La ceremonia no duró mucho. Tampoco fue muy distinta de otras que Valerio había contemplado a lo largo de su vida. Si acaso, la única diferencia estribaba en los aspavientos, en las gesticulaciones y en los alaridos ocasionales que lanzaba el egipcio. En otro tiempo, quizá todo aquello le hubiera impresionado -seguramente así estaba sucediendo con los legionarios-, pero ahora no dejaba de causarle un vivo malestar. Bien mirado, sólo podía dar gracias a Dios por la manera en que le había sacado de en medio de aquel ritual. Apartó la mirada apesadumbrado y la deslizó por el territorio casi desértico en el que se encontraban. Difícilmente, hubiera podido imaginar algo tan desolado.
Estaba a punto de volver a dirigir la vista hacia los hombres cuando sus ojos percibieron algo extraño. Al principio, se trató únicamente de un punto similar al que habría dejado una mosca en un plato, pero, repentinamente, aquella mota diminuta se vio flanqueada por otra y otra y otra más. ¡Dios santo, eran docenas! Parpadeó en un intento de agudizar su mirada. ¿De qué se trataba exactamente? ¿Eran infantes? ¿Jinetes? Sí, eran fuerzas de caballería y venían a galope tendido. Caerían sobre ellos en unos instantes.
Dirigió la mirada hacia los legionarios. No tendrían tiempo de formar el acies. Los… los exterminarían. Sucedería como en la tierra de los partos. No, peor. Esta vez no habría cautivos. Estaba seguro. Se trataría de la segunda derrota de su carrera castrense y nuevamente por culpa de un tribuno inexperto. No podía ser.
Valerio echó a correr hacia sus hombres. Lo hizo con toda la fuerza que le permitían las piernas mientras gritaba advertencias que, absortos, no escuchaban.
Fue el optio el primero que le vio. No pudo oír nada de lo que decía, pero por los gestos que hacía con las manos, por la expresión de su rostro y por la velocidad con que se dirigía a su encuentro, captó que sucedía algo de importancia. Pero ¿de qué se trataba? Lo comprendió antes de que Valerio llegara a su altura, pero no fue gracias a él. Se debió al temblor repentino de la tierra, a un tremolar áspero y violento que la experiencia de años de combates le permitió identificar inmediatamente.
-Hostes! Hostes! [15] -gritó mientras echaba a correr en dirección al tribuno.
Cornelio quedó sorprendido al ver al optio, que apartaba a empujones a los legionarios para llegar hasta él. ¿Qué penosa muestra de irreverencia era aquélla? ¿Se había vuelto loco? ¿No se percataba de que podía estar enfureciendo a los dioses a los que intentaban propiciar? Las preguntas -formuladas en su corazón con angustia- se desvanecieron al instante. No hubiera podido ser de otra manera porque la caballería de los cuados era, a pesar de su lejanía, perfectamente visible.
– ¡Formad el acies! ¡Formad el acies! -escuchó, y pudo comprobar que era Valerio el que daba las órdenes.
– ¡Formad el acies! -gritó él también, y el sonido le pareció salido de otro pecho a través de otra garganta.
Pero no había tiempo para constituir la formación que hubiera podido salvarlos del embate de los bárbaros. Los mismos hombres parecían clavados al suelo, como si una divinidad perversa hubiera decidido inmovilizarlos y así facilitar el triunfo de los cuados. En realidad, sólo algunos se estaban sobreponiendo a la sorpresa lo suficiente como para embrazar el escudo o desenvainar la espada.
Arnufis cerró los ojos mientras mascullaba una horrible maldición. En los meses anteriores, especialmente los pasados en el castra, se había arrepentido repetidas veces del momento en que había adoptado la decisión de acudir a Roma. Pero ahora no sentía pesar. Lo que experimentaba era una cólera ardiente que, de buena gana, le hubiera impulsado a abofetearse. ¿Por qué, Isis, por qué? No era posible -no podía serlo- que acabara degollado por alguno de aquellos bárbaros peludos que se acercaban lanzando alaridos.
Cornelio no sentía en su corazón ni pesar ni ira. Como si la contemplación de los cuados hubiera provocado en su interior un cambio radical, el único sentimiento que le embargaba era el de la proximidad de la muerte. Su cercanía creciente a cada instante no le infundía, sin embargo, temor. Tan sólo se trataba de una sensación casi tangible de responsabilidad. Sí, se había equivocado y ese error iba a costar la vida a todos sus hombres. Por eso lo único que le quedaba era morir con honor. Su existencia -y era lamentable que así sucediera- había sido breve, muy breve. La concluiría al menos con dignidad.
Tampoco Valerio sentía temor. No hubiera podido explicar lo que le sucedía, pero fue una experiencia como la de aquel que, paseando por un valle sumido en las tinieblas, sabe -aunque no pueda verlo- que a uno y otro lado se alzan montañas. Cuando en un momento dado se levantan las brumas, lo que contempla es únicamente la confirmación de lo que ya sabía. De repente, de manera inesperada, le pareció que la cortina espesa e invisible que separa este mundo del otro se alzaba y que podía vislumbrar el camino que iba de una vida a la siguiente. Sí, al caer, no se convertiría sólo en una presa fácil para los buitres y las alimañas. Todo lo contrario, su espíritu partiría al encuentro del Dios único a la espera del día de la resurrección de la carne.
De repente, algo en su interior le dijo que, a pesar de lo que cualquiera podía contemplar, no sabía lo que el Dios único deseaba. Y si… y si… desenvainó la espada, la sujetó en la diestra y, a continuación, se hincó de rodillas.
Cornelio vio al centurión y se dirigió a pasos agigantados hacia él. ¿Qué estaba haciendo en ese momento? ¿Qué pretendía clavándose de hinojos? Llegó a su lado a tiempo de ver cómo inclinaba la cabeza y abría los labios.
– Padre -escuchó musitar el tribuno a Valerio-. Estamos en tus manos. Moriremos con honor si es tu voluntad, pero tú puedes cambiar la Historia, puedes abrir los cielos, puedes derramar la lluvia, puedes salvarnos de nuestros enemigos…
El estruendo pavoroso de un trueno desvió la mirada de Cornelio hacia el firmamento. Parpadeó intentando aclarar la vista. Sobre el cielo de fuego que se extendía como un inmenso caldero de ardiente metal sobre aquella zona montañosa habían comenzado a acumularse unas nubes plomizas. Pero ¿de dónde habían salido? El segundo trueno, aún más sobrecogedor, provocó una riada de relinchos y gritos. No podía ser… no, no podía ser. Estaba comenzando a llover.
– ¡Agua! ¡Agua! -comenzaron a gritar los legionarios mientras abrían las bocas y dirigían sus yelmos hacia el cielo en un intento de recogerla y poder beber-. ¡Agua!
Sí, pensó, ahora entristecido, el tribuno. Por la misericordia de los dioses, quizá podrían aplacar la sed que los atormentaba desde hacía días y días tan sólo unos instantes antes de morir.