En aquel propósito le animaba la contemplación de los dos hombres que habían amargado su existencia durante los últimos días. El egipcio era, sin duda, alguien acostumbrado a la comodidad, pero estaba dando muestras de una enorme resistencia. Acostumbrado a una temperatura aún más rigurosa que aquélla, el calor del otro lado del Ister no le agobiaba, sino que incluso le confería una vitalidad renovada, como si le llevara de regreso a la vigorosa juventud. Dado que su impedimenta era llevada por un esclavo griego, la expedición no parecía estar causándole el menor sinsabor. Por lo que se refería a Valerio, tenía que reconocer -y ahora le dolía hacerlo- que se trataba de un legionario excepcional. Hubiera sido razonable esperar que un hombre que llevaba años de servicio a sus espaldas, que además había soportado el cautiverio y la enfermedad, tuviera los huesos corroídos y la capacidad de resistencia prácticamente agotada. En Valerio, no acontecía así. Por el contrario, daba la impresión de que las penalidades sufridas con anterioridad tan sólo habían servido para curtirlo, para endurecerlo, para entrenarlo con vistas a campañas como aquélla. Ciertamente, resultaba deplorable que abrigara en su espíritu tan extravagantes ideas siendo un hombre de tan notables cualidades.
Valerio, por su parte, se sentía dichoso. La acusación que el mago egipcio había formulado contra él era de enorme gravedad y podría haberle costado la vida.
Pero incluso aunque no pudiera probarse -y nunca podría-, el hecho de que se hubiera descubierto que era cristiano colocaba sobre su cuello la espada del verdugo. No, desde la época del césar Nerón, no se había necesitado probar ningún crimen para arrancarle la vida a un cristiano. Bastaba simplemente con arrojar esa acusación al rostro de la persona odiada. La situación ni siquiera había cambiado con el césar Marco Aurelio. De ello podían hablar los familiares de los cristianos asesinados en Lugdunum apenas unos años atrás. Había conocido a algunos y le constaba que cuando una parte del populacho decidió sacrificarlos como si fueran fieras, las autoridades del imperio no sólo no lo habían impedido, sino que habían prestado su apoyo con verdadero entusiasmo. Eso había sido después de la peste…
A pesar del calor sofocante, Valerio no pudo evitar sentir un escalofrío al recordar la plaga que había asolado Roma. Desde lo más hondo del corazón le vino el recuerdo de aquella mañana en que, dirigiéndose a la insula que habitaba con Grato, había caído sin conocimiento en la vía. Aquel día podía haber muerto. Habría bastado para ello que cualquiera de los escasos vestigios de autoridad que aún quedaban en Roma hubiera echado mano de su cuerpo exangüe y lo hubiera arrojado a la cuneta. Allí se hubiera quedado, agonizando con una respiración cada vez más trabajosa, hasta que hubiera dejado de existir. Ni médicos, ni soldados ni ciudadanos hubieran movido un dedo para ayudarle.
Sin embargo, todo había sucedido de una manera muy diferente. Cuando volvió en sí, lo primero que había visto había sido una techumbre de paja. No sabía dónde estaba y había intentado incorporarse sin lograrlo, pero, al menos, seguía vivo. Musitó el nombre de Grato tan sólo para que un hombre se acercara y humedeciera su frente con un paño húmedo. En aquellos momentos, le ardían la garganta, la boca, la nariz, el pecho. El simple contacto con la tela le había parecido un alivio extraordinario. Fue todo lo que recibió antes de volver a desvanecerse.
Nunca había sabido el tiempo que había permanecido en aquel lecho cuya enorme incomodidad no le había permitido captar la enfermedad. Por aquellos días, cuando recuperaba la conciencia, acertaba a descubrir tan sólo pequeños detalles. Que la sala era alargada y estrecha, que estaba tan ventilada que podía resultar gélida, que había dos (¿o eran tres, quizá cuatro?) hombres que atendían a los enfermos, que éstos eran sólo varones. En circunstancias normales, se hubiera interrogado por lo que le estaba sucediendo, pero, sujeto por las manos despiadadas de la plaga, no disfrutó de esa posibilidad. Sólo salía de las tinieblas y volvía a sumirse en ellas. Y entonces, en una de esas noches, o días, o tardes, la negrura dejó paso a una serie de imágenes difíciles de entender. Ante él aparecieron en angustiosos remolinos su madre y su abuela, su padre y sus compañeros de juegos, los primeros días en la legión y el cautiverio, Grato y los combates contra los bárbaros. Todo surgía ante su vista y cuando, angustiado, intentaba tocar a alguno de aquellos seres, se desvanecían no dejando nada tras de sí. Valerio lo ignoraba, pero aquellas pesadillas constituían el anuncio de que estaba saliendo de la enfermedad y la esperanza de que regresaría a la vida.
Sucedió, finalmente, una mañana. De repente, abrió los ojos y descubrió ante sí un rostro que le pareció familiar. Efectivamente, lo era, ya que pertenecía a uno de los hombres ocupados en atender a los enfermos, una de esas figuras que, fugazmente, contemplaba cuando volvía en sí. Parecía ocupado en algo, pero, al percatarse de que Valerio despertaba, lo abandonó y le miró. Tenía unos ojos castaños y compasivos, y una sonrisa impregnada de un sentimiento que el legionario no pudo identificar porque nunca antes lo había contemplado.
– Ubi… ubi sum? [14] -había acertado a preguntar.
El hombre le había sonreído para responder:
– No te preocupes ahora por eso. Descansa.
Pero Valerio no había retornado de la muerte para conformarse con aquellas palabras.
– Soy optio. Dime inmediatamente dónde estoy.
Una sombra se había cernido sobre el rostro del hombre nada más escuchar la condición castrense del enfermo. Sin embargo, fue sólo un instante. De manera inmediata, una sonrisa suave había aflorado en su rostro y había dicho:
– Te encuentras en el lugar donde se dispensa ayuda a los enfermos e indigentes.
Valerio había dejado caer la cabeza sobre el lecho al escuchar aquellas palabras. Su mentalidad práctica le había impulsado a preguntarse por el pago de aquellos cuidados. ¿Cuánto tiempo llevaban atendiéndolo? ¿Qué gasto había implicado?
– Ayúdame a levantarme -musitó con voz entrecortada-. El coste…
– No existe ningún coste -zanjó con tranquilidad el hombre.
– Que no… que no existe… -protestó débilmente el optio-. Y entonces ¿por qué actúas así? ¿Eres un filósofo?
– Duerme -fue toda la respuesta que recibió.
Valerio volvió a quedar sumido en el sueño, pero, en adelante, sus descansos fueron acercándose poco a poco a la normalidad hasta que un día pudo levantarse del lecho y sentarse a descansar en un poyete cercano a la habitación. En aquel lugar dejaba que las horas fueran transcurriendo y, sumido en reflexiones profundas, contemplaba cómo se libraba una batalla incansable contra la muerte. En ocasiones, las Parcas lograban cortar el hilo que unía a los mortales a la vida, pero tampoco faltaban las ocasiones en que aquella suma de cuidados, de celo y de limpieza las obligaba a retroceder soltando su presa. ¿Cuánta gente pudo salvarse gracias a la labor de aquellos pocos? Seguramente, no más de unas docenas. Bien escaso resultado era si se comparaba con el daño que la plaga estaba causando en las calles de la urbe y, sin embargo, qué grande si se contrastaba con el ejemplo de aquellos ciudadanos -médicos o no- que habían huido o arrojado al arroyo a los enfermos para no correr ningún peligro.
Una noche, ya caminaba con cierta soltura por aquel entonces, salió a respirar algo de aire fresco sentado en el poyete. De la manera más corriente, sus pensamientos fueron aflorando por sí solos en una nube desvaída y carente de orden. Grato -¿qué habría sido de Grato?-, sus años pasados en las legiones, la cautividad, la manera en que se había desarrollado su vida, todo ello quedaba reducido a presencias espectrales que iban y venían sobre su corazón. Y entonces sintió una angustia que, primero, se presentó como una punzada sorda para terminar convirtiéndose en un manto de ansioso pesar. En toda su existencia, no encontraba nada que mereciera la pena. Sí, por supuesto, estaban la valentía, el honor, la disciplina, la obediencia… todo eso tenía un valor, y, seguramente, no era reducido. Sin embargo, ahora, al contemplarlo ante las puertas del Hades, le resultaba mínimo. Se trataba únicamente de cenizas de una vida, consumidas, sí, al servicio del senado y del pueblo de Roma, pero cenizas a fin de cuentas. Se encontraba cada vez más abrumado por esos pensamientos cuando, e» medio de la oscuridad, vislumbró la silueta conocida de la persona que le había atendido durante aquellos días. Esperó a que llegara a su altura y entonces se incorporó y lo agarró del brazo.