"Sin embargo, hubo videntes que escaparon a ese destino -prosiguió don Juan-, grandes hombres que, a pesar de ver, nunca dejaron de ser hombres de conocimiento. Estoy convencido de que, bajo su dirección, las poblaciones de ciudades enteras penetraron en los mundos que veían, y de ellos no volvieron a salir jamás.
"Pero los videntes que podían sólo ver fueron un fracaso, y cuando su tierra fue invadida por pueblos conquistadores se encontraron tan indefensos como todos los demás.
"Esos conquistadores -continuó- se apoderaron del mundo tolteca, se apropiaron de todo, pero nunca aprendieron a ver.
– ¿Por qué cree usted que nunca aprendieron a ver? -pregunté.
– Porque copiaron los procedimientos de los videntes toltecas sin tener el conocimiento interno que los acompaña. Hasta la fecha hay cantidades de brujos por todo México, descendientes de esos conquistadores, que siguen imitando a los toltecas, pero sin saber lo que hacen, o lo que dicen, porque no son videntes.
– ¿Quiénes fueron esos conquistadores, don Juan?
– Otros indios -dijo-. Cuando llegaron los españoles, los antiguos videntes habían desaparecido hacía ya siglos. Lo que encontraron los españoles fue una nueva casta de videntes que comenzaba ya a asegurar su posición en un nuevo ciclo.
– ¿Qué cosa es una nueva casta de videntes?
– Después que el mundo de los primeros toltecas fue destruido, los videntes que sobrevivieron se recluyeron y empezaron un recuento de sus prácticas. Lo primero que hicieron fue establecer el acecho, el ensoñar y el intento como los procedimientos claves, luego descontinuaron el uso de las plantas de poder; quizás eso nos da cierta idea de lo que realmente les sucedió con las plantas de poder.
"El nuevo ciclo apenas comenzaba a establecerse cuando los conquistadores españoles acabaron con todo. Afortunadamente, para entonces los nuevos videntes estaban completamente preparados para enfrentar ese peligro. Ya eran practicantes consumados del arte del acecho.
Don Juan dijo que los subsecuentes siglos de subyugación les proporcionaron a los nuevos videntes las circunstancias ideales para perfeccionar sus habilidades. Por extraño que parezca, fue el extremo rigor y la coerción de dicho periodo lo que les dio el ímpetu para refinar sus nuevos principios. Y gracias al hecho de que nunca divulgaban sus actividades, se les dejó libres y pudieron explorar y delinear el curso de sus actos.
– ¿Hubo un gran número de videntes durante la Conquista? -pregunté.
– Al principio había muchos. En la época colonial sólo quedó un puñado. El resto había sido exterminado.
– ¿Y cómo está la cosa hoy en día?
– Hay unos cuantos. Como tú comprenderás, están dispersos por todas partes.
– ¿Los conoce, usted, don Juan?
– Una pregunta tan sencilla es la más difícil de contestar -repuso-. Hay unos a quienes conocemos muy bien. Pero no son exactamente como nosotros, porque se han concentrado en otros aspectos específicos del conocimiento, tales como bailar, curar, embrujar, hablar, en vez de lo que recomiendan los nuevos videntes: el acecho, el ensueño y el intento. Los que son exactamente como nosotros no cruzarían nuestro camino. Así lo dispusieron los videntes que vivieron durante los tiempos coloniales para evitar ser exterminados por los españoles. Cada uno de esos videntes fundó un linaje. Y no todos ellos tuvieron descendientes, de modo que quedan muy pocos.
– ¿Conoce usted a algunos que sean exactamente como nosotros?
– Unos cuantos -contestó lacónicamente.
Le pedí entonces que me diera toda la información posible; el tema me interesaba de manera vital; me era de suma importancia conocer nombres y direcciones con objeto de validar y corroborar todo lo que me estaba diciendo.
Don Juan no parecía interesado en complacerme.
– Los nuevos videntes pasaron por todas esas corroboraciones -dijo-. La mitad de ellos dejó los huesos en el cuarto donde los corroboraban. Así que ahora son pájaros solitarios. Dejémoslo así. Lo único de lo que podemos hablar es de nuestro linaje. Acerca de eso, tú y yo podemos decir todo lo que queramos.
Explicó que todos los linajes fueron iniciados en la misma época y de igual manera. Hacia fines del siglo dieciséis cada nagual se cerró en sí mismo y aisló a su grupo de videntes para que no tuvieran ningún contacto abierto con otros videntes. La consecuencia de esa drástica segregación fue la formación de linajes individuales. Dijo que nuestro linaje estaba compuesto de catorce naguales y ciento veintiséis videntes. Algunos de esos catorce naguales tuvieron solamente siete videntes con ellos, otros tuvieron once y algunos hasta quince.
Me dijo que su maestro, o su benefactor, como le llamaba, era el nagual Julián, y el anterior a Julián era el nagual Elías. Le pregunté si conocía los nombres de todos los catorce naguales. Los nombró y los enumeró, a fin de que yo supiera quiénes eran. Dijo también que había conocido personalmente a los quince videntes que formaron el grupo de su benefactor, y que había conocido al maestro de su benefactor, el nagual Elías, y a los once videntes de su grupo.
Don Juan me aseguró que nuestro linaje era bastante excepcional, porque sufrió un cambio drástico en el año 1723. Una influencia externa vino a afectarnos y alteró nuestro curso de manera inexorable. En ese momento no quiso hablar del evento en sí, pero dijo que, a partir de ese entonces, nuestra línea tomaba en cuenta un nuevo comienzo, y que se consideraba que los ocho naguales que habían gobernado el linaje desde ese instante, eran intrínsecamente diferentes a los seis que los precedieron.
Don Juan debió tener negocios que atender al día siguiente, porque no lo vi hasta casi el mediodía. Mientras tanto, llegaron a la ciudad tres de sus aprendices, Pablito, Néstor y la Gorda. Venían a comprar herramientas y materiales para el negocio de carpintería de Pablito. Los acompañé y los ayudé a cumplir todos sus encargos. Luego regresamos todos a la pensión.
Los cuatro estábamos sentados conversando cuando don Juan entró a mi cuarto. Nos dijo que partiríamos después del almuerzo, y que, inmediatamente, tenía algo que discutir conmigo, en privado. Sugirió que nosotros dos diéramos un paseo alrededor de la plaza antes de que nos reuniéramos todos en un restaurante.
Pablito y Néstor se pusieron de pie y salieron diciendo que aún no terminaban sus quehaceres. La Gorda parecía estar muy disgustada.
– ¿De qué van a hablar? -chilló, pero de inmediato reconoció su error y se rió nerviosamente.
Don Juan la miró de manera extraña pero no dijo nada.
Alentada por su silencio, la Gorda propuso que la lleváramos con nosotros. Nos aseguró que no nos molestaría en lo más mínimo.
– Estoy seguro de que no nos molestarás -le dijo don Juan-, pero realmente no quiero que oigas nada de lo que tengo que decir.
El enojo de la Gorda era muy obvio. Se sonrojó. Cuando don Juan y yo salíamos del cuarto, la miré a hurtadillas y noté que tenía la boca abierta y los labios resecos. Toda su cara se había nublado con ansiedad y tensión, distorsionándose al instante.
El malhumor de la Gorda me causó una gran ansiedad. De hecho, sentía una incomodidad física. No dije nada, pero don Juan pareció darse cuenta de cómo me sentía.
– Deberías darle gracias a la Gorda día y noche -dijo de repente-. Ella te está ayudando a destruir tu importancia personal. Ella es la pinche tirana en tu vida, pero aún no te das cuenta de eso.