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Lo hice tres veces y quedé profundamente dormido. Era un estado de sueño extremadamente peculiar. Mi cuerpo dormía, pero yo estaba perfectamente consciente de todo lo que ocurría. Escuchaba a don Juan y podía seguir cada una de sus instrucciones, como si estuviera despierto, y sin embargo no podía mover el cuerpo de ningún modo.

Don Juan me advirtió que un hombre iba a pasar frente a la ventana de mi ver y que debería verlo. Traté de mover la cabeza y no pude hacerlo. De pronto, apareció una brillante forma ovoide. Resplandecía. Quedé atónito al verla y, antes de que me recuperara de la sorpresa, había desaparecido. Se alejó, flotando, ondeando de arriba a abajo.

Todo fue tan repentino y rápido que me sentí frustrado e impaciente. Sentí que me comenzaba a despertar. Don Juan volvió a hablarme; me ordenó terminar con mi nerviosidad. Me dijo que no tenía ni derecho ni tiempo para impacientarme. De pronto, apareció y se alejó otro ser luminoso. Parecía hecho de una blanca pelambre fluorescente.

Don Juan me susurró al oído que si así lo deseaba, mis ojos eran capaces de disminuir la velocidad de todo lo que enfocaban. Me advirtió de nuevo que otro hombre se acercaba. Y en ese momento me di cuenta de que había dos voces. La que acababa de escuchar era la misma que me exhortó a tener paciencia. Esa era la voz de don Juan. La otra, la que me decía que usara los ojos para hacer más lento el movimiento, era la voz del ver.

Esa tarde vi a diez seres luminosos en movimiento lento. La voz del ver me orientó para ver en ellos todo lo que don Juan me dijo acerca del resplandor de la conciencia. En el lado derecho de esas luminosas criaturas ovoides, abarcando quizás una décima parte del volumen total del capullo, había una banda vertical con un resplandor ambarino más fuerte. La voz del ver dijo que esa era la banda de la conciencia del hombre. La voz señaló un punto en la banda del hombre, un punto con el brillo intenso; se encontraba sobre la superficie del capullo en la parte superior, casi en la cresta de las formas oblongas; la voz dijo que era el punto de encaje.

Al ver a cada criatura luminosa de perfil, desde el punto de vista de su cuerpo, su forma ovoide era como un gigantesco yoyo asimétrico parado de lado, o como una olla casi redonda que descansaba de lado, con la tapadera puesta. La parte que parecía una tapadera era la placa frontal; abarcaba quizás una quinta parte del grosor del capullo total.

Hubiera seguido viendo a esas criaturas, pero don Juan dijo que tenía que contemplar a la gente cara a cara, mientras vienen hacia mí, y sostener mi contemplación hasta que rompiera la barrera y viera las emanaciones.

Seguí su orden. Casi al instante, vi un brillantísimo despliegue de fibras de luz, vivas, apremiantes. Era una visión deslumbrante que de inmediato rompió mi equilibrio. Caí de lado a la acera de cemento. Desde allí, vi que las apremiantes fibras de luz se multiplicaban; se abrían con una sorda explosión y surgían de ellas miríadas de otras fibras. Pero, aún siendo apremiantes, de alguna manera, las fibras no interferían con mi visión ordinaria. Muchísima gente entraba a la iglesia. Y ya no podía aplicarles mi ver. Había bastantes mujeres y hombres alrededor de la banca. Quería enfocar mis ojos en ellos, pero repentinamente una de esas fibras de luz se hinchó. Se convirtió en una bola de fuego que tenía quizás dos metros de diámetro. Rodó hacia mí. Mi primer impulso fue rodar de lado para quitarme de su camino. Antes de que siquiera pudiera mover un músculo, la bola me había golpeado. La sentí tan claramente como si alguien me hubiera dado un leve puñetazo en el estómago. Un instante después me golpeó otra bola de fuego, esta vez con bastante más fuerza, y entonces, con la mano abierta, don Juan me dio una cachetada en la mejilla. Me incorporé involuntariamente de un salto, y perdí de vista a las fibras de luz y a los globos que me golpeaban.

Don Juan dijo que tuve mi primer breve encuentro con las emanaciones del Águila, pero que un par de empujones de la tumbadora abrieron peligrosamente mi abertura. Agregó que las bolas que me golpearon se llamaban la fuerza rodante, o la tumbadora.

Regresamos a su casa, aunque yo no recordaba cómo ni cuándo. Había pasado horas en un estado semidormido. Don Juan y los otros videntes de su grupo me dieron a beber grandes cantidades de agua. También, durante cortos periodos de tiempo, me sumergieron en una tina de agua helada.

– ¿Esas fibras que vi son las emanaciones del Águila? -le pregunté a don Juan.

– Sí. Pero realmente no las viste -contestó-. En cuanto empezaste a verlas la tumbadora te detuvo. Si hubieras permanecido un momento más te hubiera destruido.

– ¿Qué es exactamente la tumbadora? -pregunté.

– Es una fuerza de las emanaciones del Águila -dijo-. Una fuerza ininterrumpida, que nos golpea a cada instante de nuestras vidas. Cuando se la ve es mortal, pero como no la vemos la ignoramos en nuestra vida ordinaria, porque tenemos escudos protectores. Por ejemplo, estamos permanentemente preocupados con lo que nos pertenece, con nuestra posición frente a otros. Estos escudos no nos protegen de los golpes de la tumbadora, simplemente nos impiden verla directamente, de esta manera nos evitan ser heridos por el susto de ver que las bolas de fuego nos golpean. Los escudos son una gran ayuda y un gran estorbo para nosotros. Nos pacifican y a la vez nos engañan. Nos dan una falsa sensación de seguridad.

Me advirtió que llegaría un momento en mi vida en el que me encontraría sin escudos, ininterrumpidamente a merced de la tumbadora. Dijo que es una fase obligatoria en la vida de un guerrero, conocida como perder la forma humana.

Le pedí que me explicara de una vez por todas qué era la forma humana y qué significa perderla.

Contestó que los videntes describen la forma humana como la fuerza apremiante del alineamiento de las emanaciones, encendidas por él resplandor de la conciencia, en el sitio preciso en el que se encuentra normalmente el punto de encaje. Es la fuerza que nos convierte en personas. Así que, ser una persona es ser forzado a afiliarse con esa fuerza de alineamiento, y en consecuencia, a afiliarse con el sitio preciso donde se origina.

Debido a sus actividades, en un momento dado, los puntos de encaje de los guerreros se desplazan hacia la izquierda. Es un desplazamiento permanente, que resulta en un excepcional sentido de indiferencia, de control o incluso de abandono. Ese desplazamiento implica un nuevo alineamiento de emanaciones, y es el principio de una serie de cambios mayores. De manera muy apropiada, los videntes llaman a este cambio inicial perder la forma humana, porque el movimiento inexorable del punto de encaje, que se aleja de su posición original, resulta en la pérdida irreversible de nuestra afiliación a la fuerza que nos hace personas.

Después cambió el tema y me pidió que describiera todos los detalles que pudiera recordar acerca de las bolas de fuego. Le dije que las había visto tan brevemente que no estaba seguro de poder describirlas en detalle.

Señaló que ver es el eufemismo de mover el punto de encaje, y que si yo movía el mío una fracción más hacia la izquierda tendría una visión clara de las bolas de fuego, un cuadro que entonces podría interpretar como el haberlas recordado.

Traté de hacer lo que me pedía, pero no pude lograrlo, así que describí lo poco que recordaba.

Me escuchó con cuidado y luego me preguntó si eran bolas o círculos de fuego. Le dije que no lo recordaba.