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– ¡Apartaos! -chilló la vieja desabridamente-. Ya os he sacado a Tabitha, pero si la atosigáis no dirá nada. -¡Que hable! -se oyó gritar.

– ¡Quiero cobrar por mi trabajo! -replicó la vieja con descaro-. ¡Si echáis un cuarto de penique a sus pies, Tabitha hablará!

– Seguro que hay truco -rezongó Pepper, que no obstante se unió a los que arrojaban dinero al pie de la percha.

La vieja recogió las monedas del barro y se volvió hacia el pájaro.

– ¡Tabitha! -exclamó-. Di: «¡Dios salve al rey Enrique!

¡Una misa por la pobre reina Juana!»

El animal se balanceó sobre sus escamosas patas y miró al gentío con ojos vidriosos. De pronto, con una voz muy parecida a la de su dueña, graznó:

– ¡Dios salve al rey Enrique! ¡Misa para la reina Juana!

Los de la primera fila retrocedieron instintivamente y casi todos alzaron los brazos y se persignaron.

Pepper soltó un silbido.

– ¿Qué decís a eso, Shardlake?

– No sé… Sin duda, se trata de algún truco.

– Otra vez -pidió alguien-. ¡Una vez más!

– ¡Tabitha! Di: «¡Muerte al Papa! ¡Muerte al obispo de

Roma!»

– ¡Muerte al Papa! ¡Obispo de Roma! ¡Dios salve al rey Enrique!

El animal abrió las alas, para gran susto del público, que ahogó un grito. Advertí que le habían cortado casi la mitad de cada ala; el pobre animal no volvería a volar. El pájaro hundió el pico entre las plumas del pecho para acicalarse.

– ¡Venid mañana a las escaleras de San Pablo y oiréis más! -gritó la vieja-. Decidle a vuestros conocidos que Tabitha, el pájaro parlanchín de las Indias, estará allí a las doce… ¡recién llegado del Perú, donde cientos de animales como él conversan entre ellos en su gran ciudad de nidos construidos sobre las ramas de los árboles!

Tras el anuncio, deteniéndose únicamente para recoger del suelo un par de monedas que había pasado por alto, la vieja cogió la percha y desapareció en el interior de la taberna, mientras el ave agitaba violentamente sus mutiladas extremidades para mantener el equilibrio.

La muchedumbre se dispersó entre murmullos de asombro. Yo tiré de las riendas de Chancery y eché a andar hacia la calle principal, acompañado por Pepper y su amigo.

Mi colega había abandonado su habitual arrogancia. -He oído contar muchas maravillas de ese Perú conquistado por los españoles. Siempre he pensado que la mitad de las fábulas que nos llegan de las Indias no son creíbles, pero esto… ¡Pardiez!

– Es un truco -dije yo-. ¿No os habéis fijado en los ojos del pájaro? No se ve en ellos la menor inteligencia. Y el modo en que ha parado de hablar para arreglarse las plumas…

– Pero ha hablado, señor -repuso Mintling-. Todos lo hemos oído.

– Se puede hablar sin saber. ¿Y si el pájaro se limita a repetir las palabras de la vieja, del mismo modo que un perro acude a la llamada de su amo? He oído decir que los arrendajos también pueden hacerlo.

Llegamos a la esquina y nos detuvimos. Pepper sonrió de oreja a oreja.

– La verdad es que en la iglesia la gente responde a los latinajos del cura sin saber lo que significan.

Me encogí de hombros. Aquellas opiniones sobre la misa latina no eran ortodoxas, y no pensaba dejarme arrastrar a una polémica religiosa.

– Bueno, me temo que debo dejaros -les dije esbozando una reverencia-. Lord Cromwell me espera en Westminster.

El joven pareció impresionado, y Pepper se esforzó en no parecerlo; mientras tanto, yo había montado a lomos de Chancery me abría paso entre el gentío, sonriendo con ironía. Los abogados son los animales más chismosos creados por Dios, y no me perjudicaría en absoluto si Pepper hacía correr la voz por los tribunales de que yo tenía una audiencia personal con el primer secretario. Pero mi regocijo duró poco, pues cuando llegué a Fleet Street comenzaron a estallar gruesas gotas contra el polvoriento empedrado y, a la altura de Temple Bar, la lluvia caía con fuerza y me azotaba el rostro. Me calé la capucha de la capa y la sujeté mientras seguía mi camino bajo el temporal.

Cuando llegué al palacio de Westminster, el aguacero se había convertido en diluvio y el agua caía a cántaros sobre mí. Los pocos jinetes con los que me crucé iban, como yo, encorvados bajo las capas e intercambiaron conmigo exclamaciones sobre la que nos estaba cayendo encima.

Ya hacía algunos años que el rey se había trasladado a su nuevo y magnífico palacio de Whitehall, y ahora Westminster servía principalmente como sede de los tribunales. El de Desamortización había sido creado recientemente para adjudicar las propiedades de los conventos que habían sido clausurados en el último año. Lord Cromwell y su creciente séquito de funcionarios también tenían sus oficinas en el palacio, por lo que siempre estaba muy concurrido.

Generalmente, el patio se encontraba abarrotado de abogados vestidos de negro que examinaban pergaminos y de funcionarios que discutían o conspiraban en rincones apartados. Pero ese día la lluvia había ahuyentado a todo el mundo, y estaba casi desierto. Sólo se veía a un puñado de hombres desaliñados y pobremente vestidos, apiñados bajo la lluvia en la puerta de Desamortización. Eran antiguos monjes de las órdenes disueltas que habían ido a reclamar las parroquias que la ley les prometía. El funcionario debía de estar ausente; tal vez fuera el señor Mintling.

Uno de los monjes, un anciano de porte orgulloso, vestía aún el hábito cisterciense. Llevar semejante atuendo cerca de lord Cromwell era una auténtica temeridad.

Por lo general, los antiguos monjes parecían perros apaleados, pero aquéllos miraban con expresión horrorizada hacia un extremo del patio, donde unos carreteros descargaban dos enormes carromatos y amontonaban su contenido contra un muro, maldiciendo el agua que se les metía en los ojos y en la boca. Al principio, pensé que se trataba de leña para las chimeneas de los funcionarios; pero, cuando detuve a Chancery, vi que acarreaban urnas, estatuas de madera y escayola, y grandes cruces primorosamente talladas y decoradas. Sin duda eran reliquias e imágenes de los monasterios clausurados, cuyo culto deseábamos erradicar los que creíamos en la Reforma. Retiradas de sus lugares de honor y amontonadas bajo la lluvia, habían perdido todo su poder. Reprimí un sentimiento de lástima, saludé al pequeño grupo de monjes con un triste movimiento de cabeza y dirigí a Chancery hacia el arco de entrada.

En la cuadra, me sequé lo mejor que pude con la toalla que me ofreció el mozo. Luego, entré en el palacio y mostré la carta de lord Cromwell al guardia, que me acompañó fuera de la zona pública y me condujo por el laberinto de pasillos interiores sosteniendo en alto su reluciente pica.

Cruzamos una gran puerta custodiada por dos hombres armados, y accedimos a una sala alargada e iluminada con innumerables velas. En otros tiempos había sido un salón de banquetes, pero ahora estaba ocupada por hileras de pupitres, ante los que había escribientes vestidos de negro ordenando montañas de correspondencia. Uno de ellos, un anciano rechoncho con los dedos negros de tinta tras toda una vida de trabajo, se precipitó a mi encuentro.

– ¿Doctor Shardlake? Habéis sido puntual.

Me sorprendió que me conociera, pero comprendí que debía de estar esperando a un jorobado.

– El tiempo ha sido benigno… hasta hace un momento -respondí bajando la vista hacia mis empapadas calzas.

– El vicario general me ha ordenado que os llevara a su presencia en cuanto llegarais.

Avanzamos entre dos hileras de atareados escribientes, haciendo vacilar la luz de sus velas a nuestro paso. Ahora podía hacerme una idea de la extensa red de control que había creado mi señor. Los comisionados de la Iglesia y los magistrados locales, que contaban con sus propias redes de confidentes, tenían órdenes de informar sobre cualquier rumor de descontento o traición; todos ellos eran investigados con el máximo rigor de la ley, que aumentaba la dureza de las penas año tras año. Ya había estallado una rebelión contra los cambios religiosos; la segunda podía acabar con el reino.