Don Juan me susurró al oído. Dijo que como entré en la conciencia acrecentada sin ayuda alguna de su parte, mi punto de encaje se hallaba muy maleable, y que, si yo quería, podía dejarlo moverse profundamente en el lado izquierdo, quedándome medio dormido en esa banca. Me aseguró que él cuidaría de mí, que no tenía nada que temer. Me instó a dejar que mi punto de encaje se moviera.
Al instante, sentí la pesadez del sueño profundo. En cierto momento me di cuenta de que soñaba. En mi sueño vi una casa que me era algo familiar. Me acercaba a ella como si caminase por la calle. Había otras casas, pero no podía prestarles ninguna atención. Algo en mí estaba fijo en esa casa en particular. Era una casa moderna, de estuco, con un jardín de cactos al frente.
Cuando me acerqué a esa casa, tuve una sensación de intimidad con ella, como si la hubiera soñado muchas veces con anterioridad. Caminé por un sendero de grava hasta la puerta principal; estaba abierta y pasé al interior. A la derecha había un vestíbulo a oscuras y una gran sala, amueblada con un diván de color rojo oscuro y con dos sillones que hacían juego con él, colocados en una esquina. Definitivamente no podía ajustar mi visión y sólo podía ver lo que tenía frente a los ojos.
Una mujer joven, de quizá veinticinco años, estaba de pie junto al diván, como si se hubiera incorporado cuando entré. Era delgada y alta, exquisitamente vestida con un traje sastre verde. Tenía cabello oscuro, casi negro, llameantes ojos color café que parecían sonreír y una nariz puntiaguda, finamente labrada. Su cutis era claro pero el sol la había dorado confiriéndole un suntuoso bronceado. Me pareció enormemente hermosa. Parecía ser estadounidense. Me saludó con un movimiento de cabeza, sonriéndome, y extendió las manos con las palmas hacia abajo, como si me ayudara a incorporarme.
Ceñí sus manos con un movimiento extremadamente torpe. Me asusté a mí mismo y quise retroceder, pero me retuvo con firmeza y a la vez con gran suavidad. Sus manos eran largas y hermosas. Me habló en español, con el leve rastro de un acento extranjero. Me suplicó que no me agitara, que sintiera sus manos, que concentrara mi atención en su rostro y en el movimiento de sus labios. Quería preguntarle quién era, pero no podía pronunciar una sola palabra.
Luego escuché la voz de don Juan en mi oído: "Oh, ahí estás", como si en ese momento me encontrara. Yo estaba sentado con él en la banca del parque. Pero también escuchaba la voz de la joven. Dijo: "Ven a sentarte conmigo". Hice precisamente eso y comencé la más increíble serie de cambios de puntos de vista. Alternadamente, estaba con don Juan y con aquella joven. Veía a ambos con toda la claridad del mundo.
Don Juan me preguntó si la joven me gustaba, si me parecía atractiva y serena. No podía hablar, pero de alguna manera le transmití el sentimiento de que efectivamente la joven me gustaba enormemente. Sin ningún motivo aparente, pensé que ella era un parangón de bondad, una persona indispensable en lo que don Juan hacía conmigo.
Don Juan me habló nuevamente al oído y dijo que si esa joven me gustaba tanto debería despertar en su casa, que mi sentimiento de afecto por ella me guiaría.
Me sentía lleno de risa, temerario. Una sensación de excitación ondeó a lo largo de mi cuerpo. Sentía como si, de hecho, la excitación me desintegrara, y de pronto, con toda felicidad, me hundí en una negrura, indescriptiblemente negra, sin importarme lo que me ocurriera. Después me hallé en la casa de la joven. Yo estaba sentado en el diván con ella.
Tras un instante de absoluto pánico, me di cuenta que, de alguna manera, no estaba completo. Algo de mí estaba ausente. Sin embargo, la situación no me parecía peligrosa. Por mi mente cruzó la idea de que estaba ensoñando y que tarde o temprano iba a despertar en la banca de la plaza en Oaxaca, con don Juan, donde yo realmente estaba.
La joven me ayudó a incorporarme y me llevó a un baño en el que había una gran tina llena de agua. Yo estaba completamente desnudo. Con suavidad, me hizo meterme a la tina y me sostuvo la cabeza mientras flotaba a medias.
Después de un rato me ayudó a salir del agua. Me sentí débil y flojo. Me acosté en el diván de la sala y ella se acercó a mí. Escuchaba los latidos de su corazón y la presión de la sangre que corría por su cuerpo. Sus ojos eran como dos fuentes radiantes de algo que no era luz, ni calor, sino algo entre ambos. Pensé que veía la fuerza de la vida que se proyectaba fuera de su cuerpo a través de sus ojos. Toda ella era como un horno vivo; resplandecía.
Sentí un extraño temblor que agitó todo mi ser; como si mis nervios hubieran quedado expuestos y alguien los pulsara. La sensación era agonizante. Luego, o me desmayé o me quedé dormido.
Cuando desperté, alguien me ponía toallas remojadas en agua fría en la cara y en la nuca. Vi a la joven sentada a mi lado, a la cabecera de la cama en la que yo estaba acostado. Había una cubeta de agua sobre la mesa de noche y era ella quien me ponía las toallas. Don Juan estaba parado a los pies de la cama, con mi ropa doblada sobre el brazo.
En ese momento desperté por completo. Me senté. Estaba cubierto con una cobija.
– ¿Cómo está el viajero? -preguntó don Juan sonriendo-. ¿Ya estás entero?
Eso era todo lo que podía recordar. Le narré este episodio a don Juan, y mientras le hablaba, recordé otro fragmento. Recordé que don Juan se burló de mi y me echó en cara el haberme encontrado desnudo en la cama de la joven esa. Sus comentarios me irritaron terriblemente. Me había puesto la ropa y lleno de furia, salí de la casa a grandes pasos.
Don Juan me había alcanzado en el jardín de enfrente. Con un tono muy serio había comentado que nuevamente yo estaba mostrando cuán fea y estúpida era mi persona, que me volví a unificar al sentirme avergonzado, lo que le demostraba que mi importancia personal no tenía límites. Pero con un tono conciliatorio agregó que eso no era muy significativo en aquel momento; lo que era significativo era el hecho de que yo moví mi punto de encaje a gran profundidad, y que en consecuencia viajé una distancia enorme.
Habló de maravillas y de misterios, pero yo no pude escucharlo, pues estaba atrapado entre el terror y la importancia personal. Mi furia era colosal. Estaba seguro de que don Juan me había hipnotizado en el parque y me había llevado a la casa de esa joven, y que ambos me hicieron cosas terribles.
Mi furia se vio interrumpida. Algo ahí en la calle era tan horripilante, tan impresionante para mí, que mi enojo se apagó al instante. Pero antes de que mis pensamientos quedaran completamente reordenados, don Juan me golpeó la espalda y no quedó riada de lo que acababa de ocurrir. Me hallé de vuelta en mi bienaventurada estupidez cotidiana, escuchando contentamente a don Juan, preocupándome de que si realmente me tenía afecto.
Mientras le contaba a don Juan el nuevo fragmento que acababa de recordar me di cuenta de que uno de sus métodos para controlar mi agitación emocional era hacerme cambiar a la conciencia normal.
– El olvido es lo único que da alivio a quienes penetran en lo desconocido -dijo-. ¡Qué alivio estar en el mundo ordinario!
"Ese día, lograste una hazaña maravillosa. Lo esencial para mí era no dejar que la enfocaras. Justo cuando comenzaste a sentir verdadero pánico, te hice cambiar a la conciencia normal; moví tu punto de encaje más allá de la posición en la que ya no hay dudas. Para los guerreros existen dos posiciones tales. En una ya no tienen dudas porque lo saben todo. En la otra, que es la conciencia normal, no tienen dudas porque no saben nada.
"Era prematuro para ti que entonces supieras lo que realmente había pasado. Pero creo que el momento preciso para saberlo es ahora mismo. Mirando esa calle, estabas a punto de saber dónde despertó tu cuerpo de ensueño. Ese día recorriste una enorme distancia.