– No te sientes demasiado cerca de mí -dijo Genaro-. Y mejor siéntate al otro lado de mí. Quiero estar a favor del viento, porque no hueles muy bien que digamos.
Cuando pararon de reír, Genaro me habló otra vez.
– No te alejes mucho -dijo-. Los antiguos videntes aún no acaban con sus trucos.
Me acerqué a ellos todo lo que permitía la cortesía. Durante un instante me preocupé de mi estado, pero al otro instante todos mis escrúpulos se volvieron una tontería al darme cuenta de que algunas personas se acercaban a nosotros. No podía ver claramente sus formas pero distinguí una masa de figuras humanas que se movía en la penumbra. No traían linternas, y a esa hora las hubieran necesitado. De alguna manera, ese detalle me preocupó muchísimo. No quise enfocarlo e intencionalmente comencé a pensar de manera racional. Supuse que debíamos haber hecho tanto barullo con nuestro canto a todo pulmón y que esas personas venían a investigar. Don Juan me tocó el hombro. Con un movimiento del mentón señaló a los hombres que venían al frente del grupo.
– Esos cuatro son los antiguos videntes -dijo-. Los demás son sus aliados.
Antes de que yo pudiera comentar que simplemente esos eran campesinos locales, escuché un sonido susurrante justo a mis espaldas. En un estado de alarma total volví la cabeza con toda rapidez. Mi movimiento fue tan repentino que el aviso de don Juan llegó demasiado tarde.
– ¡No vuelvas la cabeza! -lo oí gritar.
Sus palabras no eran más que un telón de fondo, no significaban nada para mí. Al volverme, vi que tres hombres grotescamente deformados treparon a la roca justo detrás de mí; en una mueca de pesadilla se arrastraban hacia mí con las bocas abiertas y los brazos extendidos para agarrarme.
Mi intención fue gritar a todo pulmón, pero lo que brotó fue un graznido agonizante, como si algo obstruyera mi garganta. Automáticamente, rodé para eludirlos y caí al suelo.
Al incorporarme, don Juan saltó hasta mi lado, en el momento preciso en que descendían sobre mí como buitres una horda de hombres dirigidos por aquéllos que don Juan había señalado. Chillaban como murciélagos o ratas. Aterrado, grité. Esta vez pude dar un grito penetrante.
Tan ágil como un atleta en plena forma, don Juan me arrebató de sus garras y me subió a la roca. Con voz imponente me dijo que no volviera la cabeza, por muy asustado que estuviera. Dijo que los aliados no pueden empujar en absoluto, pero que sí podían asustarme y hacerme caer al suelo. Una vez en el suelo, los aliados sí podían aprisionar a cualquiera. Si caía en el suelo junto al sitio en el que estaban enterrados los videntes, estaría a su merced. Me harían pedazos mientras los aliados me detenían. Agregó que no me dijo todo eso antes porque tenía la esperanza de que me vería obligado a ver y a entenderlo todo por mí mismo. Su decisión casi me costó la vida.
La sensación de que los hombres grotescos estaban justo a mis espaldas era casi insoportable. Con fuerza, don Juan me ordenó conservar la calma y enfocar mi atención en los cuatro hombres que estaban a la cabeza de un grupo de quizá diez o doce. Como si esperaran una señal, en cuanto enfoqué mis ojos en ellos, todos avanzaron hasta el borde de la roca. Ahí se detuvieron y comenzaron a silbar como serpientes. Caminando, se alejaban y se acercaban. Su movimiento parecía estar sincronizado. Era tan consistente y ordenado que parecía ser mecánico. Era como si siguieran un patrón repetitivo, diseñado para hipnotizarme.
– No los mires, corazón -me dijo Genaro como si le hablara a un niño.
La risa que me salió fue casi tan histérica como mi miedo. Me reí con tanta fuerza que el sonido reverberó en los cerros cercanos.
Al momento, los hombres se detuvieron y parecieron quedar perplejos. Distinguía las formas de sus cabezas que subían y bajaban, como si hablaran, como si deliberaran entre ellos. Entonces uno de ellos saltó a la roca.
– ¡Cuidado! ¡Ese es un vidente! -exclamó Genaro.
– ¿Qué vamos a hacer? -grité.
– Podríamos volver a cantar -contestó don Juan con ecuanimidad.
En ese momento mi terror llegó a su punto culminante. Empecé a saltar y a rugir como animal. El hombre saltó al suelo.
– Ya no le hagas caso a esos payasos -dijo don Juan-. Hablemos como de costumbre.
Dijo que fuimos ahí buscando esclarecimientos, y que yo estaba fracasando miserablemente. Tenía que reorganizarme. Lo primero que debía yo de hacer era entender que mi punto de encaje se había movido y que ahora hacía resplandecer a emanaciones oscuras. El llevar los sentimientos de mi estado de conciencia cotidiano al mundo que había alineado era en verdad una farsa, porque el miedo sólo prevalece entre las emanaciones de la vida diaria.
Le dije que si es que mi punto de encaje se había movido como él decía, yo tenía nuevas para él. Mi terror era infinitamente mayor y más devastador que cualquier cosa que jamás hubiera experimentado en mi vida diaria.
– Te equivocas -dijo-. Tu primera atención está confundida y no quiere ceder el control, eso es todo. Tengo la impresión de que podrías caminar derechito hasta esas criaturas y enfrentarlas y que no te harían nada.
Insistí que definitivamente no estaba en ninguna condición para poner a prueba algo tan disparatado.
Se rió de mí. Dijo que tarde o temprano tenía que curarme de mi locura, y que el tomar la iniciativa y enfrentar a esos cuatro videntes era infinitamente menos disparatado que la idea de que los veía. Dijo que para él, locura era estar frente a frente con hombres que estuvieron sepultados durante dos mil años y que seguían vivos, y no pensar que eso era el pináculo de lo absurdo.
Escuché con claridad todo lo que dijo, pero realmente no le prestaba atención. Estaba aterrado por los hombres que se movían alrededor de la roca. Parecían prepararse para saltarnos encima, en realidad, para saltar encima de mí. Estaban fijos en mí. Mi brazo derecho comenzó a temblar como si se viera afectado por algún desorden muscular. Note instantáneamente que había cambiado la luz en el cielo. No me di cuenta antes de que ya era de madrugada. Lo más extraño es que un impulso incontrolable me hizo incorporarme y correr hacia el grupo de hombres.
En ese momento tenía dos sensaciones completamente diferentes acerca del mismo evento. La menor era de terror puro. La otra, la mayor, era de indiferencia total. Nada me importaba en absoluto.
Cuando llegué hasta el grupo no me sorprendí de que don Juan tenía razón; no eran hombres en realidad. Sólo cuatro de ellos tenían alguna semejanza con los hombres, pero tampoco lo eran; eran extrañas criaturas con grandes ojos amarillos. Los otros eran simplemente formas impulsadas por los cuatro que parecían hombres.
Sentí una tristeza extraordinaria por aquellas criaturas con ojos amarillos. Traté de tocarlas, pero no pude hallarlas. Una especie de viento huracanado los arrebató.
Busqué a don Juan y a Genaro. No estaban ahí. Nuevamente todo estaba en completa oscuridad. Una y otra vez grité sus nombres. Durante algunos minutos me moví a ciegas en las tinieblas. La repentina llegada de don Juan me espantó. No vi a Genaro.
– Volvamos a casa -dijo-. El camino de vuelta es siempre más largo.
Don Juan comentó lo bien que me comporté en el sitio de los videntes sepultados, especialmente durante la última parte de nuestro encuentro con ellos. Dijo que un movimiento del punto de encaje se marca por un cambio en la luz. De día, la luz se convierte en tinieblas; de noche, la oscuridad se vuelve crepúsculo. Agregó que llevé a cabo dos cambios de por sí, con la sola ayuda del terror primitivo. Lo único que consideraba reprensible era que yo me entregara a mi miedo, especialmente después de darme cuenta de que un guerrero no tiene nada qué temer.
– ¿Cómo sabe usted que me di cuenta de eso? -pregunté.
– Porque rompiste la cadena y estabas libre. Cuando desaparece el miedo, todos los lazos que nos atan se disuelven -dijo-. Un aliado te agarraba el pie porque lo atrajo tu terror primitivo.
Le dije lo apenado que estaba por no haber podido sostener lo que ya había comprendido.