– Por supuesto.
– No pongáis esa cara; no tenéis nada de qué avergonzaros, amigo mío. Porque somos amigos, ¿no?
Asentí.
– Sí, lo somos. Creedme, volver aquí no me produce ninguna satisfacción; no tengo ningún deseo de seguir siendo comisionado. Qué frío hace aquí… -murmuré arrebujándome en la capa.
Guy asintió.
– Sí. Llevo demasiado rato sentado aquí. Estaba pensando en los monjes que ocuparon estos sitiales día tras día desde hace cuatrocientos años, cantando y rezando. Los venales, los perezosos, los devotos, los que eran todas esas cosas a la vez… Pero es difícil concentrarse -dijo el enfermero alzando la cabeza hacia el techo.
Mientras mirábamos hacia arriba, oímos un fuerte martillazo y vimos formarse una nube de polvo. Un instante después, una lluvia de cascotes golpeó el suelo estrepitosamente y, de pronto, el sol penetró por un agujero del techo y una lanza de luz atravesó el aire de la nave.
– ¡Listo, muchachos! -gritó una voz en lo alto-. ¡Ojo con el agujero!
Guy emitió un sonido extraño, mitad suspiro, mitad gruñido.
– Deberíamos irnos -le dije dándole una palmada en el brazo-. Podría caernos algo encima.
Una vez fuera, vi que el rostro del enfermero estaba sombrío pero sereno. Al vernos pasar, Copynger lo saludó asintiendo con frialdad.
– A finales de noviembre, cuando se marcharon los demás, sir Gilbert me pidió que me quedara -me explicó Guy-. Lo habían puesto a cargo del monasterio hasta que llegara Portinari, y necesitaba alguien que conociera bien el lugar. En enero el estanque rebosó e inundó la huerta, y tuve que ayudarle a drenarlo.
– Debe de haber sido duro para vos seguir aquí después de que se fueran vuestros hermanos…
– No demasiado, al menos hasta hace una semana, cuando llegaron los funcionarios de Desamortización y empezaron a vaciarlo todo. Durante el invierno, tenía la sensación de que los monjes volverían en cualquier momento.
De pronto, un gran trozo de plomo se estrelló contra el suelo detrás de nosotros, y el hermano Guy dio un respingo.
– ¿Esperabais un aplazamiento?
El enfermero se encogió de hombros.
– La esperanza es lo último que se pierde. Además, no tenía adonde ir. Todo este tiempo he estado esperando que me dijeran si me conceden permiso para irme a Francia.
– Si tardan en contestaros, tal vez pueda hacer algo.
Guy sacudió la cabeza.
– No, me contestaron hace una semana. Me lo han negado. Se rumorea que Francia y España han vuelto a aliarse contra Inglaterra. Tendré que ir pensando en cambiar el hábito por un jubón y unas calzas. Después de tanto tiempo, voy a sentirme muy raro. ¡Y deberé dejarme crecer el pelo! -añadió Guy bajándose la capucha y pasándose la mano por la corona de rizos negros, en la que empezaban a asomar las canas.
– ¿Qué pensáis hacer?
– Me iré dentro de unos días. No puedo estar aquí cuando derriben los edificios. Vendrá toda la ciudad, y esto se convertirá en una feria. Cuánto debían de odiarnos… -murmuró Guy, y soltó un suspiro-. Quizá vaya a Londres, donde los negros no somos tan exóticos.
– Tal vez podáis ejercer como médico. Después de todo, tenéis un título de Lovaina.
– Sí, pero ¿me admitiría el Colegio de Médicos? ¿O el gremio de boticarios? ¿Admitirían a un ex monje con la cara del color del barro?
Guy arqueó una ceja y sonrió con tristeza.
– Uno de mis clientes es médico. Podría hablar con él.
Guy vaciló; luego sonrió.
– Gracias. Os estaría muy agradecido.
– También puedo ayudaros a encontrar alojamiento. Os daré mi dirección antes de que os vayáis. Hacedme una visita, ¿de acuerdo?
– ¿No os perjudicará relacionaros conmigo? -No volveré a trabajar para lord Cromwell. Viviré más tranquilo si me dedico a mi despacho. Y así podré pintar.
– Tened cuidado, Matthew -me susurró Guy echando un vistazo a nuestras espaldas-. No creo que os convenga pasearos charlando amistosamente conmigo en presencia de sir Gilbert.
– Al diablo con Copynger. No soy tan tonto como para hacer algo que viole la ley. Y, aunque tal vez no sea el reformista que fui, tampoco me he vuelto papista.
– Eso no es suficiente protección en estos días.
– Puede que no. Pero si nadie está seguro, y ciertamente nadie lo está, prefiero no estarlo ocupándome de mis propios asuntos en mi casa. -Pasamos ante la casa del abad, que ahora era la de Copynger. Un jardinero estaba esparciendo estiércol de caballo alrededor de los rosales-. ¿Ha arrendado mucha tierra Copynger?
– Mucha, sí, y muy barata.
– Ha tenido suerte.
– ¿Y vos? ¿No os han recompensado?
– No. Conseguí encontrar al asesino, recuperar el oro robado y obtener la cesión del monasterio, pero no lo bastante deprisa para Cromwell. -Hice una pausa y me acordé de todos los que habían muerto-. No. No lo bastante deprisa.
– Hicisteis todo lo humanamente posible.
– Tal vez, aunque a veces pienso que, si hubiera sido capaz de dejar a un lado la antipatía que me inspiraba Edwig, habría conseguido ser más objetivo y penetrar en su alma. Aún hoy me cuesta aceptar que alguien tan ordenado y puntilloso como él estuviera tan profundamente trastornado. Tal vez utilizaba ese orden, esa obsesión por los números y el dinero, para mantenerse bajo control. Puede que sus sueños de sangre le dieran miedo.
– Ruego a Dios que fuera así.
– Pero lo cierto es que esa obsesión por los números acabó alimentando su locura -dije, y solté un suspiro-. Descubrir la verdad nunca es fácil.
Guy asintió.
– Se necesita paciencia, coraje y esfuerzo, si lo que se desea encontrar es la verdad…
– ¿Sabíais que Jerome murió?
– No. No sabía nada de él desde noviembre, cuando se lo llevaron.
– Cromwell lo hizo encerrar en las mazmorras de Newgate, donde mataron de hambre a sus hermanos. Murió poco después.
– Dios acoja su alma torturada. -El hermano Guy hizo una pausa y me miró dubitativo-. ¿Sabéis qué ha sido de la mano del Buen Ladrón? Se la llevaron el mismo día que a Jerome.
– No. Supongo que se quedarían con las esmeraldas y fundirían el relicario. La mano debe de haber sido pasto de las llamas.
– Era auténtica, ¿sabéis? Existen pruebas sólidas.
– ¿Aún creéis que podía obrar milagros? -Guy no respondió; durante unos instantes seguimos caminando en silencio y entramos en el cementerio de los monjes, donde los obreros seguían retirando lápidas; en el camposanto laico, los panteones familiares habían quedado reducidos a pilas de cascotes-. Decidme, hermano, ¿qué ha sido del abad Fabián? -le pregunté al fin-. Tengo entendido que le negaron la pensión por no firmar el documento de cesión.
Guy movió la cabeza con pesar.
– Vive con su hermana, que es costurera en Scarnsea. No ha mejorado. Hay días que se empeña en ir a cazar o visitar a los terratenientes locales, y su hermana se las ve y se las desea para impedir que salga a la calle vestido pobremente y montado en un jamelgo. Le he prescrito algunas medicinas, pero no han servido de nada. Ha perdido la cabeza.
– «¡Cómo han caído los poderosos!» -cité.
Comprendí que, inconscientemente, había dirigido nuestros pasos hacia la huerta. Al ver la muralla, se me hizo un nudo en la garganta y me detuve en seco.
– ¿Volvemos? -me preguntó Guy con suavidad.
– No. Sigamos.
Nos acercamos a la puerta que conducía a la marisma. Saqué mi juego de llaves y la abrí. Salimos al camino y contemplamos el lúgubre paisaje. La balsa que cubría la marisma en noviembre había desaparecido hacía tiempo y ahora se extendía ante nosotros un silencioso yermo marrón salpicado de cañaverales que se mecían en la brisa y se reflejaban en las charcas de agua estancada. El río iba crecido; el viento del mar despeinaba las plumas de las gaviotas posadas en las márgenes.