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– ¿Aún existen esas técnicas? -pregunté.

– No, ya no -dijo-. Pero aún existen algunos de los videntes que las practicaron.

Por razones que desconocía, esta aseveración me provocó una reacción de terror sin límites. Mi respiración se alteró al instante, y no pude controlar su ritmo. Sudaba copiosamente y mi cuerpo se sacudía.

– Aun viven hoy en día, ¿no es así, Genaro? -preguntó don Juan.

– Absolutamente -murmuró Genaro aparentemente desde un estado de sueño profundo.

Le pregunté a don Juan si conocía la razón por la que yo estaba tan asustado. Me recordó una ocasión previa, en ese mismo cuarto, en la que me preguntaron si había visto las extrañas criaturas que entraron en el momento en que Genaro abrió la puerta.

– Ese día tu punto de encaje entró muy profundamente en el lado izquierdo y alineó un mundo aterrador -continuó-. Pero eso ya te lo dije; lo que no recuerdas es que entraste directamente a un mundo muy remoto y ahí te orinaste del susto.

Don Juan se volvió hacia Genaro, quien roncaba pacíficamente con las piernas estiradas al frente.

– Se orinó del susto, ¿verdad, Genaro? -preguntó.

– Absolutamente orinado -murmuró Genaro, y don Juan se dobló de risa.

– Quiero que sepas que no te culpamos por sentirte tan asustado. -prosiguió don Juan-. A nosotros mismos nos repugnan algunas de las acciones de los antiguos videntes. Estoy seguro de que a estas alturas ya te diste cuenta de que aquella noche vistes a los antiguos videntes que aún viven hoy en día, pero no puedes recordarlo.

Quise protestar que no me había dado cuenta de nada, pero no le podía dar voz a mis palabras. Tuve que despejarme la garganta una y otra vez antes de poder articular una palabra. Genaro se incorporó mientras tanto y me golpeaba duramente la parte superior de la espalda, cerca del cuello, como si me quisiera sacar de un ahogo.

– Tienes un oso en la garganta -dijo.

Le di las gracias con una voz aguda y chillona.

– No, creo que lo que tienes ahí es una gallina -agregó y se sentó a dormir.

Don Juan dijo que los nuevos videntes se rebelaron contra todas las extrañas prácticas de los antiguos videntes, y las declararon no sólo inútiles sino dañinas. Incluso llegaron al grado de prohibir que estas técnicas fueran enseñadas a los nuevos guerreros; y durante generaciones no hubo mención alguna de esas prácticas.

Fue a principios del siglo dieciocho cuando el nagual Sebastián, un miembro del linaje directo de naguales de don Juan volvió a descubrir la existencia de esas técnicas.

– ¿Cómo volvió a descubrirlas? -pregunté.

– Era un soberbio acechador, y gracias a su impecabilidad tuvo oportunidad de aprender maravillas -contestó don Juan.

Dijo que el nagual Sebastián era el sacristán de la catedral de la ciudad en la que vivía, y que un día, cuando estaba a punto de iniciar su rutina diaria, encontró en la puerta de la iglesia a un indio de edad madura que parecía estar atolondrado.

El nagual Sebastián llegó al lado del hombre y le preguntó si necesitaba ayuda.

“-Necesito un poco de energía para cerrar mi abertura -le dijo el hombre con voz clara y fuerte-. ¿Me podrías dar un poco de tu energía?”

Don Juan dijo que, según el cuento, el nagual Sebastián quedó atónito. No supo qué contestar. Ofreció llevar al indio a ver al sacerdote de la parroquia. El hombre perdió la paciencia y enojado, acuso al nagual Sebastián de andarse con rodeos.

“-Necesito tu energía porque tú eres un nagual -le dijo-. Vamos y no me hagas perder más tiempo”.

El nagual Sebastián sucumbió ante el poder magnético del extraño y dócilmente lo siguió hasta las montañas. Estuvo ausente muchos días. Cuando regresó, no sólo tenía un nuevo punto de vista sobre los antiguos videntes, sino también un conocimiento detallado de sus técnicas. El extraño era un antiguo tolteca. Uno de los últimos sobrevivientes.

– El nagual Sebastián descubrió maravillas acerca de los antiguos videntes -continuó don Juan-. Fue el primero que supo lo grotesco y extraviados que eran en realidad. Hasta ese entonces, ese conocimiento era sólo de oídas.

"Una noche, mi benefactor y el nagual Elías me dieron una demostración de esos extravíos. En realidad nos la mostraron a Genaro y a mí, juntos, así que resulta adecuado que ambos te demos la misma demostración.

Yo quería hablar más, a fin de retrasar lo inevitable; necesitaba tiempo para calmarme, para pensar en todo. Pero antes de poder siquiera decir una palabra, don Juan y Genaro me sacaron prácticamente a rastras de la casa. Nos dirigimos a las mismas colinas erosionadas que antes visitamos.

Nos detuvimos al pie de una gran colina árida. Don Juan señaló unas montañas en la distancia, hacia el sur, y dijo que entre el lugar en el que nos encontrábamos y un corte natural en una de esas montañas, un corte que parecía una boca abierta, había por lo menos siete sitios en los que los antiguos videntes enfocaron todo el poder de su conciencia.

Don Juan aseguró que esos videntes triunfaron porque fueron eruditos y audaces. Agregó que su benefactor le mostró a él y a Genaro un sitio en el que los antiguos videntes, empujados por su amor a la vida, se habían sepultado vivos y lograron realmente evitar la muerte al alinear otros mundos específicos.

– No hay nada inusitado en esos lugares -prosiguió-. Los antiguos videntes se cuidaron de no dejar huellas. Es simplemente un paraje en el campo. Uno tiene que ver para saber dónde se localizan esos lugares.

Dijo que no quería caminar hasta los sitios lejanos, pero que me llevaría al más cercano. Insistí en saber lo que se proponía hacer. Dijo que íbamos a ver a los videntes sepultados, y que para lograrlo teníamos que quedarnos allí, sentados bajo unos arbustos hasta que oscureciera. Me los señaló, estaban como a un kilómetro, subiendo por una pendiente.

Llegamos al grupo de arbustos y nos sentamos como pudimos. En voz baja, don Juan comenzó a explicar que para poder obtener energía de la tierra, los antiguos videntes solían enterrarse durante periodos, dependiendo de la importancia de lo que querían lograr. Mientras más difícil su objetivo, más largo el periodo de entierro.

Don Juan se puso de pie, y de manera melodramática me mostró un punto a unos cuantos metros de donde estábamos.

– Ahí están sepultados dos antiguos videntes -dijo-. Se enterraron ahí hace dos mil años, para evitar la muerte, no con ánimo de huir de ella sino con ánimo de desafiarla.

Don Juan le pidió a Genaro que mostrara el sitio exacto en el que estaban enterrados. Me volví para ver a Genaro; estaba sentado a mi lado, profundamente dormido otra vez. Pero, para mí total asombro, se incorporó de un salto y ladró como perro y corrió en cuatro patas hasta el punto que señalaba don Juan. Corrió luego alrededor del sitio, imitando a la perfección a un perro pequeño.

Su actuación me pareció divertidísima. Don Juan casi se tendía en el suelo de la risa.

– Genaro te ha mostrado algo extraordinario -dijo don Juan después de que Genaro hubo regresado adonde estábamos y se volvió a dormir-. Te ha enseñado algo acerca del punto de encaje y del ensoñar. Ahora está ensoñando, pero puede actuar como si estuviera completamente despierto y escucha todo lo que dices. Desde esa posición puede hacer más que si estuviera despierto.

Durante un momento se calló, como si sopesara lo que iba a decir enseguida. Genaro roncaba rítmicamente.

Don Juan comentó lo fácil que le resultaba encontrar defectos en todo lo que hicieron los antiguos videntes, y sin embargo, nunca se cansaba de repetir lo maravillosos que eran sus logros. No sólo descubrieron y usaron el levantón de la tierra, sino que también descubrieron que si permanecían sepultados, sus puntos de encaje alineaban emanaciones que de ordinario eran inaccesibles, y que un alineamiento tal empleaba la extraña e inexplicable capacidad de la tierra para desviar los golpes incesantes de la fuerza rodante. En consecuencia, desarrollaron las más asombrosas y complejas técnicas, para sepultarse por periodos extremadamente largos, sin daño alguno. En su lucha contra la muerte, aprendieron a alargar esos periodos hasta abarcar milenios.