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Era absolutamente imposible para mí sustraerme de la tremenda atracción de esa grandiosa vista. Comenzó a arrastrarme inexorablemente hacia su interior.

Con autoridad, don Juan susurró que debía girar los ojos si apreciaba en algo la vida. El movimiento me brindó alivio inmediato. De nuevo distinguía la forma del aliado y nuestras imágenes. Después desapareció y volvió a aparecer al otro margen del espejo.

Don Juan me ordenó empuñar el marco con toda mi fuerza. Me advirtió que tuviera calma y que no hiciera movimientos repentinos.

– ¿Qué va a pasar? -susurré.

– El aliado tratará de salirse por el espejo -contestó.

Inmediatamente sentí un poderoso tirón. Algo me sacudió de los brazos. El tirón provenía de por debajo del espejo. Era como una fuerza succionadora que creaba una presión uniforme alrededor de todo el marco.

– Aférrate del marco con firmeza pero no rompas el espejo -ordenó don Juan-. Hazle la lucha. No dejes que el aliado hunda demasiado el espejo.

La fuerza que tironeaba contra nosotros era enorme. Sentí que mis dedos iban a romperse o ser aplastados contra las rocas del fondo del arroyo. En cierto momento don Juan y yo perdimos el equilibrio y tuvimos que saltar de las rocas al agua. Las aguas eran bastante bajas, pero la violenta y aterradora agitación de la fuerza del aliado alrededor del marco del espejo me daba la impresión de que estábamos en un río enorme. El agua giraba locamente en torno a nuestros pies, pero las imágenes en el espejo permanecían inalteradas.

– ¡Cuidado! -gritó don Juan-. ¡Ahí viene!

El tironeo se convirtió en un empujón desde abajo. Algo agarraba al espejo, y no del margen exterior del marco donde don Juan y yo lo sosteníamos sino del interior del vidrio. Era como si la superficie del vidrio fuera en verdad una ventana y algo o alguien estuviera trepando por ella para salirse.

Don Juan y yo luchamos desesperadamente, ya fuera para hundir el espejo cuando lo empujaban hacia arriba, o para empujarlo hacia arriba cuando lo trataban de hundir. Lentamente, en una posición encorvada, nos movimos aguas abajo. El arroyo era allí más profundo y el fondo estaba cubierto de rocas resbalosas.

– Saquemos el espejo del agua y librémonos del aliado -dijo don Juan con voz ronca.

La violenta agitación continuaba sin descanso. Era como si con las manos hubiéramos atrapado un enorme pez que nadaba dando vueltas alocadamente.

Se me ocurrió que, en esencia, el espejo era una media puerta o una escotilla cuadrada. Definitivamente una extraña forma trataba de salir por ella trepándose desde el fondo. Se apoyaba en el margen de la media puerta con un peso formidable, y era lo suficientemente grande para bloquear las imágenes de don Juan y la mía. Yo solamente distinguía una masa que trataba de empujarse hacia arriba.

El espejo estaba hundido pero no reposaba en el fondo del arroyo. Mis dedos no estaban oprimidos contra las piedras. El espejo estaba a media agua, detenida por las fuerzas opuestas del aliado y de nosotros. Don Juan dijo que iba a extender sus manos por abajo del espejo y que yo debía asirlas rápidamente para lograr así un mejor punto de apoyo para alzar el espejo con nuestros antebrazos. Cuando lo soltó, el espejo se inclinó hacia su lado. Rápidamente busqué sus manos pero no había nada por debajo. Titubeé un segundo más de la cuenta y el espejo voló de entre mis manos.

– ¡Agárralo! ¡Agárralo! -gritó don Juan.

Cogí al espejo justo cuando iba a estrellarse sobre unas rocas. Lo saqué del agua, pero no con la rapidez suficiente. El agua parecía goma. Al sacar el espejo también saqué una porción de una pesada sustancia gomosa que simplemente me arrebató el espejo de las manos, regresándolo al agua.

Mostrando una extraordinaria agilidad, don Juan pescó al espejo y lo levantó de lado sin ninguna dificultad.

Nunca en mi vida había sufrido un ataque de tal melancolía. Era una tristeza que no tenía fundamento preciso; la asociaba yo con el recuerdo de las profundidades que vi en el espejo. Era una mezcla de añoranza pura por aquellas profundidades y un absoluto horror de su escalofriante soledad.

Don Juan comentó que en la vida de los guerreros era extremadamente natural el estar triste sin ninguna razón aparente, y que, como campo de energía, el huevo luminoso presiente su destino final cada vez que se rompen las fronteras de lo conocido. Vislumbrar la eternidad que queda fuera del capullo es suficiente para romper la seguridad de nuestro inventario. En ocasiones, la melancolía resultante es tan intensa que puede provocar la muerte.

Dijo que la mejor manera de deshacerse de la melancolía es reírse de ella. Con un tono burlón comentó que mi primera atención hacía todo para restaurar el orden que había sido roto por mi contacto con el aliado. Ya que no había forma de restaurarlo por medios racionales, mi primera atención lo hacía enfocando todo su poder en la tristeza.

Le dije que para mí era innegable que mi melancolía era real. Darme completamente a ella, sentirme abatido, estar taciturno no pertenecían al sentimiento de soledad que se me venía encima al recordar aquellas profundidades.

– Finalmente estás aprendiendo algo -dijo-. Tienes razón. No hay nada más solitario que la eternidad. Y nada es más cómodo para nosotros que la condición humana. Esto es ciertamente otra contradicción, ¿cómo puede el hombre conservar los vínculos de su humanidad y al mismo tiempo aventurarse, con gusto y con propósito, en la absoluta soledad de la eternidad? Cuando logres resolver este acertijo, estarás listo para el viaje definitivo.

Con total certeza, supe entonces la razón de mi tristeza. Era un sentimiento recurrente en mí, algo que siempre olvidaba hasta el momento de enfrentarlo de nuevo: la insignificancia de la humanidad ante la inmensidad de esa cosa-en-sí-misma que vi reflejada en el espejo.

– En verdad, los seres humanos no somos nada, don Juan -dije.

– Sé exactamente lo que estás pensando -dijo-. Por supuesto, no somos nada, pero ¡qué maravillosa contradicción! ¡Qué desafío! ¡Que unas nulidades como nosotros puedan enfrentarse a la soledad de lo eterno!

Abruptamente cambió de tema, dejándome con la boca abierta. Comenzó a hablar de nuestro encuentro con el aliado. Dijo que, en primer lugar, la lucha con el aliado no era un chiste. No había sido realmente una cuestión de vida o muerte, pero tampoco fue un paseo al campo.

– Escogí esa técnica -prosiguió-, porque mi benefactor me la enseñó a mí. Cuando le pedí que me diera un ejemplo de las técnicas de los antiguos videntes, casi se partió de risa; mi petición le recordaba tanto su propia experiencia. Su benefactor, el nagual Elías, también le había dado una ruda demostración de la misma técnica.

Dijo don Juan que como él y su benefactor usaron madera para hacer el marco de sus espejos, debía haberme pedido hacer lo mismo, pero quiso saber lo que pasaría si mi marco era más resistente que el suyo o el de su benefactor. Los de ellos se rompieron, y en ambas ocasiones el aliado salió.

Explicó que en su caso el aliado despedazó el marco. Él y su benefactor se quedaron con dos pedazos de madera en las manos mientras el espejo se hundía y el aliado salía por él. Comentó que en la reflexión de los espejos los aliados no son realmente aterradores porque uno sólo ve una forma, una especie de bulto. Pero una vez que salen, además de ser horrendos a la vista, son un verdadero dolor de cabeza. Me advirtió que una vez que los aliados salen de su nivel les resulta muy difícil regresar. Lo mismo ocurre con el hombre. Si los videntes se adentran al nivel de esas criaturas, es posible que jamás se vuelva a saber de ellos.

– Mi espejo se deshizo con la fuerza del aliado -dijo-. Ya no existía la ventana y el aliado no podía regresar a su nivel así que se me vino encima. Corrió a agarrarme, rodando como una bola. Huí en cuatro patas a una velocidad inverosímil. Gritando como demonio, subí y bajé laderas y cerros como poseído. Durante todo ese tiempo el aliado estaba a centímetros de mí.