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– Me visitan en sueños -murmuré tras un largo silencio-. Mark y Alice. Los veo braceando en el agua, hundiéndose, pidiendo auxilio… A veces me despierto gritando -añadí con voz ahogada-. Aunque de distinto modo, los quería a los dos.

El hermano Guy me miró con expresión dubitativa; al cabo de unos instantes, se llevó la mano al interior del hábito, sacó un papel doblado y cubierto de arrugas y me lo tendió.

– No sabía si debía mostraros esto. Temía que os hiciera más daño que otra cosa.

– ¿Qué es?

– Lo encontré hace un mes sobre el escritorio de mi gabinete. Una mañana entré y allí estaba. Supongo que algún contrabandista sobornó a un hombre de Copynger para que lo dejara allí. Es de ella, pero la escribió él.

Abrí la carta y empecé a leer la clara letra redonda de Mark.

Hermano Guy:

Le he pedido a Mark que os escriba estas líneas en mi lugar, pues tiene mejor letra que yo. Os las envío con un hombre de Scarnsea que viene a menudo a Francia, cuyo nombre prefiero mantener en secreto.

Os ruego me perdonéis por escribiros. Mark y yo estamos sanos y salvos en Francia, aunque no puedo deciros dónde. No sé cómo conseguimos atravesar la ciénaga aquella noche; hubo un momento en que Mark se hundió en el lodo, y creí que no podría sacarlo. Pero gracias a Dios conseguimos llegar al barco.

Nos casamos hace un mes. Mark sabía algo de francés y está mejorando tan deprisa que confiamos en que consiga trabajo como escribiente en la pequeña ciudad en la que vivimos. Somos felices, y yo empiezo a sentir una paz como no había sentido desde la muerte de mi primo, aunque no sé si el mundo nos dejará tranquilos en los tiempos que vivimos.

No hay ninguna razón para que todo esto os interese, pero deseaba que supierais que para mí fue muy amargo verme obligada a engañar a alguien que me protegió y que me enseñó tantas cosas. Lo lamentaré siempre, pero nunca me arrepentiré de haber matado a aquel hombre; si alguien merecía morir, era él. No sé qué será de vos fuera del monasterio, pero rezo a Nuestro Señor Jesucristo para que os guíe y proteja.

Alice Poer 25 de enero de 1538

Volví a doblar la carta y clavé los ojos en el estuario.

– Ni siquiera me mencionan.

– Es una carta de Alice dirigida a mí. No podían saber que volveríamos a vernos.

– Así que están vivos y bien… ¡Mal rayo los parta! Puede que ahora deje de soñar con ellos. ¿Puedo decírselo al padre de Mark? Está destrozado. Sólo le diré que me han informado de que Mark está vivo.

– Por supuesto.

– Alice tiene razón. Ya no hay ningún sitio seguro en el mundo, ninguna certeza. A veces pienso en el hermano Edwig y su locura: creía que podía comprar el perdón de Dios por sus crímenes con dos alforjas de oro robado. Puede que todos estemos un poco locos. La Biblia dice que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, pero me parece que nosotros lo hacemos y lo rehacemos a la imagen que mejor se adapta a nuestras cambiantes necesidades. Me pregunto si Él lo sabe o le importa. Todo se disuelve, hermano Guy, todo es disolución.

Nos quedamos callados observando las gaviotas que se abatían sobre el río, mientras a nuestras espaldas se oía un lejano estrépito de plomo.

Nota histórica

La disolución de los monasterios ingleses fue concebida y llevada a cabo entre 1536 y 1540 por Thomas Cromwell, en su calidad de vicerregente y vicario general. Tras una inspección de los monasterios, que proporcionó abundante material comprometedor, en 1536 Cromwell obtuvo del Parlamento la aprobación de una ley que disolvía los pequeños monasterios. No obstante, cuando sus agentes empezaron a aplicarla, el norte del país se alzó en armas de forma casi generalizada, en una rebelión conocida como la «Peregrinación de Gracia». Enrique VIII y Cromwell la atajaron sentándose a negociar con los cabecillas mientras reunían un ejército para aplastarlos.

La ofensiva contra los grandes monasterios se inició un año después con presiones como las descritas en la novela, ejercidas sobre los más vulnerables con el fin de arrancarles la cesión «voluntaria». La del priorato de Lewes, obtenida mediante intimidaciones en noviembre de 1537, fue crucial para conseguir que en los tres años siguientes todos los monasterios se entregaran al rey. En 1540 no quedaba ninguno abierto; los edificios fueron abandonados, aunque los funcionarios de Desamortización retiraron el plomo de los tejados. Los monjes recibieron pensiones. Los pocos que se resistieron se enfrentaron a una represión brutal. Parece indudable que los superiores y obedienciarios de la mayoría de los monasterios tenían más miedo a los comisionados, individuos sin duda despiadados, que los monjes de San Donato a Matthew Shardlake. Pero ni San Donato es un monasterio como la mayoría ni Shardlake un comisionado al uso.

Es un hecho generalmente admitido que las pruebas de múltiple adulterio contra Ana Bolena fueron falseadas por Cromwell para Enrique VIII, que se había cansado de la reina. Mark Smeaton fue el único de sus supuestos amantes que confesó, probablemente en el potro. Su padre era carpintero; su anterior ocupación como espadero es fruto de mi invención.

La Reforma de la Iglesia inglesa sigue siendo un hecho controvertido. La tesis de antiguos historiadores, para quienes la decadencia de la Iglesia católica había llegado a un punto que hacía necesaria, si no inevitable, una reforma radical, ha sido rebatida recientemente por numerosos autores, entre los que destacan C. Haigh, con English Reformations («Las Reformas inglesas», Oxford University Press, 1993) y E. Duffy, con The Stripping ofthe Altars («El despojamiento de los altares», Yale University Press, 1992), que describen una Iglesia pujante y popular. En mi opinión, estos estudiosos, especialmente Duffy, idealizan la vida católica medieval; resulta significativo que apenas mencionen la Disolución, que no ha merecido un estudio exhaustivo desde la publicación de The Religious Orders in England: The Tudor Age («Las órdenes religiosas en Inglaterra: el periodo Tudor», Cambridge University Press, 1959), de David Knowles. En esta obra excepcional, el profesor Knowles, que unía a su condición de erudito la de monje católico, reconoce que la relajación de la vida en la mayoría de los grandes monasterios era escandalosa, y si bien deplora su extinción forzosa, considera que se habían alejado tanto de sus ideales fundacionales que no merecían pervivir tal como eran.

Nadie sabe realmente qué pensaba el pueblo inglés en su conjunto sobre la Reforma. En Londres y en determinadas zonas del sudeste había un fuerte movimiento protestante, mientras que el norte y el oeste seguían profundamente apegados al catolicismo; pero el centro del país, donde vivía la mayoría de la gente, continúa siendo terra incógnita en gran medida. Mi impresión es que la inmensa mayoría de la población debió de ver los sucesivos cambios que les imponían desde arriba tal y como los ven Alice y Mark: como simples cambios decididos por las clases dominantes, que les decían lo que debían pensar y hacer, como siempre. Hubo tantos cambios -primero, la implantación de un protestantismo cada vez más radical; luego, bajo María Tudor, la vuelta al catolicismo; y, por último, el definitivo retorno al protestantismo durante el reinado de Isabel I- que la mayoría de la gente difícilmente pudo dejar de contemplarlos con escepticismo. No lo decían, porque naturalmente su opinión no le importaba a nadie; pero sobre todo porque, si Isabel tal vez no deseó abrir ventanas en las almas de los hombres, sus predecesores las abrieron con el fuego y el hacha.