Выбрать главу

– No -respondió Rode, que tenía la sensación de estar escuchando a otra persona distinta de ella respondiendo las preguntas del egipcio-. No es alto. Tampoco es bajo, pero no, creo que no podría decirse que sea alto. Ni joven. En realidad, creo que es mayor que tú. Sus sienes… sus sienes son canosas y los días que no está bien rasurado, tiene la barba llena de pelos blancos.

Lo que le faltaba por oír. La ramera se ponía caliente con un centurión viejo que ni siquiera se le acercaba. Conocía a un sujeto así en el castra. Por cierto, bastante antipático. Y raro. Un verdadero indeseable.

– Veo una imagen… -exclamó el mago con una respiración repentinamente trabajosa-. Sí, es la figura de un centurión. No es joven, pero es fuerte. Se quita el yelmo. Tiene las sienes… tiene las sienes canosas. Parece fuerte.

– Ya te dije que lo era -corroboró Rode cada vez más admirada de las dotes del ariolus.

– Tu hombre trabaja al servicio del tribuno Cornelio… -dijo Arnufis con un tono que lo mismo podía interpretarse como una afirmación que como una pregunta.

Rode, totalmente sorprendida, asintió con la cabeza. En verdad que todo aquello resultaba prodigioso. ¿Qué más podía llegar a ver aquel hombre?

Arnufis respiró hondo y alargó la diestra hasta coger la mano de Rode. Tenía la piel suave, muy suave, cosa rara en una mujer que se dedicaba a su ocupación en una canaba. ¿Qué podría ganar una meretrix con esa piel? Seguro que su amo gastaba lo justo en vestirla -poco, para el tiempo que llevaba ropa encima- y alimentarla. Beneficio puro, casi puro. Bien, no podía entretenerse ahora en eso. Intentaría un truco que rara vez fallaba.

– Tienes un corazón muy especial -susurró con un tono de voz aceitoso-. No te exagero al decirte que pocas veces, en realidad, en ninguna ocasión, he visto un espíritu tan bello como el tuyo.

Rode abrió los ojos y miró con enorme atención al mago. Había escuchado miles de palabras de hombres, pero aquéllas presentaban una característica muy particular, tanto que se sentía rebasada, sobrepasada, abrumada.

– Ese espíritu bello que anida en tu interior busca la altura. Es posible que tú misma no lo sepas, pero ansía ir más allá de lo que te rodea.

Rode dejó escapar un suspiro. Nunca se le había ocurrido pensar que sus aspiraciones eran elevadas, pero ahora, escuchando al egipcio, no tenía duda alguna de que estaba diciendo la pura verdad, una verdad que siempre había estado ahí sin que llegara a verla. Sí, lo que ella deseaba era colocarse por encima de todo lo que vivía. Quizá, quizá…

– ¿Ese centurión… se interesará por mí?

Arnufis se mordió levemente el labio inferior. La ramerilla estaba resultando más resistente de lo que parecía a primera vista. Quizá habría que alterar el camino.

– Déjame que vea tu mano -dijo mientras la agarraba, le daba la vuelta y comenzaba a deslizar la yema de sus dedos sobre la palma-. Podría recurrir a otros métodos, pero creo que éste será el más adecuado.

Extendió los dedos de la muchacha como si en ellos pudiera estar escrito realmente algo y luego paseó los suyos sobre la palma. Sí, era una piel deliciosa. Subió por la muñeca y se adentró en el antebrazo. Lástima de muchacha. Hubiera podido dar mucho de sí en otro lugar. Quizá todavía sería capaz de ello.

– No llegarás a nada con ese centurión -dijo con voz susurrante, pero no tanto como para evitar que la muchacha diera un respingo e intentara echarse hacia atrás.

No lo consiguió. El mago la sujetó con firmeza por la muñeca y mantuvo su mano abierta. Como si no hubiera pasado nada. Como si se tratara de lo más normal.

– Quizá en algún momento yazcas con él -prosiguió con un tono de voz suave, casi susurrante-. Eso entra dentro de lo posible, pero… pero no va a cuajar nada. No hay ningún futuro para ti con ese centurión.

La mujer bajó la cabeza. Las últimas palabras del egipcio le habían causado una profunda desilusión, una pena incontenible, como si en su interior se hubiera roto un jarro de pesar y ahora su contenido se esparciera por todo su ser.

– Pero veo más cosas -continuó el egipcio sin soltar la mano de Rode-. Aquí aparece otro hombre.

La meretrix no reaccionó. Se sentía tan desilusionada que lo que ahora estaba diciendo el mago le parecía ajeno y distante.

– Es un varón sabio y poderoso. Verdaderamente, podría cambiar tu existencia. Podría darte…

– Ya sé todo lo que quería saber -cortó Rode, que a duras penas lograba contener las lágrimas-. Dime lo que te debo.

Un pujo de indignación subió por la garganta del egipcio al escuchar aquellas palabras. Pero ¿qué se creía aquella furcia? ¿Que podía marcharse cuando le pareciera bien? ¿Acaso trataba así a sus clientes?

– No he terminado -dijo con un tono que no dejaba lugar a la réplica.

– Sí, sí lo has hecho -respondió Rode mientras se llevaba el dorso de la mano a la cara para quitarse las lágrimas-. Dime qué debo darte. Tengo que irme.

Aquella nueva negativa agudizó la rabia que, poco a poco, se había ido apoderando del mago. Por un instante, pensó en decirle que tendría que yacer con él para pagar la manera en que había visto el futuro. El contacto con su piel y el hecho de que amara a otro hombre la convertían para él en un ser codiciable. Lo que, en realidad, le atraía de aquella mujer era que no se doblegara con facilidad. Por supuesto, lo acabaría haciendo, pero, de momento, optaba por la resistencia. Se negaba a escuchar sus premoniciones, se negaba a quitarse a aquel centurión del pecho, se negaba a ponerse en sus manos. Una mujer así era digna de ser tomada, pero no sólo carnalmente.

– No te apresures, muchacha -dijo con una sonrisa untuosa-. Poseo medios para que te ganes el corazón de ese hombre…

Había arrastrado las últimas palabras para convertirlas en más incitantes, pero no obtuvo el efecto deseado. Rode había captado ya en el mago esa antipatía que algunos hombres sienten hacia los varones a los que consideran injustamente afortunados y la desconfianza había prendido en ella. No hubiera podido explicarlo ni razonarlo ni justificarlo, pero algo en su interior le gritaba que Arnufis se había erigido en enemigo del centurión y que jamás llevaría a cabo una acción que pudiera acercarlos. Por el contrario, de él sólo cabía esperar que recurriera a cualquier género de argucias para cavar un abismo entre ambos.

– Tengo que trabajar -se disculpó Rode desprendiéndose de la garra del mago y poniéndose en pie.

Con agilidad inesperada, Arnufis abandonó su asiento y se colocó al lado de la ramera. En apariencia, la serenidad más absoluta lo poseía. Sin embargo, su interior bullía de cólera, la cólera que se originaba en él cuando una situación se le escapaba de las manos.

– No tengas prisa -dijo con suavidad-. Quédate un poco más. Tu futuro presenta cosas muy… interesantes.

Rode se llevó la mano al pecho, de donde colgaba un saquito. Guardaba en él unas monedas, justo las que pensaba entregar al mago antes de abandonar su tienda.

– Toma. Si falta algo…

No concluyó la frase. Arnufis había vuelto a atraparle la mano, que ahora oprimía con fuerza contra sus pechos.

– Si falta algo -prosiguió Rode como si nada estuviera sucediendo-, mi amiga Plácida te lo traerá.

El egipcio dejó escapar una carcajada sin soltar la presa.

– Hay otras formas de pago… -susurró mientras acercaba la boca a la mejilla de Rode.

La ramera colocó la palma de la mano en el pecho del egipcio y con un ademán repetido miles de veces enérgicamente lo apartó de sí.

– Con eso, yo no pago. Cobro.

Cuando Arnufis intentó volver a acercarse a la mujer, ésta, como si fuera un gato curtido en mil huidas, ya había desaparecido por la entrada de la tienda.

7

Cornelio contempló con desagrado a la persona que tenía ante él. No se le hubiera ocurrido decirlo en voz alta, pero cada vez soportaba menos a los bárbaros, especialmente a aquellos que habitaban en el interior del imperio sin dejarse moldear por la influencia civilizadora de Roma. En la capital, le habían parecido un enjambre de parásitos que se aprovechaban de la generosidad del imperio para su beneficio y no para el bien de Roma; en el castra, no le resultaban mejores. Entendían el latín -o el griego- a la hora de regatear y sacar el dinero a los legionarios, pero cuando se trataba de pagar, de contribuir, de arrimar el hombro… ¡Por Júpiter! Era sorprendente la rapidez con que se escudaban en su lengua y cómo aparentaban que ni entendían ni comprendían para no colaborar. Quizá resultaba inevitable que las meretrices no fueran romanas y lo mismo podía decirse de aquellos sirios o judíos que acompañaban a las legiones como modestos buhoneros. Pero ¿en qué contribuía al bienestar del imperio la presencia de aquel mago egipcio? Las legiones ya tenían sus harúspices, sus pontífices, sus lectores de entrañas. ¿Por qué tenían además que soportar a aquel africano? Porque, a decir verdad, Cornelio se sentía especialmente incómodo con aquella gente procedente del norte de África. Quizá porque había vivido en una insula donde estaban presentes con sus ruidos y sus gritos y sus cánticos, se trataba de los bárbaros hacia los que sentía una mayor repulsión. Estaba convencido de que la mentira constituía su verdadera naturaleza, pero, por encima de todo, le asqueaba la manera en que miraban a las mujeres y la forma en que buscaban obtener dinero mediante el engaño y la estafa. Y ahora, por si todo lo anterior fuera poco, venía uno de ellos a importunarle a su propia tienda. Supuestamente, para hacerle un favor…