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– Parece que es un cartujo -murmuré.

– Creía que habían cerrado todas las casas de esa orden y ejecutado a la mitad de los monjes por traición.

– Y creías bien. ¿Qué hará aquí?

Oí toser a mis espaldas. El portero había vuelto acompañado por un monje bajo y rechoncho de unos cuarenta años. La franja de pelo que rodeaba su tonsura era castaña con hebras grises y la dureza de su rubicundo rostro quedaba atenuada por las redondeces y adiposidades de la buena vida. La insignia cosida a la pechera del hábito representaba una llave. Tras él, había un muchacho pelirrojo de aspecto nervioso vestido con el hábito gris de los novicios.

– Muy bien, Bugge -dijo el recién llegado con el áspero y claro acento de los escoceses-, ya puedes volver a tus obligaciones. -El portero dio media vuelta a regañadientes-. Soy el prior, hermano Mortimus de Kelso. -¿Dónde está el abad?

– En estos momentos, se encuentra ausente. Yo soy el segundo director del monasterio y responsable de la administración diaria de San Donato -dijo el hermano Mortimus, observándonos con atención-. ¿Venís en respuesta a la carta del doctor Goodhaps? No ha aparecido ningún mensajero anunciando vuestra llegada; me temo que no hay alojamiento preparado.

Di un paso atrás, porque me había llegado un olor nada agradable. Por mis años con los monjes, sabía de su apego a la vieja creencia de que lavarse no es sano, lo que los llevaba a no hacerlo más que media docena de veces al año.

– Lord Cromwell nos ordenó partir de inmediato. Soy el doctor Matthew Shardlake, comisionado designado para investigar los hechos que mencionaba el doctor Goodhaps en su carta. -Bienvenido al monasterio de San Donato -respondió el prior inclinando la cabeza-. Os pido disculpas por el comportamiento de nuestro portero, pero las circunstancias aconsejan que nos mantengamos tan aislados del mundo como sea posible.

– Nuestro asunto es urgente, hermano Mortimus -repliqué con viveza-. Decidme, por favor, ¿es cierto que Robin Singleton ha muerto?

El rostro del prior se ensombreció.

– Lo es -respondió persignándose-. Brutalmente asesinado por un desconocido. Ha sido una terrible desgracia.

– Entonces, tenemos que ver al abad de inmediato.

– Os llevaré a su casa. No tardará en volver. Rezo para que podáis arrojar luz sobre lo ocurrido aquí. Sangre derramada en un lugar sagrado… Peor aún. -El prior sacudió la cabeza y, cambiando súbitamente de actitud, se volvió hacia el muchacho, que nos miraba con ojos como platos, y le gritó-: ¡Los caballos, Whelplay! ¡Al establo!

El novicio era apenas un niño, delgado y de aspecto frágil, que parecía más cerca de los dieciséis años que de los dieciocho que eran necesarios para hacer el noviciado. Bajé la alforja que contenía mis documentos y se la di a Mark, mientras el novicio cogía las riendas de los animales. Tras dar unos pasos, se volvió para mirarnos y, al hacerlo, resbaló en un montón de excrementos de perro, cayó de espaldas y aterrizó en el suelo con un ruido seco. Los caballos relincharon asustados y todos los que estaban en el patio rompieron a reír. El rostro del prior Mortimus enrojeció de ira. Se acercó al chico, que se estaba levantando, le dio un empujón y volvió a lanzarlo sobre la inmundicia. Las carcajadas redoblaron.

– ¡Por las llagas de Cristo que eres un asno, Whelplay! -gritó el prior-. ¿Quieres espantar a los caballos del comisionado del rey?

– No, señor prior -murmuró el chico con voz temblorosa-. Os ruego que me perdonéis.

Me acerqué, cogí las riendas de Chancery y ofrecí la otra mano al novicio, procurando no rozar su hábito cubierto de excrementos.

– Los caballos se espantarán con todo este escándalo -dije con voz suave-. No te apures, muchacho, puede pasarle a cualquiera. -Le tendí las riendas y, tras lanzar una rápida mirada al congestionado rostro del prior, el novicio se alejó con los animales-. Ahora, señor, si nos mostráis el camino… -murmuré volviéndome hacia el hermano Mortimus.

El escocés me miró de hito en hito. Ahora tenía el rostro morado.

– Con todos mis respetos, señor, yo soy el responsable de la disciplina en esta casa. El rey ha ordenado muchos cambios en nuestras vidas, y nuestros hermanos más jóvenes necesitan aprender obediencia más que nunca.

– ¿Tenéis problemas para que vuestros jóvenes hermanos obedezcan las nuevas disposiciones de lord Cromwell?

– No, señor, no los tengo. Siempre que se permita usar la disciplina.

– ¿Por resbalar en una mierda de perro? -repliqué sin alterarme-. ¿No sería mejor aplicar la disciplina a los perros y mantenerlos fuera del patio?

El prior parecía a punto de replicarme, pero, para mi sorpresa, soltó una áspera carcajada.

– Tenéis razón, señor, pero el abad no quiere encerrarlos. Le gusta que estén en forma cuando sale a cazar.

Mientras el prior hablaba, yo observaba su rostro, que pasó del púrpura al rojo del principio. Pensé que debía de ser un hombre con unos ataques de cólera terribles.

– ¿A cazar? Me pregunto qué habría dicho de eso san Benito. -El abad tiene sus propias reglas -respondió el prior mirándome significativamente.

Lo seguimos en dirección a un hermoso edificio de dos plantas, rodeado por un jardín de rosas. Era una residencia digna de un caballero que no habría desentonado en Chancery Lañe. Al pasar delante del establo, vi al novicio, que metía mi caballo en un pesebre. El muchacho se volvió y me miró con una extraña intensidad. Dejamos atrás la destilería y la forja, cuyo resplandor resultaba especialmente agradable con aquel frío, y pasamos por delante de otro taller en cuyo interior se veían varios bloques de piedra tallada y ornamentada. En la puerta, un hombre de barba gris con delantal de cantero examinaba los planos que había tendidos sobre un tablero. A su lado, dos monjes discutían acaloradamente.

– No p-puede ser -dijo el hermano de más edad con firmeza. Era un cuarentón rechoncho, con una franja de pelo rizado en torno a la tonsura, cara redonda y ojillos negros y duros. Sus regordetes dedos revolotearon sobre los planos-. Si utilizamos piedra de Caen, agotaremos el presupuesto de los próximos tres años.

– No puede hacerse más barato -aseguró el cantero-, si queremos hacerlo bien.

– Hay que hacerlo bien -afirmó enfáticamente el otro monje con voz profunda y sonora-. De lo contrario, destruiremos la simetría de la iglesia y saltará a la vista la diferencia de revestimientos. Si no estáis de acuerdo, hermano tesorero, tendré que hablar con el abad.

– Hacedlo. No os servirá de nada -replicó el otro, que, al advertir nuestra presencia, nos clavó sus ojillos negros y se inclinó sobre los planos.

El monje joven nos observó con detenimiento. Aparentaba unos treinta años. Era alto y fuerte y tenía un rostro agradable de marcadas facciones y una corona de abundante pelo rubio, tieso como la paja. Sus ojos eran grandes, de un azul pálido y límpido. Dirigió una larga mirada a Mark, que se la devolvió con frialdad, al tiempo que se inclinaba ante el prior. Éste se limitó a responder con un rápido movimiento de cabeza.

– Interesante -le susurré a Mark-. Se comportan como si sobre el monasterio no pesara ninguna amenaza. Hablan de restaurar la iglesia como si las cosas fueran a seguir igual eternamente. -¿Habéis advertido cómo me ha mirado el alto? -Sí. Eso también ha sido muy interesante. Pasábamos junto al crucero de la iglesia, cerca ya de la casa, cuando una figura blanca salió de detrás de un contrafuerte y nos cortó el paso. Era el cartujo que habíamos visto mientras esperábamos en la entrada.

– ¡No quiero problemas, hermano Jerome! -le espetó el prior, apresurándose a interponerse entre él y nosotros-. ¡Volved a vuestras oraciones!