durante siglos, de experiencia y sensatez.

Esa circunstancia explicaba, por ejemplo, el papel que las mujeres tenían en la legión. El hombre que combate -y, sobre todo, que combate lejos de su casa- está muy determinado por la existencia de una esposa y unos hijos. Pensando en ellos, puede decidir entregar las armas en vez de utilizarlas encarnizadamente en el combate; puede aferrarse a la supervivencia por encima del interés de su cohorte o puede incluso caer en la traición en la idea -generalmente, errónea- de que la misma le acercará a su esposa. Precisamente por esas razones y otras semejantes, sobre los legionarios pesaba la prohibición de contraer matrimonio. Por supuesto, algunos mandos superiores no se veían afectados por esa posibilidad, pero la excepción tan sólo confirmaba la regla. El paso de aquellos hombres por las legiones era casi siempre pasajero, empeñados en convertir su experiencia militar en peldaños sucesivos de su carrera política. Por otro lado, también era lo más común que aquella gente no amara a sus esposas. Para ellos, el matrimonio no había pasado de ser un pacto entre familias encaminado a sumar influencias en la vida pública. Se trataba, a fin de cuentas, de otra cosa.