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Llegamos al grupo de arbustos y nos sentamos como pudimos. En voz baja, don Juan comenzó a explicar que para poder obtener energía de la tierra, los antiguos videntes solían enterrarse durante periodos, dependiendo de la importancia de lo que querían lograr. Mientras más difícil su objetivo, más largo el periodo de entierro.

Don Juan se puso de pie, y de manera melodramática me mostró un punto a unos cuantos metros de donde estábamos.

– Ahí están sepultados dos antiguos videntes -dijo-. Se enterraron ahí hace dos mil años, para evitar la muerte, no con ánimo de huir de ella sino con ánimo de desafiarla.

Don Juan le pidió a Genaro que mostrara el sitio exacto en el que estaban enterrados. Me volví para ver a Genaro; estaba sentado a mi lado, profundamente dormido otra vez. Pero, para mí total asombro, se incorporó de un salto y ladró como perro y corrió en cuatro patas hasta el punto que señalaba don Juan. Corrió luego alrededor del sitio, imitando a la perfección a un perro pequeño.

Su actuación me pareció divertidísima. Don Juan casi se tendía en el suelo de la risa.

– Genaro te ha mostrado algo extraordinario -dijo don Juan después de que Genaro hubo regresado adonde estábamos y se volvió a dormir-. Te ha enseñado algo acerca del punto de encaje y del ensoñar. Ahora está ensoñando, pero puede actuar como si estuviera completamente despierto y escucha todo lo que dices. Desde esa posición puede hacer más que si estuviera despierto.

Durante un momento se calló, como si sopesara lo que iba a decir enseguida. Genaro roncaba rítmicamente.

Don Juan comentó lo fácil que le resultaba encontrar defectos en todo lo que hicieron los antiguos videntes, y sin embargo, nunca se cansaba de repetir lo maravillosos que eran sus logros. No sólo descubrieron y usaron el levantón de la tierra, sino que también descubrieron que si permanecían sepultados, sus puntos de encaje alineaban emanaciones que de ordinario eran inaccesibles, y que un alineamiento tal empleaba la extraña e inexplicable capacidad de la tierra para desviar los golpes incesantes de la fuerza rodante. En consecuencia, desarrollaron las más asombrosas y complejas técnicas, para sepultarse por periodos extremadamente largos, sin daño alguno. En su lucha contra la muerte, aprendieron a alargar esos periodos hasta abarcar milenios.

Era un día nublado, y cuando cayó la noche, todo quedó en profunda oscuridad. Don Juan se incorporó, y sosteniendo al sonámbulo Genaro, nos guió hacia una enorme piedra ovalada plana que me llamó la atención desde el momento en que llegamos. Se parecía a la roca plana donde estuvimos antes, pero era más grande. Se me ocurrió que, a pesar de su enormidad, esa roca fue colocada allí a propósito.

– Este es otro sitio -dijo don Juan-. Esta enorme roca fue puesta aquí como trampa, para atraer a la gente. Pronto sabrás por qué.

Sentí que un escalofrío me recorrió el cuerpo. Pensé que me iba a desmayar. Sabía que, definitivamente, reaccionaba de manera exagerada, y quería decir algo al respecto, pero don Juan siguió hablando, susurrando con voz ronca. Dijo que puesto que Genaro ensoñaba, tenía suficiente control sobre su punto de encaje para moverlo hasta poder alcanzar las emanaciones específicas que despertarían a todos los que estaban enterrados alrededor de esa roca. Me recomendó que tratara de mover mi punto de encaje, y que siguiera al de Genaro. Dijo que podría hacerlo, primero si yo tenía el intento inflexible de moverlo, y segundo, si dejaba que el contexto de la situación dictara hacia dónde debía moverse.

Después de pensarlo un momento me susurró al oído que no me preocupara de los procedimientos porque, en realidad, la mayoría de las cosas verdaderamente extrañas que le pasan a los videntes, o aún al hombre común, ocurren de por sí, con la sola intervención del intento.

Guardó silencio durante un momento y agregó que, para mí, el peligro consistía en que los videntes sepultados inevitablemente tratarían de matarme de un susto. Me exhortó a seguir los movimientos de Genaro, y a mantener la calma y a no sucumbir ante el miedo.

Desesperadamente, luché contra mi náusea. Don Juan me tomó de los antebrazos y me dijo que si yo no paraba de jugar al inocente expectador, iba a acabar de jugador profesional. Me aseguró que yo no estaba consciente de negarme a dejar moverse a mi punto de encaje, pero que todos los seres humanos hacen lo mismo.

Algo te va a hacer sacudirte en tus pantalones del susto -susurró-. No te rindas, porque si lo haces morirás, y los viejos buitres que están enterrados aquí se van a dar un festín con tu energía.

– Salgamos de aquí -le rogué-. Realmente no tengo ningún interés que me dé usted un ejemplo de lo grotesco que eran los antiguos videntes.

– Es demasiado tarde -dijo Genaro plenamente despierto y de pie a mi lado-. Aunque tratáramos de huir, los dos videntes y sus aliados en el otro sitio nos cortarían el paso. Ya hicieron un círculo a nuestro alrededor. Ahorita hay como dieciséis conciencias enfocadas en ti.

– ¿Quiénes son? -le susurré al oído a Genaro.

– Los cuatro videntes y su corte -contestó-. Han estado conscientes de nosotros desde que llegamos.

Yo quería dar la media vuelta y correr como alma que lleva el diablo, pero don Juan me tomó del brazo y señaló al cielo. Me di cuenta de que tuvo lugar un cambio notable en la visibilidad. En vez de la oscuridad total que prevalecía, había un agradable crepúsculo matutino. Rápidamente me orienté con los puntos cardinales. Definitivamente, el cielo se veía más claro hacia el este.

Sentí una extraña presión alrededor de la cabeza. Me zumbaban los oídos. Tenía frío y fiebre a la vez. Jamás había sentido tanto miedo, pero lo que más me molestaba era una engorrosa sensación de derrota, de ser un cobarde. Me sentí nauseabundo y miserable.

Don Juan me susurró al oído que tenía que estar alerta, porque en cualquier momento los tres sentiríamos el embate de los antiguos videntes.

– Si quieres, te puedes agarrar de mí -dijo Genaro con un rápido susurro, como si algo lo aguijoneara.

Titubee por un instante. No quería que don Juan pensara que yo tenía tanto miedo que necesitaba agarrarme de Genaro.

– ¡Ahí vienen! -dijo Genaro susurrando con fuerza.

Para mí, el mundo se paró de cabeza, en un instante, cuando algo me aferró del tobillo izquierdo. Sentí el frío de la muerte en todo el cuerpo. Sabía que había pisado unas tenazas de hierro, quizás una trampa para osos. Todo eso relampagueó en mi mente antes de que soltara un grito penetrante, tan intenso como mi miedo.

Don Juan y Genaro se rieron a viva voz. Estaban a mis costados, a no más de un metro, pero yo estaba tan aterrado que ni siquiera los veía.

– ¡Canta! ¡Canta por lo que más quieras! -escuché que don Juan me ordenaba en voz baja.

Traté de liberar mi pie. Sentí una punzada, como si agujas me penetraran la piel. Una y otra vez, don Juan insistía en que cantara. Él y Genaro comenzaron a cantar una canción ranchera. Genaro declamaba la letra mientras me miraba a escasos ocho centímetros de distancia. Sus voces estaban roncas, y cantaban tan mal, perdiendo de tal manera el aliento y saliéndose tanto del registro de sus voces que acabé riéndome.

– Canta, o perecerás -me dijo don Juan.

– Hagamos un trío -dijo Genaro-. El trío los calaveras y cantemos un bolero.

Me uní a ellos en un trío desafinado. Como borrachos, cantamos durante un buen rato, a todo pulmón. Sentí que poco a poco, la empuñadura de hierro soltaba mi pierna. No me atrevía a mirar mi tobillo. En cierto momento lo hice, y me di cuenta de que no era una trampa lo que me aferraba. ¡Una forma oscura, como una cabeza, me mordía!