Explicó que esas bolas de fuego son de crucial importancia para los seres humanos porque son la expresión de una fuerza que tiene que ver con todos los detalles de la vida y de la muerte, algo que los nuevos videntes llaman la fuerza rodante.
Le pedí que aclarara lo que quería decir con todos los detalles de la vida y de la muerte.
– La fuerza rodante es el medio a través del cual el Águila distribuye vida y conciencia -dijo-. Pero también es la fuerza que, digamos, cobra la renta. Hace morir a todos los seres vivientes. Lo que viste hoy era llamado la tumbadora por los antiguos videntes.
Dijo que los videntes la describen como una línea eterna de anillos iridiscentes o bolas de fuego que ruedan incesantemente sobre los seres humanos. Los seres orgánicos luminosos son golpeados sin tregua por la fuerza rodante, hasta el día en el que los golpes resultan ser demasiado para ellos y los hacen finalmente desplomarse. Los antiguos videntes quedaron boquiabiertos al ver entonces cómo la fuerza rodante los tumba al pico del Águila para ser devorados. Por esa razón llamaban a esa fuerza la tumbadora.
– ¿Ha visto usted cuando esa fuerza rueda a los seres humanos? -pregunté.
– Claro que la he visto -contestó. Después de una pausa agregó-, tú y yo la vimos hace poco en la Ciudad de México.
Su aseveración me sonó tan absurda que me sentí obligado a decirle que se equivocaba. Se rió y me recordó que en aquella ocasión, mientras ambos estábamos sentados en una banca de la Alameda en la Ciudad de México, fuimos testigos de la muerte de un hombre. Dijo que yo registré el evento en mi memoria cotidiana al igual que mis emanaciones del lado izquierdo.
Mientras don Juan me hablaba tuve la sensación de que algo en mí adquiría progresivamente lucidez, y visualicé con insólita claridad toda la escena en el parque. El hombre yacía sobre el pasto con tres policías de pie a su alrededor, para alejar a la gente. Recordé claramente que don Juan me golpeó la espalda para hacerme cambiar niveles de conciencia. Y entonces vi. Mi ver era imperfecto. Yo era incapaz de deshacerme de la vista del mundo cotidiano. Lo que vi fue una composición de filamentos de los más suntuosos colores, superpuesta a los edificios y al tráfico. Los filamentos eran líneas de luces de colores que provenían de arriba. Poseían vida interna; brillaban y estaban repletas de energía.
Cuando miré al hombre moribundo, vi algo que era a la vez como círculos de fuego, o como plantas rodadoras iridiscentes que rodaban por doquiera. Los círculos rodaban sobre la gente, sobre don Juan, sobre mí. Los sentí en el estómago y me dio náusea.
Don Juan me dijo que enfocara los ojos en el hombre moribundo. En cierto momento lo vi enroscándose como una bola, así como se enrosca una cochinilla de humedad cuando la tocan. Los círculos incandescentes lo hicieron a un lado, como si lo descartaran, quitándolo de su majestuoso e inalterable camino.
No me había gustado esa sensación. Los círculos de fuego no me asustaron; no eran aterradores, ni siniestros. No me sentía mórbido ni sombrío. Más bien, los círculos me provocaron náuseas. Los había sentido en la boca del estómago. Lo que sentí ese día era asco.
Recordarlos me convocó nuevamente la sensación de incomodidad que experimenté en aquella ocasión. Cuando de verdad empecé a vomitar, don Juan se rió hasta perder el aliento.
– Eres un tipo tan exagerado -dijo-. La fuerza rodante no es tan mala. En realidad, es hermosa. Los nuevos videntes recomiendan que nos abramos a ella. Los antiguos videntes también se abrieron a ella, pero por razones y con propósitos guiados sobre todo por la importancia personal y la obsesión.
"En cambio, los nuevos videntes hacen amistad con ella. Se familiarizan con esa fuerza al manejarla sin ninguna importancia personal. El resultado es asombroso, en sus consecuencias.
Dijo que para abrirse uno a la fuerza rodante lo único que se necesita es mover el punto de encaje. El peligro es mínimo si la fuerza es vista de manera intencional. Pero es extremadamente peligroso si es un movimiento involuntario del punto de encaje que se deba quizás a la fatiga física, al agotamiento emocional, a la enfermedad, o simplemente a una crisis menor, como estar asustado o estar ebrio.
– Cuando el punto de encaje se mueve involuntariamente, la fuerza rodante raja el capullo -prosiguió-. Te he hablado muchas veces de la abertura que tiene el hombre debajo del ombligo. No queda realmente debajo del ombligo en sí, sino en el capullo, a la altura del ombligo. La abertura es más como una hendidura, un defecto natural en el liso capullo. Es allí adonde nos golpea incesantemente la tumbadora y donde se raja el capullo.
Explicó que si es leve el movimiento del punto de encaje, la rajadura es muy pequeña, el capullo se repara a sí mismo rápidamente, y la gente experimenta lo que todos percibimos en alguna ocasión: manchas de color y formas distorsionadas, que siguen ahí aunque tengamos los ojos cerrados.
Si el movimiento es considerable, la rajadura también resulta extensa, y le lleva tiempo al capullo repararse, como ocurre en el caso de guerreros que intencionalmente usan plantas de poder para provocar ese movimiento o personas que usan drogas e inadvertidamente hacen lo mismo. En estos casos los hombres se sienten adormecidos y fríos; se les dificulta hablar o pensar; es como si los hubieran congelado por dentro.
Don Juan dijo que cuando el punto de encaje se mueve drásticamente debido a los efectos de un trauma o de una enfermedad mortal, la fuerza rodante produce una rajadura a todo lo largo del capullo; el capullo se desploma, se arrolla sobre sí mismo, y el individuo muere.
– ¿Un cambio intencional también puede producir una rajadura de esa naturaleza? -pregunté.
– A veces -contestó-. Somos realmente frágiles. A medida que la tumbadora nos golpea una y otra vez, la muerte entra dentro de nosotros a través de la abertura. La muerte es la fuerza rodante. Cuando encuentra una debilidad en la abertura de un ser luminoso, automáticamente raja el capullo, lo abre, y lo hace desplomarse.
– ¿Todos los seres vivientes tienen una abertura? -pregunté.
– Claro -repuso-. Si no la tuvieran no morirían. Sin embargo, las aberturas son diferentes en cuanto a tamaño y configuración. La abertura del humano es una depresión, como plato hondo, del tamaño de un puño, una configuración muy frágil y vulnerable. Las aberturas de otras criaturas orgánicas son muy parecidas a la del humano; algunas son más fuertes que la nuestra y otras son más débiles. Pero la abertura de los seres inorgánicos es verdaderamente diferente. Es más bien como un hilo largo, un cabello de luminosidad; en consecuencia, los seres inorgánicos son mucho más durables que nosotros.
"Hay algo persistentemente atrayente en la larga vida de esas criaturas, y los antiguos videntes no pudieron resistir esa atracción.
Dijo luego que la misma fuerza puede producir dos efectos diametralmente opuestos. Cómo resultado de sus labores, los antiguos videntes se vieron aprisionados por la fuerza rodante, y también como resultado de sus labores, la fuerza rodante dio a los nuevos videntes el don de la libertad. Al familiarizarse con la fuerza rodante a través de la maestría del intento, en cierto momento, los nuevos videntes abren sus capullos y la fuerza los inunda en vez de enroscarlos como una cochinilla de humedad. El resultado final es su desintegración total e instantánea.
Le hice muchas preguntas sobre la supervivencia de la conciencia después de que el ser luminoso es consumido por el fuego interior. No me contestó. Simplemente se rió, encogió los hombros y prosiguió su explicación. Dijo que la obsesión de los antiguos videntes con la tumbadora les impidió ver el otro lado de esa fuerza. Los nuevos videntes, al rechazar la tradición, con su acostumbrada dedicación se fueron hasta el otro extremo. Al principio, estaban totalmente en contra de ver a la tumbadora; alegaban que tenían que entender la fuerza de las emanaciones en grande cuando conferían vida y acrecentaban la conciencia.