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Genaro comenzó a reírse y eso lo hizo toser. Finalmente se puso de pie.

– Aún no hace la conexión -le dijo a don Juan.

Admití que si había una conexión por hacer, se me había pasado totalmente por alto.

Don Juan volvió a decir una y otra vez que la porción de emanaciones que hay en el interior del capullo del hombre se encuentra allí sólo para evocar la conciencia de ser, y que la conciencia consiste en alinear porciones de emanaciones internas con las mismas porciones de las emanaciones en grande. Se les llama emanaciones en grande porque son inmensas; y decir que lo que no se puede conocer queda fuera del capullo del hombre es decir que queda dentro del capullo de la tierra. Sin embargo, dentro del capullo de la tierra también queda lo desconocido, y en el interior del capullo del hombre lo desconocido consiste en las emanaciones no tocadas por el fulgor de la conciencia cotidiana. Cuando las toca, se activan y se alinean con las emanaciones en grande que les corresponden. Una vez que eso ocurre, lo desconocido se percibe y se convierte en lo conocido.

– Soy demasiado duro de cabeza, don Juan. Tiene que explicármelo en pedazos más chicos -dije-.

– Genaro te lo va a dar en pedacitos -repuso don Juan.

Genaro se incorporó y empezó el mismo paso de poder que había ejecutado cuando le dio vueltas a una enorme roca plana cerca de su casa. Don Juan lo miraba fascinado, luego me susurró al oído que debía procurar escuchar los movimientos de Genaro, especialmente el movimiento de sus muslos al subir hasta su pecho cada vez que daba un paso.

Seguí con la mirada los movimientos de Genaro. En cosa de segundos sentí que una parte de mí había quedado atrapada en las piernas de Genaro. El movimiento de sus muslos no me soltaba. Sentía que caminaba con él. Hasta me faltaba aliento. Me di cuenta entonces de que realmente seguía a Genaro; caminaba a su lado, y nos alejábamos de donde habíamos estado sentados.

No vi a don Juan, sólo a Genaro caminando delante de mí con su paso de poder. Caminamos durante horas y horas. Mi fatiga era tan intensa que me vino un terrible dolor de cabeza, y de pronto me dio vómito. Genaro dejó de caminar y acudió a mi lado. Había un intenso brillo a nuestro alrededor y la luz se reflejaba en los rasgos de Genaro. Sus ojos resplandecían.

– ¡No mires a Genaro! -ordenó una voz en mi oído-. ¡Mira a tu alrededor!

Obedecí. ¡Estaba en el infierno! La impresión de ver lo que me rodeaba fue tan grande que grité, pero mi voz no tenía sonido. A mi alrededor estaba el más vívido cuadro de todas las descripciones del infierno de mi educación católica. Veía un mundo rojizo, caliente y opresivo, oscuro y cavernoso, sin cielo, sin más luz que el maligno reflejo de luces rojizas que daban vueltas a nuestro alrededor a gran velocidad.

Genaro comenzó a caminar de nuevo, y algo me jaló a moverme con él. La fuerza que me hacía seguir a Genaro también me impedía mirar a mi alrededor. Mi conciencia estaba pegada a los movimientos de Genaro.

Vi a Genaro desplomarse como si estuviera absolutamente agotado. Al instante en que tocó tierra y se estiró para descansar, algo en mí quedó en libertad y nuevamente pude mirar a mi alrededor. Don Juan me escudriñaba con curiosidad. Yo estaba frente a él, de pie. Estábamos en el mismo lugar en el que nos habíamos sentado, en una ancha cornisa de roca en la cima de una montaña. Genaro jadeaba y silbaba al respirar y yo también. Estaba cubierto de sudor. Mi cabello estaba completamente empapado. Mi ropa estaba mojada, como si me hubieran metido a un río.

– Dios mío, ¡qué es lo que me están ustedes haciendo! -exclamé en un tono de total sinceridad.

La exclamación sonó tan ridícula que don Juan y Genaro comenzaron a reírse.

– Estamos tratando de hacerte entender el alineamiento -dijo Genaro.

Don Juan me ayudó a sentarme. Se sentó a mi lado.

– ¿Recuerdas lo que pasó? -me preguntó.

Le dije que sí e insistió en que le dijera con exactitud lo que vi. Su petición resultaba incongruente con lo que dijo, que el único valor de mis experiencias era el movimiento de mi punto de encaje y no el contenido de mis visiones.

Explicó que Genaro ya me había ayudado del mismo modo en otras ocasiones, pero que yo nunca podía recordar nada. Dijo que, como antes, Genaro guió mi punto de encaje para que alineara un mundo con otra de las grandes bandas de emanaciones.

Hubo un largo silencio. Yo estaba entumecido, asombrado, y sin embargo, mi conciencia de ser estaba más aguda que nunca. Pensé que por fin pude entender lo que era el alineamiento. Algo dentro de mí, que yo activaba sin saber cómo, me dio la certeza de que había entendido una gran verdad.

– Creo que ya comienzas a moverte por tu propia cuenta -me dijo don Juan-. Regresemos a casa. Ya hiciste bastante hoy día.

– No le hagas -dijo Genaro-. Es más fuerte que un toro. Hay que empujarlo un poquito más.

– ¡No! -dijo don Juan con firmeza-. Tenemos que ir muy despacio con él. Su fuerza no le da.

Genaro insistió en que nos quedáramos. Me miró y me guiñó el ojo.

– Mira -me dijo señalando a la cordillera oriental de montañas-. Las sombras de la tarde apenas han ascendido dos centímetros en las laderas de esas montañas y sin embargo anduviste en el infierno con pasos de plomo por horas y horas. ¿No te parece eso más que asombroso?

– ¡No lo asustes por las puras! -protestó don Juan casi con vehemencia.

Fue entonces que vi sus maniobras. En ese momento la voz del ver me dijo que don Juan y Genaro eran dos acechadores extraordinarios que jugaban conmigo. Don Juan era quien siempre me empujaba más allá de mis límites, pero siempre dejaba que Genaro hiciera el papel agresivo. Aquel día en la casa de Genaro, cuando llegué a un peligroso estado de temor histérico mientras Genaro le preguntaba a don Juan si yo debía ser empujado, y don Juan me aseguró que Genaro se divertía a mi costa, la verdad era que Genaro se preocupaba por mí.

Mi ver me causó tanta sorpresa que comencé a reír. Don Juan y Genaro me miraron con asombro. Al instante, don Juan pareció darse cuenta de lo que ocurría en mi mente. Se lo comunicó a Genaro, y ambos se rieron como niños.

– Ya estás entrando en la madurez -me dijo don Juan-. Justo a tiempo; no eres ni demasiado estúpido ni demasiado inteligente. Igual que yo. Eres un poco más estrafalario que yo. En ese respecto eres como el nagual Julián, salvo que él era brillante.

Se puso de pie y estiró la espalda. Me miró con los ojos más penetrantes y feroces que jamás he visto. Me incorporé lleno de terror.

– Un nagual jamás le deja saber a nadie que él controla todo -me dijo-. Un nagual va y viene sin dejar huella. Esa libertad es lo que lo hace nagual.

Sus ojos relumbraron por un instante, luego se cubrieron con una nube de suavidad, de bondad, de humanidad, y nuevamente fueron los ojos de don Juan.

Apenas podía yo mantener el equilibrio. Me iba a desvanecer, y no podía evitarlo. Genaro saltó a mi lado y me ayudó a sentarme. Se sentaron ambos, uno de cada lado.

– Vas a recibir un levantón de la tierra -me dijo don Juan al oído.

– Piensa en los ojos del nagual -me dijo Genaro en el otro oído.

– El levantón te vendrá en el momento en que veas un brillo en la cima de esa montaña -dijo don Juan señalando el pico más alto de la cordillera oriental.

– Nunca más volverás a ver los ojos del nagual -susurró Genaro.

– Deja que el levantón te lleve adonde fuera -dijo don Juan.

– Si piensas en los ojos del nagual, te darás cuenta de que una moneda tiene dos caras -susurró Genaro.

Quería pensar en lo que ambos me decían, pero mis pensamientos no me obedecían. Algo me presionaba desde arriba. Sentía que me contraía. Tuve una sensación de náusea. Vi que las sombras vespertinas avanzaban rápidamente, ascendiendo por las laderas de las montañas orientales. Tenía la sensación de correr tras ellos.