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El monje alto y delgado se apartó de la mesa de juego y se acercó a nosotros.

– Perdonad al hermano Jude, señor, dice las cosas sin pensar. Soy el hermano Hugh, el mayordomo. Sabemos que debemos enmendarnos, comisionado, y lo haremos de buen grado -dijo fulminando a su compañero con la mirada.

– Bien. Eso me facilitará el trabajo. Vamos, hermano Guy. Tenemos un cadáver que examinar.

El joven monje grueso dio un vacilante paso al frente.

– Perdonad mi torpeza, señor. Tengo una llaga en la pierna que me está matando -dijo mirándonos acongojado.

El hermano Guy le puso una mano en el hombro.

– Si siguierais mi dieta, Septimus, vuestras pobres piernas no tendrían que soportar tanto peso. No me extraña que protesten.

– Soy débil, hermano. Necesito comer.

– A veces lamento que el Concilio de Letrán levantara la prohibición de comer carne. Ahora perdonadnos, Septimus, tenemos que ir al panteón. Os alegrará saber que el comisionado Singleton podría recibir cristiana sepultura pronto.

– ¡Alabado sea Dios! No me atrevo a acercarme al cementerio. Un cuerpo insepulto, un hombre muerto sin confesión… -Sí, sí. Ahora idos, casi es hora de vísperas. El hermano Guy lo apartó, abrió otra puerta y nos condujo de nuevo al exterior. Vimos una extensión de terreno llano salpicado de lápidas, entre las que se alzaba un puñado de fantasmales formas blancas, que identifiqué como panteones familiares. El hermano Guy se cubrió con la capucha del hábito para protegerse de la nieve, que ahora caía en apretados copos.

– Debéis perdonar al hermano Septimus -dijo el enfermero-. Es un pobre hombre sin maldad.

– No me extraña que le duelan las piernas -comentó Mark-, con el peso que deben soportar.

– Los monjes pasan muchas horas de pie en el frío de la iglesia, señor Poer. Un poco de grasa no les viene mal. Pero permanecer tanto tiempo así produce llagas varicosas. La vida monástica no es tan fácil como parece. Y el pobre Septimus no tiene voluntad para dejar de atiborrarse.

– No hace tiempo para pararse aquí a charlar -dije yo con un escalofrío.

El hermano Guy levantó el candil y nos guió entre las tumbas. Le pregunté si aquella noche había encontrado la puerta de la cocina cerrada con llave.

– Sí. Entré por la puerta que da al patio del claustro, que por la noche siempre está cerrada, y recorrí el corto pasillo que lleva a la cocina. La puerta interior no suele estar cerrada con llave, porque sólo se puede llegar a ella por ese pasillo. Nada más abrirla, resbalé y estuve a punto de caerme al suelo. Al bajar el candil, vi el cadáver decapitado.

– El doctor Goodhaps también ha dicho que resbaló. Así pues, ¿la sangre aún estaba fresca?

El enfermero pensó durante unos instantes.

– Sí, no había empezado a coagularse.

– Por lo tanto, no podía hacer mucho que se había cometido el crimen.

– No, no podía hacer mucho.

– Y mientras os dirigíais a la cocina, ¿no visteis a nadie?

– No.

Me alegré al ver que mi cerebro volvía a funcionar, que mi mente trabajaba a pleno rendimiento una vez más.

– El asesino de Singleton debía de estar cubierto de sangre. Llevaría la ropa manchada, dejaría un rastro de huellas de sangre…

– Yo no vi nada. Pero confieso que no tenía la mente lo bastante clara como para mirar a mi alrededor; estaba conmocionado. Más tarde, cuando la noticia despertó a todo el monasterio, los que entraron en la cocina dejaron huellas de sangre por todas partes.

– Y el asesino podría haber ido a la iglesia, profanado el altar y robado la reliquia después de cometer el crimen -dije tras reflexionar unos instantes-. ¿Visteis vos, o cualquier otra persona, alguna huella de sangre en el trayecto de la cocina a la iglesia o dentro de la iglesia?

El hermano Guy me miró con una expresión sombría.

– Sí, en la iglesia había manchas de sangre, pero dimos por sentado que era del gallo sacrificado. En cuanto al claustro, empezó a llover antes del alba y no paró en todo el día. De haber habido huellas, el agua las habría borrado.

– ¿Qué hicisteis inmediatamente después de encontrar el cuerpo?

– Fui en busca del abad, por supuesto. Ya hemos llegado. El monje nos había conducido hasta uno de los panteones más grandes del cementerio, una construcción de la misma caliza amarillenta que el resto de los edificios del monasterio, erigida sobre un pequeño promontorio. Tenía una pesada puerta de madera, lo bastante ancha para entrar con un ataúd.

– Bueno, acabemos con esto cuanto antes -dije, quitándome un copo de nieve de las pestañas.

El hermano sacó una llave, y yo respiré hondo y murmuré una silenciosa plegaria para que Dios diera fuerzas a mi delicado estómago.

* * *

Tuvimos que agacharnos para entrar en la baja cámara encalada. Dentro hacía un frío glacial, pues el viento penetraba por un tragaluz enrejado. En el aire flotaba el dulzón y penetrante hedor habitual de todas las tumbas. A la vacilante luz del candil, vi que las paredes estaban llenas de nichos que contenían sepulcros de piedra con estatuas yacentes de los difuntos representados en actitud suplicante. La mayoría de los hombres vestía armaduras de siglos pasados.

El hermano Guy dejó el candil en el suelo, cruzó los brazos y se metió las manos en las mangas para protegérselas del frío.

– El panteón de los Fitzhugh -murmuró-, la familia que fundó el monasterio. Enterraban aquí a todos sus muertos. El último murió en las guerras civiles del siglo pasado.

De pronto, un fuerte ruido metálico rompió el silencio de la cámara. Sobresaltado, di un respingo, y otro tanto hizo el monje, con los ojos muy abiertos en su negro rostro. Al volverme, vi a Mark, que estaba agachado recogiendo el manojo de llaves del enlosado.

– Lo siento, señor -murmuró-. Creía que las llevaba bien sujetas.

– ¡Por el amor de Dios!… -exclamé temblando de pies a cabeza-. ¡No seas manazas!

En el centro de la cámara había un gran candelabro de hierro provisto de gruesos cirios. El hermano Guy los encendió con la llama del candil, y una claridad amarilla inundó la cámara.

– Esta tumba es la única que está vacía, y seguirá estándolo -dijo el enfermero, acercándose a un sepulcro cubierto con una losa sin adornos ni inscripciones-. El último heredero varón murió en Bosworth con el rey Ricardo III. «Sic transit gloria mundi» -añadió sonriendo melancólicamente.

– ¿Ahí es donde está Singleton?

El monje asintió.

– Lleva en ella tres días, pero seguramente el frío lo habrá conservado en buen estado. Volví a respirar hondo.

– Entonces, quitemos la losa. Ayúdale, Mark.

Mark y el hermano Guy empujaron la pesada losa hacia el sepulcro contiguo. Al principio, se resistió a sus esfuerzos, pero luego se deslizó de golpe y la cámara se llenó súbitamente de un penetrante hedor a putrefacción. Mark retrocedió con una mueca de asco.

– No en tan buen estado… -murmuró.

El hermano Guy se asomó al interior del sepulcro y se santiguó. Yo me acerqué y me agarré al borde de piedra.

El cuerpo estaba envuelto en una sábana blanca que sólo dejaba a la vista los tobillos y los pies, que eran de un blanco alabastrino en el que destacaban las uñas, largas y amarillentas. En el otro extremo de la sábana, el cuello había dejado escapar un poco de sangre clara, mientras que debajo de la cabeza, colocada junto al cuerpo en posición vertical, se había formado un charco más oscuro. Miré el rostro de Robin Singleton, a quien en otros tiempos había desafiado en la sala del tribunal.

Era un hombre delgado, de unos treinta años, de pelo negro y larga nariz. Advertí que la barba empezaba a oscurecer sus pálidas mejillas y, al ver aquella cabeza separada del cuello y colocada sobre la piedra ensangrentada, sentí que el estómago me daba un vuelco. La boca estaba casi cerrada, pero el blanco de los dientes asomaba entre los labios. Los ojos, de color azul oscuro, estaban vidriosos y muy abiertos. Mientras los miraba, un insecto diminuto salió de debajo de un párpado, cruzó el globo ocular y desapareció bajo el otro párpado. Tragué saliva, di media vuelta y me acerqué a la claraboya para aspirar una gran bocanada de frío aire nocturno. Reprimiendo una arcada, obligué a mi mente a ordenar lo que acababa de ver.