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Finalmente, los espasmos se extinguieron y don Juan me soltó. El esfuerzo lo había agotado. Recomendó que volviéramos a subirnos a la roca y nos sentáramos ahí hasta que me sintiera bien.

Una vez que nos sentamos no pude contenerme de hacer mi pregunta de siempre: ¿qué me pasó? Me dijo que mientras me hablaba, Genaro me dio un empujón y que había entrado muy profundamente en el lado izquierdo de la conciencia. Él y Genaro me habían seguido. Y luego yo salí corriendo, con la misma velocidad con la que había entrado.

– Te agarré justo a tiempo -dijo-. De otra forma hubieras acabado en un estado de conciencia normal.

Yo estaba totalmente confundido. Me explicó que los tres estuvimos manejando el resplandor de la conciencia, y que eso indudablemente me asustó.

– Genaro es el maestro de ese manejo -prosiguió don Juan-. Silvio Manuel es el maestro del intento. Los dos fueron forzados, sin misericordia, a entrar en lo desconocido. Mi benefactor hizo con ellos lo que su benefactor hizo con él. En algunos aspectos, Genaro y Silvio Manuel son muy parecidos a los antiguos videntes. Saben lo que pueden hacer, pero no les interesa saber cómo lo hacen. Hoy, Genaro aprovechó la oportunidad para empujar el resplandor de tu conciencia y todos acabamos en los extraños confines de lo desconocido.

Le rogué que me dijera lo que me había ocurrido en lo desconocido.

– Eso tendrás que recordarlo tú. mismo -dijo una voz justo en mi oreja.

Estaba tan convencido de que era la voz del ver que no me asombré en lo más mínimo. Ni siquiera obedecí el impulso de volverme.

– Soy la voz del ver y te digo que eres un pinche pendejo -volvió a hablar la voz y se rió.

Me volví. Genaro estaba sentado detrás de mí. Me sorprendí tanto que me reí quizás un poco más histéricamente que ellos.

– Ya está oscureciendo -me dijo Genaro-. Como te prometí hoy por la mañana, ahorita ya comienza la fiesta y nos va a ir muy bien aquí.

Don Juan intervino y dijo que ya deberíamos parar, porque yo era el tipo de simplón que podría morirse de miedo.

– No es cierto -dijo Genaro tocándome el hombro.

– Mejor pregúntale -le dijo don Juan a Genaro-. El mismo te dirá que es tan simplón que es pendejo.

– ¿A poco eres un pendejo? -me preguntó Genaro frunciendo el ceño.

No le contesté. Y eso hizo que se doblaran de risa. Genaro acabó rodando hasta el suelo.

– Ya se atragantó -le dijo Genaro a don Juan, refiriéndose a mí. Don Juan había saltado velozmente al suelo para ayudarlo a incorporarse-. Jamás admitirá que es un pendejo. Tiene demasiada importancia personal para hacer eso. Pero mira cómo le tiemblan las rodillas cuando piensa lo que le pueda ocurrir porque no confesó que es un pendejo.

Viéndolos reírse, quedé convencido de que sólo los indios podían reír con tanto gozo. Pero asimismo me convencí de que también eran maestros de la malicia india. Siempre se andaban burlando de mí porque no era indio.

De inmediato, don Juan se dio cuenta de mis cavilaciones.

– No dejes que te monte la importancia personal -dijo-. No eres de ninguna manera especial. Ninguno de nosotros lo somos, indios y no indios. El nagual Julián y su benefactor agregaron años de felicidad a sus vidas riéndose de nosotros.

Genaro volvió a subirse a la roca, con agilidad felina, y se sentó a mi lado.

– Si yo fuera tú, me sentiría tan pinche, tan avergonzado que lloraría -me dijo-. Llora. Llora a tus anchas y te sentirás mejor.

Para mi completo asombro, comencé a sollozar. Luego me enojé tanto que rugí con furia. Sólo entonces me sentí mejor.

Don Juan me sacudió del brazo. Me dijo que por lo general la furia da cordura, o que a veces el miedo, o el humor dan cordura. Mi naturaleza violenta hacía que la cordura me viniera a través de la furia.

Agregó que me había debilitado debido a un cambio repentino en el resplandor de la conciencia. Ellos dos habían estado tratando de ayudarme por un largo rato. Aparentemente, Genaro lo había logrado al hacerme rabiar.

Para entonces ya era casi de noche. De pronto, Genaro señaló hacia algo que se movía al nivel de los ojos. En el crepúsculo parecía ser una gran mariposa nocturna que volaba alrededor del lugar en el que estábamos sentados.

– Ten mucho cuidado, tú eres muy exagerado -me dijo don Juan-. No te agites. Deja que Genaro te guíe y no desvíes tu mirada de ese punto que se mueve.

Definitivamente, lo que se movía era una mariposa nocturna. Yo podía distinguir con claridad todos sus detalles. Seguí su vuelo tortuoso y lento hasta que pude ver cada partícula de polvo en sus alas.

Algo me sacó de mi total absorción. Justo a mis espaldas sentí un parpadeo, un ruido silencioso, como si tal cosa fuera posible. Me volví y descubrí que había toda una hilera de gente alineada en el otro borde de la roca, el borde que quedaba un poco más alto que aquel en que estábamos sentados. Supuse que la gente de los alrededores, sospechosos al vernos en la vecindad por todo el día, había llegado con la intención de hacernos daño. Reconocí sus intenciones al instante.

Don Juan y Genaro, sin ponerse de pie, se deslizaron al suelo. De allí, los dos me dijeron al unísono que me bajara de inmediato. Nos alejamos de la roca sin volvernos a mirar si la gente nos seguía. Don Juan y Genaro se rehusaron a hablar mientras caminábamos de regreso a la casa de Genaro. Don Juan incluso me hizo callar con un feroz gruñido, llevando un dedo a sus labios. Genaro no entró a la casa, sino que siguió caminando mientras don Juan abrió la puerta y me empujó adentro.

– ¿Quiénes eran esas personas, don Juan? -le pregunté cuando los dos estábamos sentados y había encendido la lámpara.

– Esos no eran gente -contestó.

– Vamos, don Juan no me venga con esas -dije-. Eran gente como usted y yo, los vi con mis propios ojos.

– Claro que los viste con tus propios ojos -repuso-, pero eso no significa nada. Tus ojos te engañaron. Esos no eran gente como tú y yo, y te estaban siguiendo. Genaro tuvo que alejarlos de ti.

– Si no eran gente, ¿qué eran entonces?

– Ah, ahí está el misterio -dijo-. Es un misterio del resplandor de la conciencia y no puede resolverse con raciocinios. Ese misterio sólo se puede presenciar.

– Déjeme presenciarlo entonces -dije.

– Pero ya lo hiciste, dos veces en un día -dijo-. En este momento no recuerdas lo que has visto, sin embargo lo recordarás cuando vuelvas a encender las emanaciones que resplandecían cuando estabas viendo el misterio al que me estoy refiriendo. Mientras tanto, volvamos a nuestra explicación.

Reiteró que la conciencia de ser comienza con la presión permanente que ejercen las emanaciones en grande sobre las del interior del capullo. Esta presión produce el primer acto de conciencia; detiene el movimiento de las emanaciones atrapadas, que incesantemente luchan por romper el capullo para salir, para morir.

– Los videntes saben que en verdad todos los seres vivientes luchan por morir -continuó-. Lo que detiene a la muerte es estar consciente de ser.

Don Juan dijo que los antiguos videntes se vieron profundamente perturbados por el hecho de que la conciencia detiene a la muerte y a la vez la induce al ser alimento para el Águila. Como no podían explicar esta contradicción, porque no hay manera racional de comprender la existencia, los videntes llegaron a la conclusión de que su conocimiento estaba compuesto de proposiciones contradictorias.

– ¿Por qué desarrollaron un sistema de contradicciones? -pregunté.