Después empezó una elucidación extremadamente inquietante acerca del molde del hombre. Dijo que tanto los antiguos videntes como los místicos de nuestro mundo tienen una cosa en común, han podido ver el molde del hombre pero no entienden lo que es. A lo largo de los siglos, los místicos nos han legado conmovedores relatos de sus experiencias. Pero, por muy hermosos que sean, estos relatos se ven estropeados por el craso y desesperante error de pensar que el molde del hombre es un omnipotente y omnisciente creador; los antiguos videntes estaban igualmente errados al creer que el molde del hombre era un espíritu amistoso, un protector.
Me aseguró que los nuevos videntes eran los únicos que tenían la sobriedad para ver el molde del hombre y para entender lo que es. Lo que han llegado a entender es que el molde del hombre no es un creador, sino el molde de todos los atributos humanos que podamos concebir, y de algunos que ni siquiera podemos concebir. El molde es nuestro Dios porque nos acuñó como lo que somos y no porque nos ha creado de la nada haciéndonos en su imagen y semejanza. Don Juan dijo que, en su opinión, el caer de rodillas en presencia del molde del hombre exhuda arrogancia y autocentrismo humano.
Conforme escuchaba la explicación de don Juan, me preocupé terriblemente. Aunque jamás me consideré un católico practicante, me escandalizaron sus blasfemas implicaciones. Lo estuve escuchando con atención y cortesía, pero ansiaba una pausa en su andanada de sacrilegios para poder cambiar de tema. Pero, sin tregua, siguió recalcando su punto de vista. Finalmente, lo interrumpí y le dije que yo creía en la existencia de Dios.
Repuso que mi creencia estaba basada en la fe y que, como tal, era una convicción de segunda mano que no significaba nada; como la de todos los demás, mi creencia en la existencia de Dios estaba basada en un rumor que circulaba y no en el acto de ver.
Me aseguró que aunque yo fuera capaz de ver, era seguro que cometería el mismo error de todos los místicos. Cualquiera que vea el molde del hombre supone automáticamente que es Dios.
Dijo que la experiencia mística era un ver fortuito, algo que sucedía una sola vez en la vida, y que no tenía significado alguno porque era el resultado de un movimiento al azar del punto de encaje. Aseveró que los nuevos videntes eran realmente los únicos que podían emitir un juicio justo sobre este asunto, porque ellos eliminaron el ver fortuito y eran capaces de ver el molde del hombre cuantas veces quisieran.
Por lo tanto, vieron que lo que llamamos Dios es un prototipo estático de lo humano, sin poder alguno. El molde del hombre no puede, bajo ninguna circunstancia, ayudarnos interviniendo a nuestro favor, ni puede castigarnos por nuestras maleficencias, ni recompensarnos de ninguna manera. Somos simplemente el producto de su sello, somos su impresión. El molde del hombre es exactamente lo que dice su nombre, un cuño, una forma, una moldura que agrupa a un haz particular de elementos, de fibras luminosas, que llamamos hombre.
Lo que dijo me hundió en un estado de gran angustia. Pero no parecía preocuparle mi genuina agitación. Siguió aguijoneándome con lo que llamaba el crimen imperdonable de los videntes fortuitos, que nos hacen enfocar nuestra energía irreemplazable en algo que no tiene absolutamente ningún poder para hacer nada. Mientras más hablaba, más crecía mi disgusto. Cuando me vi tan molesto que estaba a punto de gritarle, me hizo entrar en un estado de conciencia acrecentada aún más profundo. Me golpeó en el lado derecho, entre la cadera y las costillas. Ese golpe me hizo remontarme hasta una luz radiante, al corazón de una diáfana fuente de la más pacífica y exquisita beatitud. Esa luz era un refugio, un oasis en la negrura que me rodeaba.
Desde mi punto de vista subjetivo, vi esa luz durante un periodo de tiempo incalculable. El esplendor de esa visión rebasaba todo lo que pueda decir, y sin embargo no podía deducir qué era lo que la hacía tan hermosa. Me vino entonces la idea de que su belleza surgía de un sentido de la armonía, de una sensación de paz y descanso, de haber arribado, de finalmente estar a salvo. Me sentí inhalar y exhalar, con quietud y alivio. ¡Qué espléndida sensación de plenitud! Supe, sin sombra de duda, que ahora estaba cara a cara con Dios, con el origen de todo. Y sabía que Dios me amaba. Dios era amor y perdón. La luz me bañó, y me sentí limpio, liberado. Lloré incontrolablemente, sobre todo por mí mismo. La visión de esa luz resplandeciente me hizo sentirme indigno, despreciable.
De pronto, escuché la voz de don Juan en mi oído. Dijo que tenía que ir más allá del molde, que el molde era simplemente una fase, un momento de respiro que le brindaba paz y serenidad transitoria a aquéllos que viajan hacia lo desconocido, pero que era estéril, estático. Era a la vez una imagen plana reflejada en un espejo y el espejo en sí. Y la imagen era la imagen del hombre.
Resentí apasionadamente lo que decía don Juan; me rebelé contra sus palabras blasfemas y sacrílegas. Quería insultarlo, pero no podía romper el poder de retención de mi ver. Estaba atrapado en él. Don Juan parecía saber con exactitud cómo me sentía y lo que quería decirle.
– No puedes insultar al nagual -dijo en mi oído-. Es el nagual quien te permite ver. La técnica es del nagual, el poder es del nagual. El nagual es el guía.
Fue en ese momento en el que me di cuenta de algo acerca de la voz en mi oído. No era la voz de don Juan, aunque era muy parecida. También, la voz tenía razón. El instigador de esa visión era el nagual Juan Matus. Eran su técnica y su poder los que me hacían ver a Dios. Dijo que no era Dios, sino el molde del hombre; yo sabía que tenía razón. Sin embargo, no podía admitirlo, no por irritación o necedad, sino simplemente por la absoluta lealtad y el amor que yo sentía por la divinidad que estaba frente a mí.
Mientras contemplaba la luz con toda la pasión de la que yo era capaz, la luz pareció condensarse y vi a un hombre. Un hombre brillante que exudaba carisma, amor, comprensión, sinceridad, verdad. Un hombre que era la suma total de todo lo que es bueno.
El fervor que sentí al ver a ese hombre traspasaba todo la que había sentido en la vida. Caí de rodillas. Quería adorar a Dios personificado, pero don Juan intervino y me golpeó en la parte superior izquierda del pecho, cerca de la clavícula, y perdí de vista a Dios.
Quedé presa de un sentimiento mortificante, una mezcla de remordimiento, júbilo, certezas y dudas. Don Juan se burló de mí. Me llamó piadoso y descuidado y dijo que yo podría ser un gran sacerdote, un cardenal; podía incluso hacerme pasar por un líder espiritual que había tenido una visión fortuita de Dios. Jocosamente, me instó a comenzar a predicar y a describirle a todos cómo era Dios.
De manera muy casual pero aparentemente interesada dijo algo que era mitad pregunta, mitad aseveración.
– ¿Y el hombre? -preguntó-. No puedes olvidar que Dios es un varón.
Mientras entraba en un estado de gran claridad, comencé a tomar conciencia de la enormidad de lo que me decía.
– Qué conveniente, ¿eh? -agregó don Juan sonriendo-. Dios es un varón. ¡Qué alivio!
Después de relatarle a don Juan lo que recordaba, le pregunté acerca de algo que acababa de parecerme terriblemente extraño. Obviamente, para poder ver el molde del hombre mi punto de encaje se había movido. El recuerdo de los sentimientos y entendimientos que me sucedieron entonces era tan vivido que me dio una sensación de absoluta futilidad. Sentía ahora todo lo que había hecho y sentido en aquel entonces. Le pregunté cómo era posible que, habiendo tenido una comprensión tan clara la hubiera olvidado de manera tan completa. Era como si nada de lo que me ocurrió en aquella ocasión importara, puesto que siempre tenía que partir del punto número uno, a pesar de lo que hubiera podido avanzar en el pasado.