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Paseamos alrededor de la plaza hasta que todo mi nerviosismo se desvaneció. Entonces nos volvimos a sentar en su banca preferida.

– Los antiguos videntes en realidad fueron muy afortunados -comenzó don Juan-, porque tuvieron tiempo de sobra para aprender cosas increíbles. Con decirte que sabían maravillas que hoy no podemos ni siquiera imaginar.

– ¿Quién les enseñó todo eso? -pregunté.

– Aprendieron todo por su cuenta, eran videntes, veían -contestó-. La mayoría de lo que sabemos en nuestro linaje fue obra de ellos. Los nuevos videntes corrigieron los errores de los antiguos videntes, pero la base de lo que conocemos y hacemos está perdida en el tiempo de los toltecas.

Explicó que uno de los más sencillos y al mismo. tiempo más importantes hallazgos, desde el punto de vista de la instrucción, es saber que el hombre tiene dos tipos de conciencia. Los antiguos videntes los llamaban el lado derecho e izquierdo del hombre.

– Los antiguos videntes se dieron cuenta -prosiguió-, de que la mejor manera de enseñar su conocimiento era hacer que sus aprendices cambiaran a su lado izquierdo, a un estado de conciencia acrecentada, porque ahí es donde tiene lugar el verdadero aprendizaje.

"A los antiguos videntes les entregaban niños muy pequeños como aprendices -continuó don Juan-, para que de esa manera no conocieran otra clase de vida. A su vez, cuando esos niños crecían, tomaban a otros niños como aprendices. Imagínate las cosas que debieron descubrir en esos cambios a la izquierda y a la derecha, después de siglos de hacerlo.

Yo comenté lo desconcertante que eran para mí esos cambios. Me aseguró que mi experiencia era similar a la suya. Su benefactor, el nagual Julián, le creó un profundo cisma al hacerlo cambiar una y otra vez de un tipo de conciencia al otro. Dijo que la claridad y la libertad que experimentaba en estados de conciencia acrecentada estaban en completo contraste con las racionalizaciones, las defensas, el enojo y el miedo que eran parte de su estado normal.

Dijo que los antiguos videntes solían crear esta polaridad para satisfacer sus propósitos particulares; con ella, obligaban a sus aprendices a lograr la concentración necesaria para aprender técnicas de brujería. Los nuevos videntes, por otro lado, la usaban para guiar a sus aprendices a la convicción de que existen en el hombre posibilidades que jamás son realizadas.

– El mejor logro de los nuevos videntes -prosiguió don Juan-, es su explicación del misterio de estar consciente de ser. Lo condensaron todo en unos conceptos y actos que se enseñan mientras los aprendices están en el estado de conciencia acrecentada.

Dijo que el valor del método de enseñanza de los nuevos videntes radica en que aprovecha las cualidades peculiares de la conciencia acrecentada, especialmente la inhabilidad de los aprendices para recordar. Esta inhabilidad constituye una barrera casi infranqueable para los guerreros que tienen que recordar toda la instrucción que se les dio, si han de seguir adelante. Sólo después de años de esfuerzo y de disciplina monumentales pueden los guerreros recordar su instrucción.

II. LOS PINCHES TIRANOS

Don Juan no me volvió a hablar de la maestría de estar consciente de ser hasta meses después. Estábamos entonces en la casa donde vivía todo el grupo de videntes.

– Vamos a caminar un rato -me dijo don Juan secamente, poniendo una mano sobre mi hombro-. O mejor todavía, vamos donde hay mucha gente, a la plaza del pueblo y nos sentamos a platicar.

Me sorprendió muchísimo que me hablara; ya llevaba yo varios días en la casa y ni siquiera contestaba mis saludos.

Al momento en que don Juan y yo salíamos de la casa, la Gorda nos interceptó y nos exigió que la lleváramos con nosotros. Parecía estar determinada a seguirnos. Con voz muy firme don Juan le dijo que tenía que discutir algo conmigo en privado.

– Van a hablar de mí -dijo la Gorda; su tono y sus gestos traicionaban tanto su desconfianza como su enojo.

– Pues, sí -repuso don Juan secamente. Pasó frente a ella sin volverse a mirarla.

Lo seguí, y caminamos en silencio hasta la plaza del pueblo. Cuando nos sentamos le pregunté que qué demonios podríamos discutir acerca de la Gorda. Todavía me molestaba la amenazante manera como me había mirado cuando salíamos de la casa.

– No tenemos nada que discutir acerca de la Gorda o de ninguna otra persona -repuso-. Le dije eso sólo para aguijonear su enorme importancia personal. Y dio resultado. Está furiosa con nosotros. Yo la conozco bien, estuvo hablando consigo misma y ya se dijo lo suficiente para darse confianza y para sentirse indignada porque no la trajimos y por haber quedado como tonta. No me sorprendería si se nos viene encima en esta banca.

– Si no vamos a hablar de la Gorda, ¿de qué vamos a hablar? -le pregunté.

– Vamos a continuar la discusión que comenzamos en Oaxaca -contestó-. Entender esta explicación va a requerir tu esfuerzo máximo. Tienes que estar dispuesto a cambiar una y otra vez de niveles de conciencia, y mientras estemos envueltos en nuestra plática exigiré de ti total concentración y paciencia.

Quejándome a medias, le dije que me había hecho sentirme muy mal al negarse a hablarme desde mi llegada a su casa. Me miró y arqueó las cejas. Una sonrisa apareció fugazmente en sus labios y se desvaneció. Me di cuenta de que me daba a entender que yo estaba tan confuso como la Gorda.

– Te estuve aguijoneando tu importancia personal -dijo frunciendo el ceño-. La importancia personal es nuestro mayor enemigo. Piénsalo, aquello que nos debilita es sentirnos ofendidos por los hechos y malhechos de nuestros semejantes. Nuestra importancia personal requiere que pasemos la mayor parte de nuestras vidas ofendidos por alguien. "Los nuevos videntes recomendaban que se debían llevar a cabo todos los esfuerzos posibles para erradicarla de la vida de los guerreros. Yo he seguido esa recomendación al pie de la letra y he tratado de demostrarte por todos los medios posibles que sin importancia personal somos invulnerables.

Mientras lo escuchaba, de pronto, sus ojos se volvieron muy brillantes. La idea que se me ocurrió, de inmediato, fue que parecía estar a punto de reírse y que no había motivo para hacerlo, cuando me sobresalto una repentina y dolorosa bofetada en el lado derecho de la cara.

Me levanté de un salto. La Gorda estaba parada a mis espaldas, con la mano aun alzada. Su cara estaba roja de ira.

– ¡Ahora si puedes decir lo que quieras de mí, y con mas razón! -gritó-. ¡Pero si tienes algo que decir, dímelo en mi cara, hijo de la chingada!

Su arranque pareció haberla agotado; se sentó en el suelo y comenzó a llorar. Don Juan estaba inmovilizado por un júbilo inexpresable. Yo estaba tieso de pura furia. La Gorda me fulminó con la mirada y luego se volvió hacia don Juan y le dijo sumisamente que no teníamos ningún derecho a criticarla.

Don Juan se rió con tanta fuerza que se dobló casi hasta el suelo. Ni siquiera podía hablar. Dos o tres veces trató de decirme algo, pero finalmente se incorporó y se alejó, con el cuerpo aun sacudido por espasmos de risa.

Yo estaba a punto de correr tras él, todavía furioso contra la Gorda, quien en ese momento me parecía despreciable, cuando me ocurrió algo extraordinario. Supe, instantáneamente, que era lo que había hecho reír tanto a don Juan. La Gorda y yo éramos horrendamente parecidos. Nuestra importancia personal era gigantesca. Mi sorpresa y mi furia al ser abofeteado eran exactamente iguales a la ira y la desconfianza de la Gorda. Don Juan tenia razón. La carga de la importancia personal es en verdad un terrible estorbo.

Corrí tras el, exaltado, lágrimas me brotaban de los ojos. Lo alcancé y le dije lo que había comprendido. En sus ojos había un brillo de malicia y deleite.

– ¿Qué puedo hacer por la Gorda? -pregunté.

– Nada -contestó-. Los actos de darse cuenta son siempre personales.

Cambió el tema y dijo que los augurios nos decían que prosiguiéramos nuestra discusión en casa, ya fuera en una sala amplia con cómodos sillones o bien en el patio trasero, que tenía un corredor techado a su alrededor. Dijo que en cada ocasión que llevara a cabo sus explicaciones dentro de la casa esas dos áreas quedarían vedadas para todos los demás.