Выбрать главу

– ¿El novicio no va a probar esta deliciosa sopa? -le pregunté al prior, que estaba sentado frente a mí.

– Hasta dentro de cuatro días, no. Como parte de su castigo, permanecerá ahí durante las comidas. Tiene que aprender. ¿Os parezco demasiado severo, señor?

– ¿Cuántos años tiene? No aparenta los dieciocho.

– Pronto cumplirá veinte, aunque nadie lo diría viéndolo tan esmirriado. Hemos tenido que prolongar su noviciado; no consigue hacerse con el latín, aunque tiene buen oído para la música. Ayuda al hermano Gabriel. Simón Whelplay necesita aprender obediencia. Se ha ganado el castigo, entre otras cosas, por evitar los oficios en inglés. Cuando impongo un correctivo a alguien intento que no lo olvide, ni él ni los demás.

– B-bien dicho, hermano prior -aprobó el tesorero asintiendo enérgicamente y dedicándome una fría sonrisa que trazó un fugaz tajo en su mofletudo rostro-. Comisionado…, soy el hermano Edwig, el tesorero -se presentó dejando la cuchara en el plato, que había vaciado en un suspiro.

– Entonces, ¿sois el responsable de administrar los fondos del monasterio?

– Y de r-recaudarlos, y de que los gastos no superen los ingresos -añadió con un orgullo que contrastaba con su tartamudeo.

– Creo que os he visto antes en el patio, discutiendo con un hermano sobre… ciertas obras en la iglesia, ¿me equivoco?

Me volví hacia el monje alto y rubio que unas horas antes había mirado lujuriosamente a mi ayudante. Ahora estaba sentado casi enfrente de Mark, al que no paraba de lanzar miradas furtivas. Al captar la mía, se inclinó sobre la mesa para presentarse.

– Gabriel de Ashford, comisionado. Soy el sacristán, además de chantre. Me ocupo de la iglesia y de la biblioteca, así como del coro. Ahora somos tan pocos que tenemos que compaginar varios oficios.

– Comprendo. Cien años atrás seríais… ¿cuántos, el doble que ahora? De modo que la iglesia necesita reformas…

– Ya lo creo, señor -dijo el sacristán, inclinándose hacia mí tan impulsivamente que casi derramó la sopa al hermano Guy-. ¿La habéis visitado ya?

– No. Pensaba hacerlo mañana.

– Tenemos la iglesia normanda más hermosa de toda la costa meridional. Tiene cerca de cuatrocientos años de antigüedad y puede compararse con los mejores templos benedictinos de Normandía. Pero uno de los muros ha empezado a agrietarse desde el techo. Urge repararla, y habría que hacerlo con piedra de Caen, como la que se utilizó para construirla…

– Hermano Gabriel -dijo el prior con sequedad-, el doctor Shardlake tiene cosas más importantes que hacer que admirar la arquitectura de la iglesia. Además, tal vez la encuentre demasiado recargada -añadió con intención.

– Pero, si no me equivoco, la Nueva Doctrina no condena la belleza arquitectónica…

– A no ser que la congregación dé en adorar el edificio en lugar de a Dios -repuse-. Eso sería idolatría.

– Nada más lejos de mi intención -se apresuró a responder el sacristán-. Pero creo que en cualquier edificio hermoso la vista debería poder apreciar la exactitud de las proporciones, la armonía del conjunto…

El hermano Edwig hizo una mueca sarcástica.

– Lo que su c-caridad quiere decir es que, para satisfacer su ideal estético, el monasterio debería arruinarse importando grandes bloques de piedra caliza francesa. Me gustaría saber cómo piensa transportarlos por la marisma.

– ¿No cuenta el monasterio con suficientes fondos? -les pregunté-. Según he leído, las rentas que obtenéis de vuestras tierras ascienden a ochocientas libras anuales. Y siguen aumentando de año en año, como bien saben los pobres que las pagan. Mientras hablaba, los criados habían vuelto trayendo bandejas con grandes y humeantes carpas y platos de verdura. Entre ellos había una mujer, un viejo adefesio de nariz ganchuda, y no pude evitar pensar que Alice debía de sentirse muy sola si aquélla era toda la compañía femenina que tenía.

Volví a mirar al tesorero, que me observaba con el entrecejo fruncido.

– R-recientemente hemos tenido que vender tierras por diversas razones. Y la cantidad que pide el hermano Gabriel supera todo el presupuesto para reparaciones de los próximos cinco años. Servíos una de estas deliciosas carpas, señor. Han sido cogidas en nuestro propio estanque esta misma mañana.

– Pero sin duda podríais tomar dinero prestado a cuenta del superávit que debéis de tener todos los años…

– Gracias, señor. Ése es mi argumento -dijo el hermano Gabriel.

El tesorero frunció el entrecejo un poco más, dejó la cuchara junto al plato y agitó sus pequeñas y regordetas manos.

– Una administración pr-prudente aconseja no abrir un gran agujero en los ingresos de los años por venir, pues los intereses son voraces como ratones. La política del abad es mantener equilibrado el pr-pr…

En su acaloramiento, el congestionado tesorero perdió el control de su tartamudeo.

– Presupuesto -completó el prior en su lugar con una sonrisa desdeñosa. Luego, me sirvió una carpa, clavó el cuchillo en la suya y empezó a cortarla con entusiasmo.

El hermano Edwig le lanzó una mirada fulminante y bebió un sorbo del excelente vino blanco.

– Por supuesto, no es asunto mío -dije encogiéndome de hombros.

– Os p-pido disculpas si me he acalorado -dijo el tesorero dejando la copa en la mesa-. Es una vieja discusión entre el sacristán y yo -añadió esbozando otra breve sonrisa, que dejó al descubierto sus blancos y parejos dientes.

Me limité a asentir con gravedad y volví a mirar hacia la ventana del rincón. Seguían cayendo gruesos copos de nieve, que empezaban a formar una espesa capa sobre el suelo. Allí dentro había corriente y, aunque el fuego me calentaba por delante, tenía la espalda helada. En la esquina, el novicio tosió. Su cabeza, cubierta con la caperuza e inclinada hacia delante, permanecía en la sombra, pero advertí que las piernas le temblaban bajo el hábito.

De pronto, una voz destemplada rompió el silencio.

– ¡Idiotas! No habrá edificio nuevo. ¿No sabéis que el mundo ha dado su última vuelta? ¡El Anticristo está aquí, con nosotros! -Al volverme, vi que el cartujo se había incorporado en su banco de la otra mesa-. Un milenio de culto a Dios, en todas estas casas de oración, toca a su fin. ¡Pronto no quedará otra cosa que edificios vacíos y silencio, silencio para que el Diablo lo llene con sus bramidos!

La voz se convirtió en un grito, mientras los ojos del hermano Jerome clavaban furibundas miradas en los rostros de los benedictinos, que, uno tras otro, se veían obligados a desviar las suyas. Al volverse, el cartujo perdió el equilibrio y cayó de espaldas con una mueca de dolor.

El prior Mortimus se puso en pie de un salto y golpeó la mesa con la palma de la mano.

– ¡Por Cristo crucificado! Hermano Jerome, dejaréis la mesa y os quedaréis en vuestra celda hasta que el abad decida qué hacer con vos. ¡Lleváoslo de aquí!

Dos vecinos de asiento cogieron al cartujo por las axilas, lo levantaron sin contemplaciones y se lo llevaron del refectorio en volandas. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, un inmenso suspiro de alivio se alzó de la congregación.

– Una vez más -dijo el prior Mortimus volviéndose hacia mí-, os pido disculpas en nombre de la comunidad. -Un murmullo de aprobación recorrió las mesas-. Sólo puedo suplicaros que lo perdonéis en razón de su demencia.

– Me pregunto quién es el Anticristo, según él. ¿Yo? No, supongo que más bien lord Cromwell… ¿O tal vez Su Majestad el Rey?

– No, señor, no. -Un murmullo de inquietud recorrió la mesa de los obedienciarios. El prior Mortimus apretó los finos labios-. Si de mí dependiera, Jerome estaría fuera de aquí mañana mismo, para que gritara sus desvaríos por las calles hasta que lo encerraran en la Torre, o más bien en el manicomio de Bedlam, que es donde debería estar. Si el abad aún no lo ha echado, es porque necesita conservar el favor de su primo sir Edward. ¿Sabíais que Jerome estaba emparentado con la difunta reina? -Me limité a asentir-. Pero esto es demasiado. Tiene que marcharse.