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Marco Aurelio se frotó los ojos con los dedos de la mano derecha. Se sentía cansado y, al escuchar aquellas palabras, no había podido evitar el percibirse envejecido, marchito, vacío. De repente, había experimentado una sensación de vértigo, de malestar, de debilidad. Era como si toda la solidez que había deseado inyectar al imperio durante años, que le había llevado a casi dos décadas de campañas contra los bárbaros, que le había obligado a reprimir conjuras y conspiraciones, se le revelara ahora frágil y quebradiza. Sí, frágil y quebradiza y, lo peor de todo, estéril e inútil.

– Retírate, centurión -dijo al fin como si emergiera de un sueño pesado y doloroso-. A su tiempo se te informará de lo que se considere pertinente.

8

A Minucio Fundano. Recibí una carta que me dirigió su excelencia Serennio Graniano, tu predecesor. Pienso que el asunto no debería quedar sin investigar, y que hay que evitar que se acose a los hombres y que se ayude la bajeza de los delatores. Si los funcionarios de las provincias pueden sustentar una acusación sólida contra los cristianos de tal manera que tenga que sustanciarse ante los tribunales, que lo hagan, pero que sea eso lo que los motive y no las opiniones o las habladurías. Porque lo verdaderamente correcto es que si recibes una acusación examines el asunto. Por lo tanto, si alguien los acusa, y demuestra que están actuando de manera ilegal, decide el asunto conforme a la naturaleza del delito, pero, por Hércules, si alguien te trae un asunto con el objeto de aprovecharse de la denuncia, investígalo rigurosamente y procura imponer penas que sean las adecuadas para el delito.

Marco Aurelio acabó la lectura del texto de su antecesor y apartó la mirada. Se llevó la mano derecha al mentón y, por un instante, comenzó a juguetear con los rizos de la barba. En ocasiones, se había preguntado si la decisión de los filósofos griegos de no rasurarse se debía simplemente a la posibilidad que les proporcionaba de encontrar algo con lo que entretener los dedos mientras meditaban y reflexionaban. La decisión que debía adoptar exigía sopesar todo de la mejor manera, es decir, de la forma más justa. Había que actuar precisamente como había pensado en tantas ocasiones antes, de tal manera que beneficiara a la sociedad y luego pudiera seguir llevando a cabo otros cometidos.

Después de lo sucedido en el territorio de los bárbaros y, sobre todo, después de la conversación con aquel centurión peculiar que respondía al nombre de Valerio, ¿qué debía hacer con los cristianos? Había buscado contestación a su pregunta indagando sobre cómo habían actuado antes que él otros emperadores, pero la respuesta no había sido unánime. Claudio los había expulsado de

Roma, pero, fundamentalmente, porque le molestaba la manera en que discutían con los judíos acerca de si su fundador, Jesús, era o no el ungido, un personaje al que esperaban como rey del mundo. Al parecer, el tal Jesús se había comportado en el momento de su muerte con una notable dignidad -quizá excesiva-, pero no había actuado como un rey. Nerón, el sucesor de Claudio, había sido mucho más drástico. Les había culpado del incendio de Roma -una acusación falsa con toda certeza- y los había sometido a castigos terribles. Lo peor, no obstante, no era eso. Lo más grave era que Nerón había decidido que una simple creencia era un delito. Por supuesto, Augusto y Tiberio la habían tomado con los magos, pero no porque creyeran en esto o aquello, sino porque sus predicciones podían alentar acciones ilícitas. Si alguien convincente vaticina que el emperador va a ser apuñalado dentro de seis meses, lo más seguro es que acaben sumándose los que desean cumplir por su propia mano lo escrito en las estrellas. Pero los cristianos… no, los cristianos no eran gente de ese tipo.

Después de Nerón, sin duda, habían pasado momentos difíciles. El precedente imperial permitía detenerlos, arrastrarlos ante un tribunal y ejecutarlos si se negaban a rendir culto al césar o realizar alguna otra ceremonia piadosa. No era difícil darse cuenta de que no habrían sido pocos los delatores que hicieran carrera con ellos.

Marco Aurelio retorció el gesto y apartó la mano de la barba. Odiaba a los delatores. Sí, ésa era la palabra. Odio. Eran una gentuza que vivía de la carroña. Como los buitres. Miraban a un lado y a otro para encontrar a alguien sospechoso al que denunciar para luego obtener beneficios. Más tarde o más temprano habría que situarlos fuera de la ley, declararlos ilícitos, excluirlos de la vida pública. No podía permitirse que en un cuerpo sano como deseaba que fuera el imperio, se asentaran esos parásitos miserables. Claro que de eso tendría que ocuparse otro día. Ahora la prioridad inmediata eran los cristianos.

Hasta donde sabía, Trajano había sido el primero en poner límites a la persecución. No la había impedido, ni se le había pasado por la cabeza eximirlos. Sin embargo, como el gran gobernante que había sido, se había inclinado por la moderación cuando Plinio le había escrito desde Asia pidiéndole instrucciones. Por lo que el mismo Plinio informaba, se reunían los domingos, leían de sus libros sagrados, cantaban himnos al tal Cristo como si fuera dios y luego tomaban una comida sencilla. Gente así no podía ser dañina, pero tampoco era de recibo pasar por alto lo que habían hecho los emperadores anteriores. Trajano decidió, por lo tanto, que no se buscara a los cristianos ni se les persiguiera. No tenía sentido perder el tiempo yendo tras gente que no molestaba a nadie. Tampoco debían aceptarse denuncias anónimas. Sólo si las pruebas eran sólidas, si el delator estaba dispuesto a dar la cara ante el tribunal, debía juzgarse el caso. Pero aun en esa tesitura, había que ofrecer al acusado alguna vía de salida. Si estaba dispuesto a quemar una pizca de incienso en honor del emperador, se le pondría en libertad sin cargos. Si no era así… bueno, entonces, sólo entonces, habría que castigar al infractor.

Por lo que acababa de leer, Adriano también se había ocupado del tema en una dirección que parecía bastante obvia y que, sobre todo, recordaba las instrucciones que Trajano le había dado a Plinio. Nada de delatores, nada de castigos por rumores, nada de forzar la situación o de buscarlos. Aunque, eso sí, caso de demostrarse la acusación, sólo cabía el castigo más riguroso.

El castigo más riguroso… ¿Podría cambiarse esa directriz? ¿Existía alguna posibilidad de tolerar que aquella gente creyera y, a la vez, pudiera respirar? Quizá. A decir verdad, lo que Valerio le había dicho era cierto. Hasta donde sabía, los cristianos nunca se habían opuesto al césar, rezaban por el éxito de su gobierno y de sus armas, obedecían meticulosamente las leyes e incluso algunos, como ese centurión, podían ser excelentes soldados. Volvió a llevarse la diestra al mentón y durante unos instantes se tironeó suavemente como si así pudiera contribuir a que salieran las ideas que tanto necesitaba.

No le costó mucho. Respiró hondo y tendió la mano al cálamo que dormitaba sobre su escritorio de soldado. Probó con la yema del dedo índice su textura y concedió que estaba magníficamente afilado. Lo mojó en el tintero y comenzó a escribir. En griego, por supuesto. Podía justificar el empleo de esa lengua refiriéndose al destinatario, pero la verdad era que la utilizaba porque le parecía muy superior al latín, porque era la de los grandes filósofos y, sobre todo, porque la amaba de una manera más entrañable de lo que había querido nunca a una mujer. Bien, adelante…