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Don Juan dijo que si él hubiera sentido cariño por aquel aliado, el aliado lo hubiera perseguido de todos modos, pero la persecución hubiera tenido otro cariz. Yo le pregunté qué habría pasado si él hubiera controlado su terror. ¿Habría el aliado dejado de perseguirlo? Contestó que controlar el terror era una estratagema de los antiguos videntes. Aprendieron a controlarlo al punto de poder repartirlo. Con su propio terror enganchaban a los aliados, y al darlo de manera gradual, como si fuera alimento, de verdad esclavizaban a los aliados.

– Los antiguos videntes eran hombres aterradores -agregó don Juan y me encaró con una sonrisa burlona-. No debería referirme a ellos en el pasado pluscuamperfecto -continuó- porque incluso el día de hoy son aterradores. Su intención es dominar, ser los amos de todos y de todo.

– ¿Incluso hoy en día, don Juan? -pregunté buscando que me explicara más.

Cambió de tema, dijo que yo había perdido la oportunidad de sentir un terror básico y sin medida. Comentó que la efectiva manera en que yo había sellado el marco del espejo impidió que el agua se colara atrás del vidrio. Consideraba ésto como el factor decisivo que había impedido que el aliado despedazara el marco.

– Qué lástima -dijo-. A lo mejor hasta te hubiera caído simpático ese aliado. Por cierto, no era el mismo que vino a la ventana el día anterior. El segundo era perfectamente utilizable y tenía mucha afinidad contigo.

– ¿Usted tiene aliados, verdad, don Juan? -le pregunté.

– Como tú sabes, tengo los aliados de mi benefactor -dijo-. No puedo decir que siento por ellos el mismo cariño que mi benefactor les tenía. Él era un hombre sereno pero completamente apasionado, que regalaba generosamente todo lo que podía, incluyendo su energía.

– Amaba a sus aliados. Para él no era ninguna pérdida o inconveniente que los aliados usaran su energía y se materializaran. Había uno en particular que incluso podía adoptar la figura humana en una forma grotesca.

Don Juan de pronto comenzó a reír. Y me aseguró que gracias a que él no sentía gran cariño por los aliados, nunca me había asustado con ellos, como lo hizo su benefactor con él. Me contó que mientras estaba inmovilizado en cama, reponiéndose dé su herida en el pecho, tenía mucho tiempo para cavilar y que su benefactor le resultaba un viejo tremendamente extraño. Habiendo logrado escapar a duras penas de las garras de un pinche tirano, don Juan sospechaba que había caído en otra trampa. Su intención era esperar hasta haber recuperado sus fuerzas y entonces huir cuando el viejo no estuviera en casa. Pero el viejo debió leerle el pensamiento porque un día, en tono confidencial, le susurró a don Juan que debía reponerse lo más rápido posible para que ambos pudieran escapar de un hombre monstruoso que lo había capturado y lo tenía de esclavo. Temblando de miedo e impotencia, el viejo señaló la puerta. La puerta se abrió de par en par y un hombre monstruoso, con cara de pez entró al cuarto, con una furia macabra. Su color era un verde grisáceo, tenía un solo ojo enorme que no parpadeaba y era tan alto que apenas cabía en el umbral de la puerta. Don Juan dijo que su sorpresa y su terror fueron tan intensos que se desmayó, y que llevó años liberarse del conjuro de aquel susto.

– ¿Le son útiles sus aliados, don Juan? -pregunté.

– Eso es algo muy difícil de decidir -dijo-. Yo los quiero, a mi manera, y les doy muy poco pero ellos son capaces de corresponder ese poco con afecto inconcebible. Pero aún así son incomprensibles para mí. Me fueron dados para acompañarme por si me quedo desamparado y solo en la eternidad de las emanaciones del Águila.

VII. EL PUNTO DE ENCAJE

Después de mi encuentro con los aliados, don Juan interrumpió durante varios meses su explicación de la maestría de la conciencia de ser. Cierto día volvió a iniciarla al aclarar un extraño acontecimiento.

Don Juan estaba en ese entonces en el norte de México. Ya entrada, la tarde, llegué a la casa que él tenía ahí, y de inmediato me hizo cambiar a un estado de conciencia acrecentada. Al instante recordé que don Juan siempre volvía a Sonora a fin de renovarse. Me había explicado que un nagual, siendo un líder con tremendas responsabilidades, debe tener un punto de referencia físico, un lugar en el mundo donde ocurra una confluencia de energías compatibles con él. Para don Juan, el desierto de Sonora era tal lugar.

Al entrar en la conciencia acrecentada, noté que estaba otra persona escondida en la penumbra dentro de la casa. Le pregunté a don Juan si Genaro estaba con él. Contestó que estaba solo, y que yo había visto a uno de sus aliados, el que cuidaba la casa.

Don Juan hizo un gesto extraño. Contorsionó el rostro como si estuviera sorprendido o aterrado. Y al momento se abrió la puerta del cuarto y apareció la figura de un hombre extraño. La presencia del hombre ese me asustó tanto que me sentí hasta mareado. Y antes de que pudiera recuperarme del susto, el hombre se abalanzó sobre mí con escalofriante ferocidad. Me aferró de los antebrazos y sentí una sacudida bastante parecida a la descarga de una corriente eléctrica baja.

Yo estaba enmudecido, prisionero de un terror que no podía dispersar. Don Juan me sonreía. Balbuceé y gemí, tratando de pedir auxilio, mientras sentía una sacudida aún mayor.

El hombre me apretó con más fuerza y trató de tirarme de espaldas al suelo. Don Juan, sin prisa en la voz; me exhortó a que me serenara y a que no combatiera mi miedo, sino que me dejara llevar por él. Ten miedo sin estar aterrado, dijo. Don Juan vino a mi lado y, sin intervenir en mi lucha, me susurró al oído que debía dirigir toda mi concentración al punto medio de mi cuerpo.

A través de los años, insistió en que yo midiera mi cuerpo, hasta en milímetros, y estableciera su exacto punto medio, tanto a lo largo como a lo ancho. Siempre había dicho que tal punto es un verdadero centro de energía en todos nosotros.

En cuanto hube enfocado mi atención en ese punto medio, el hombre me soltó. Al instante me di cuenta de que no era un ser humano sino algo que sólo tenía una vaga similaridad con el hombre. En cuanto perdió su forma humana para mí, el aliado se convirtió en una masa amorfa de luz opaca. Se alejó de mí. Corrí tras ella, impulsado por una gran fuerza que me hacía seguir a esa luz opaca.

Don Juan me detuvo, y caminó conmigo a la ramada de su casa. Me hizo sentar en un macizo cajón de madera que usaba como banca.

El aliado me perturbó intensamente, pero el hecho de que mi terror hubiera desaparecido de manera tan rápida y completa me perturbaba aún más.

Comenté mi repentino cambio. Don Juan dijo que cambios volátiles como el mío no tenían nada de extraño, y que el miedo se extinguía en cuanto el resplandor de la conciencia cruzaba cierto umbral dentro del capullo del hombre.

Empezó entonces su explicación. Brevemente delineó las verdades acerca del estar consciente de ser que ya habíamos discutido. Que no existe un mundo de objetos, sino sólo un universo de campos energéticos que los videntes llaman las emanaciones del Águila, y que cada uno de nosotros está envuelto en un capullo que encierra una pequeña porción de estas emanaciones. Que la conciencia de ser es el producto de la constante presión que ejercen las emanaciones exteriores, llamadas emanaciones en grande, sobre las emanaciones interiores. Que la conciencia da lugar a la percepción, que ocurre cuando las emanaciones interiores se alinean con las correspondientes emanaciones en grande.