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De inmediato, don Juan se dio cuenta de mis cavilaciones.

– No dejes que te monte la importancia personal -dijo-. No eres de ninguna manera especial. Ninguno de nosotros lo somos, indios y no indios. El nagual Julián y su benefactor agregaron años de felicidad a sus vidas riéndose de nosotros.

Genaro volvió a subirse a la roca, con agilidad felina, y se sentó a mi lado.

– Si yo fuera tú, me sentiría tan pinche, tan avergonzado que lloraría -me dijo-. Llora. Llora a tus anchas y te sentirás mejor.

Para mi completo asombro, comencé a sollozar. Luego me enojé tanto que rugí con furia. Sólo entonces me sentí mejor.

Don Juan me sacudió del brazo. Me dijo que por lo general la furia da cordura, o que a veces el miedo, o el humor dan cordura. Mi naturaleza violenta hacía que la cordura me viniera a través de la furia.

Agregó que me había debilitado debido a un cambio repentino en el resplandor de la conciencia. Ellos dos habían estado tratando de ayudarme por un largo rato. Aparentemente, Genaro lo había logrado al hacerme rabiar.

Para entonces ya era casi de noche. De pronto, Genaro señaló hacia algo que se movía al nivel de los ojos. En el crepúsculo parecía ser una gran mariposa nocturna que volaba alrededor del lugar en el que estábamos sentados.

– Ten mucho cuidado, tú eres muy exagerado -me dijo don Juan-. No te agites. Deja que Genaro te guíe y no desvíes tu mirada de ese punto que se mueve.

Definitivamente, lo que se movía era una mariposa nocturna. Yo podía distinguir con claridad todos sus detalles. Seguí su vuelo tortuoso y lento hasta que pude ver cada partícula de polvo en sus alas.

Algo me sacó de mi total absorción. Justo a mis espaldas sentí un parpadeo, un ruido silencioso, como si tal cosa fuera posible. Me volví y descubrí que había toda una hilera de gente alineada en el otro borde de la roca, el borde que quedaba un poco más alto que aquel en que estábamos sentados. Supuse que la gente de los alrededores, sospechosos al vernos en la vecindad por todo el día, había llegado con la intención de hacernos daño. Reconocí sus intenciones al instante.

Don Juan y Genaro, sin ponerse de pie, se deslizaron al suelo. De allí, los dos me dijeron al unísono que me bajara de inmediato. Nos alejamos de la roca sin volvernos a mirar si la gente nos seguía. Don Juan y Genaro se rehusaron a hablar mientras caminábamos de regreso a la casa de Genaro. Don Juan incluso me hizo callar con un feroz gruñido, llevando un dedo a sus labios. Genaro no entró a la casa, sino que siguió caminando mientras don Juan abrió la puerta y me empujó adentro.

– ¿Quiénes eran esas personas, don Juan? -le pregunté cuando los dos estábamos sentados y había encendido la lámpara.

– Esos no eran gente -contestó.

– Vamos, don Juan no me venga con esas -dije-. Eran gente como usted y yo, los vi con mis propios ojos.

– Claro que los viste con tus propios ojos -repuso-, pero eso no significa nada. Tus ojos te engañaron. Esos no eran gente como tú y yo, y te estaban siguiendo. Genaro tuvo que alejarlos de ti.

– Si no eran gente, ¿qué eran entonces?

– Ah, ahí está el misterio -dijo-. Es un misterio del resplandor de la conciencia y no puede resolverse con raciocinios. Ese misterio sólo se puede presenciar.

– Déjeme presenciarlo entonces -dije.

– Pero ya lo hiciste, dos veces en un día -dijo-. En este momento no recuerdas lo que has visto, sin embargo lo recordarás cuando vuelvas a encender las emanaciones que resplandecían cuando estabas viendo el misterio al que me estoy refiriendo. Mientras tanto, volvamos a nuestra explicación.

Reiteró que la conciencia de ser comienza con la presión permanente que ejercen las emanaciones en grande sobre las del interior del capullo. Esta presión produce el primer acto de conciencia; detiene el movimiento de las emanaciones atrapadas, que incesantemente luchan por romper el capullo para salir, para morir.

– Los videntes saben que en verdad todos los seres vivientes luchan por morir -continuó-. Lo que detiene a la muerte es estar consciente de ser.

Don Juan dijo que los antiguos videntes se vieron profundamente perturbados por el hecho de que la conciencia detiene a la muerte y a la vez la induce al ser alimento para el Águila. Como no podían explicar esta contradicción, porque no hay manera racional de comprender la existencia, los videntes llegaron a la conclusión de que su conocimiento estaba compuesto de proposiciones contradictorias.

– ¿Por qué desarrollaron un sistema de contradicciones? -pregunté.

– No desarrollaron nada -repuso-. Viendo descubrieron verdades indiscutibles. Esas verdades están ordenadas en términos de contradicciones supuestamente flagrantes, eso es todo.

"Por ejemplo, los videntes tienen que ser seres metódicos, racionales, parangones de sobriedad, y a la vez deben rehusar todas esas cualidades para poder ser completamente libres y abrirse a las maravillas y misterios de la existencia.

Su ejemplo me dejó confundido, pero no en extremo. Comprendí lo que quería decir. Él mismo había patrocinado mi racionalidad sólo para triturarla y exigir que no la tuviera. Le dije cómo entendía su punto de vista.

– Sólo un sentimiento de suprema sobriedad puede tender un puente entre las contradicciones -dijo.

– ¿Podría decirse, don Juan, que el arte es ese puente?

– Al puente entre las contradicciones, lo puedes llamar como quieras, arte, sobriedad, amor, o incluso gentileza, gracia.

Don Juan siguió con su explicación y dijo que, al examinar el resplandor de la conciencia, los nuevos videntes hallaron que todos los seres orgánicos, excepto el hombre, aquietan las emanaciones atrapadas dentro de sus capullos para que ellas puedan alinearse con sus correspondientes emanaciones en grande. Los seres humanos en lugar de eso hacen que su primera atención tome un inventario de las emanaciones del Águila en el interior de sus capullos.

– ¿Qué es un inventario, don Juan? -pregunté.

– Los seres humanos prestan atención a las emanaciones que tienen en el interior de sus capullos -contestó-. Ninguna otra criatura hace eso. En el momento en el que la presión de las emanaciones en grande fija a las emanaciones interiores, la primera atención comienza a observarse a sí misma. Anota todo acerca de sí misma, o por lo menos intenta hacerlo, de maneras aberrantes. Este es el proceso que los videntes llaman hacer un inventario.

"Con esto no quiero decir que los seres humanos eligen hacer un inventario, o que pueden rehusar hacerlo. Hacer un inventario es una orden del Águila. Sin embargo, lo que queda sujeto a la voluntad del hombre es la forma en que se obedece ese comando.

Dijo que aunque no le gustaba llamar comandos a las emanaciones, eso es lo que son: comandos que nadie puede desobedecer. No obstante, la manera de no obedecer las órdenes radica en obedecerlas.

– En el caso del inventario de la primera atención -continuó-, los videntes hacen el inventario, porque no pueden desobedecer. Pero una vez que lo han hecho lo tiran por la ventana. El Águila no nos ordena adorar nuestro inventario: nos ordena hacerlo, esto es todo.

– ¿Cómo ven los videntes que el hombre hace un inventario? -pregunté.

– Las emanaciones interiores del hombre no se aquietan con objeto de aparejarse con las exteriores -contestó-. Esto es evidente después de ver lo que hacen otras criaturas. Al aquietarse, algunas de ellas, se funden con las emanaciones en grande y se mueven con ellas. Por ejemplo, los videntes pueden ver cómo se expande a gran tamaño la luz de las emanaciones de los escarabajos.

"Pero los seres humanos aquietan sus emanaciones y reflexionan en ellas. Las emanaciones se concentran en sí mismas.

Dijo que los seres humanos llevan el comando de hacer un inventario a un extremo lógico y hacen caso omiso de todo lo demás. Una vez que están profundamente involucrados en el inventario, pueden ocurrir dos cosas. Pueden ignorar los impulsos de las emanaciones en grande, o pueden utilizar esos impulsos de una manera muy especializada.