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Sólo un esfuerzo supremo impidió que me desmayara. Sentí que iba a vomitar y automáticamente me incliné hacia adelante, pero algo o alguien con fuerza sobrehumana me asió de los codos y de la nuca y no me dejó moverme. Ensucié toda mi ropa.

Mi repugnancia era tan completa que comencé a caer, desmayado. Don Juan me salpicó la cara con agua que tomó de una pequeña calabaza que siempre llevaba consigo cuando íbamos a las montañas. El agua se deslizó por debajo del cuello de mi camisa. La frialdad restauró mi equilibrio físico, pero no afectó a la fuerza que me sostenía de los codos y del cuello.

– Creo que tu pinche miedo ya se sale de la medida -dijo don Juan en voz alta y con un tono tan práctico que creó inmediatamente una sensación de orden.

– Cantemos de nuevo -agregó-. Cantemos una canción con sustancia, ya no quiero más boleros.

Silenciosamente le agradecí su sobriedad y su gran estilo. Me conmovió tanto escucharlos cantar " La Valen tina", que comencé a llorar.

Si porque tomo tequila,

mañana tomo jeréz.

Si porque me ves borracho,

mañana ya no me ves.

Valentina, Valentina,

Rendido estoy a tus pies.

Si me han de matar mañana

que me maten de una vez.

Todo mi ser se cimbró bajo el impacto de esa inconcebible yuxtaposición de valores. Jamás había significado tanto para mí una canción. Al escucharlos cantar, algo que generalmente consideraba sentimentalismo pueril, creí entender el carácter del guerrero. Don Juan me inculcó que los guerreros viven con la muerte al lado, y de saber que la muerte está con ellos extraen el valor para enfrentar cualquier cosa. Don Juan había dicho que lo peor que podía pasarnos es que tenemos que morir, y puesto que ése ya es nuestro inalterable destino estamos libres; aquéllos que han perdido todo ya no tienen nada qué temer. La Valentina en ese contexto era simplemente sublime.

Caminé hasta don Juan y Genaro y los abracé para expresar mi ilimitada gratitud y admiración por ellos. Sin decir palabra don Juan me tomó del brazo y me llevó a sentarme a la roca plana.

– Ahora, la función está a punto de comenzar -dijo Genaro con tono jovial mientras trataba de encontrar una posición cómoda para sentarse-. Acabas de pagar tu boleto de entrada. Lo tienes embarrado en todo el pecho.

Me miró, y los dos soltaron la risa.

– No te sientes demasiado cerca de mí -dijo Genaro-. Y mejor siéntate al otro lado de mí. Quiero estar a favor del viento, porque no hueles muy bien que digamos.

Cuando pararon de reír, Genaro me habló otra vez.

– No te alejes mucho -dijo-. Los antiguos videntes aún no acaban con sus trucos.

Me acerqué a ellos todo lo que permitía la cortesía. Durante un instante me preocupé de mi estado, pero al otro instante todos mis escrúpulos se volvieron una tontería al darme cuenta de que algunas personas se acercaban a nosotros. No podía ver claramente sus formas pero distinguí una masa de figuras humanas que se movía en la penumbra. No traían linternas, y a esa hora las hubieran necesitado. De alguna manera, ese detalle me preocupó muchísimo. No quise enfocarlo e intencionalmente comencé a pensar de manera racional. Supuse que debíamos haber hecho tanto barullo con nuestro canto a todo pulmón y que esas personas venían a investigar. Don Juan me tocó el hombro. Con un movimiento del mentón señaló a los hombres que venían al frente del grupo.

– Esos cuatro son los antiguos videntes -dijo-. Los demás son sus aliados.

Antes de que yo pudiera comentar que simplemente esos eran campesinos locales, escuché un sonido susurrante justo a mis espaldas. En un estado de alarma total volví la cabeza con toda rapidez. Mi movimiento fue tan repentino que el aviso de don Juan llegó demasiado tarde.

– ¡No vuelvas la cabeza! -lo oí gritar.

Sus palabras no eran más que un telón de fondo, no significaban nada para mí. Al volverme, vi que tres hombres grotescamente deformados treparon a la roca justo detrás de mí; en una mueca de pesadilla se arrastraban hacia mí con las bocas abiertas y los brazos extendidos para agarrarme.

Mi intención fue gritar a todo pulmón, pero lo que brotó fue un graznido agonizante, como si algo obstruyera mi garganta. Automáticamente, rodé para eludirlos y caí al suelo.

Al incorporarme, don Juan saltó hasta mi lado, en el momento preciso en que descendían sobre mí como buitres una horda de hombres dirigidos por aquéllos que don Juan había señalado. Chillaban como murciélagos o ratas. Aterrado, grité. Esta vez pude dar un grito penetrante.

Tan ágil como un atleta en plena forma, don Juan me arrebató de sus garras y me subió a la roca. Con voz imponente me dijo que no volviera la cabeza, por muy asustado que estuviera. Dijo que los aliados no pueden empujar en absoluto, pero que sí podían asustarme y hacerme caer al suelo. Una vez en el suelo, los aliados sí podían aprisionar a cualquiera. Si caía en el suelo junto al sitio en el que estaban enterrados los videntes, estaría a su merced. Me harían pedazos mientras los aliados me detenían. Agregó que no me dijo todo eso antes porque tenía la esperanza de que me vería obligado a ver y a entenderlo todo por mí mismo. Su decisión casi me costó la vida.

La sensación de que los hombres grotescos estaban justo a mis espaldas era casi insoportable. Con fuerza, don Juan me ordenó conservar la calma y enfocar mi atención en los cuatro hombres que estaban a la cabeza de un grupo de quizá diez o doce. Como si esperaran una señal, en cuanto enfoqué mis ojos en ellos, todos avanzaron hasta el borde de la roca. Ahí se detuvieron y comenzaron a silbar como serpientes. Caminando, se alejaban y se acercaban. Su movimiento parecía estar sincronizado. Era tan consistente y ordenado que parecía ser mecánico. Era como si siguieran un patrón repetitivo, diseñado para hipnotizarme.

– No los mires, corazón -me dijo Genaro como si le hablara a un niño.

La risa que me salió fue casi tan histérica como mi miedo. Me reí con tanta fuerza que el sonido reverberó en los cerros cercanos.

Al momento, los hombres se detuvieron y parecieron quedar perplejos. Distinguía las formas de sus cabezas que subían y bajaban, como si hablaran, como si deliberaran entre ellos. Entonces uno de ellos saltó a la roca.

– ¡Cuidado! ¡Ese es un vidente! -exclamó Genaro.

– ¿Qué vamos a hacer? -grité.

– Podríamos volver a cantar -contestó don Juan con ecuanimidad.

En ese momento mi terror llegó a su punto culminante. Empecé a saltar y a rugir como animal. El hombre saltó al suelo.

– Ya no le hagas caso a esos payasos -dijo don Juan-. Hablemos como de costumbre.

Dijo que fuimos ahí buscando esclarecimientos, y que yo estaba fracasando miserablemente. Tenía que reorganizarme. Lo primero que debía yo de hacer era entender que mi punto de encaje se había movido y que ahora hacía resplandecer a emanaciones oscuras. El llevar los sentimientos de mi estado de conciencia cotidiano al mundo que había alineado era en verdad una farsa, porque el miedo sólo prevalece entre las emanaciones de la vida diaria.

Le dije que si es que mi punto de encaje se había movido como él decía, yo tenía nuevas para él. Mi terror era infinitamente mayor y más devastador que cualquier cosa que jamás hubiera experimentado en mi vida diaria.

– Te equivocas -dijo-. Tu primera atención está confundida y no quiere ceder el control, eso es todo. Tengo la impresión de que podrías caminar derechito hasta esas criaturas y enfrentarlas y que no te harían nada.

Insistí que definitivamente no estaba en ninguna condición para poner a prueba algo tan disparatado.