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– No suelo hacer caso de los disparates de un loco -dije alzando una mano y moviendo negativamente la cabeza. Mis palabras produjeron un alivio evidente entre mis compañeros de mesa-. Prefiero que el hermano Jerome siga aquí -añadí bajando la voz para que sólo pudieran oírme los obedienciarios-. Podría necesitar interrogarlo. Decidme, ¿le soltó este mismo discurso al señor Singleton?

– Sí -respondió el prior sin vacilar-. Apenas llegó, el hermano Jerome lo abordó en mitad del patio y lo llamó perjuro y mentiroso. Para no ser menos, el comisionado Singleton le respondió que era un católico hijo de mala madre.

– Perjuro y mentiroso… Eso es más concreto que las vagas acusaciones que me hace a mí. Me pregunto qué quería decir.

– Sólo Dios sabe lo que quiere decir un loco.

– Tal vez esté loco, comisionado -terció el hermano Guy inclinándose hacia mí-, pero él no pudo matar al comisionado Singleton. Yo he cuidado de él. El potro de tortura le descoyuntó el brazo izquierdo; tiene los ligamentos destrozados y la pierna derecha no mucho mejor. Como habéis visto, apenas puede mantener el equilibrio. Con lo que le cuesta sostenerse en pie, difícilmente habría podido blandir un arma para cortarle la cabeza a nadie. Yo había visto los efectos de la tortura legal en Francia, pero en Inglaterra no -añadió el hermano enfermero bajando la voz-. Creo que aquí es algo nuevo.

– La ley la autoriza en tiempos de peligro extremo para el Estado -repliqué, disgustado. Noté que Mark tenía los ojos puestos en mí y vi la decepción y la tristeza en su mirada-. Aunque siempre es un hecho lamentable -añadí con un suspiro-. Pero, volviendo al pobre Singleton, quizá el hermano Jerome esté demasiado débil para matar, pero podría haber tenido un cómplice.

– No, señor, imposible -protestó a coro toda la mesa. En las caras de los obedienciarios sólo leí el deseo de no verse relacionados con el asesinato y la traición, y el temor a las terribles penas que llevaban aparejados. Pero el hombre, me dije, es hábil ocultando sus auténticos pensamientos.

El hermano Gabriel volvió a inclinarse hacia mí con la inquietud pintada en el rostro.

– Señor, ninguno de los presentes compartimos las opiniones del hermano Jerome. Su presencia nos pesa como una losa. Sólo deseamos continuar con nuestra vida de oración en paz, leales al rey y fieles a las formas de culto que Su Majestad dicta.

– ¡En eso, al menos, su caridad habla por todos! -proclamó el tesorero con voz sonora-. No puedo decir más que amén. Un coro de amenes se alzó de la mesa de los obedienciarios. Asentí complacido.

– Pero el comisionado Singleton sigue estando muerto -repuse-. De modo que ¿quién creéis que lo mató? ¿Hermano tesorero? ¿Hermano prior?

– Fue g-gente de fuera -respondió el hermano Edwig-. Él iba a encontrarse con alguien y los sorprendió. Brujas, adoradores del Diablo… entraron a profanar nuestra iglesia y a robar nuestra reliquia, toparon con el pobre señor Singleton y lo mataron. La persona con la que iba a encontrarse, quienquiera que fuese, sin duda se asustó del tumulto.

– El doctor Shardlake opina que el asesino podría haber utilizado una espada -dijo el hermano Guy-. Y la gente de la que habláis se habría guardado de llevar armas, por miedo a que los descubrieran.

Me volví hacia el hermano Gabriel, que soltó un profundo suspiro y se pasó los dedos por los enmarañados rizos que rodeaban su tonsura.

– La desaparición de la mano del Buen Ladrón, una santa reliquia del Calvario de Nuestro Señor, es una tragedia. Me estremezco al pensar en el abominable uso que puede estar dándole el ladrón en estos momentos.

El sacristán estaba pálido. Recordé las calaveras del despacho de lord Cromwell y, una vez más, comprendí cuánto poder tienen las reliquias.

– ¿Hay sospechosos de practicar la brujería en la zona? -pregunté.

El prior negó con la cabeza.

– Un par de hechiceras de la ciudad, pero no son más que viejas que murmuran encantamientos para las hierbas que venden.

– ¿Quién sabe qué maldades obra el Diablo en el mundo pecador? -murmuró el hermano Gabriel-. Nosotros estamos protegidos de él en esta vida de santidad tanto como puede estarlo un hombre; pero fuera… -musitó el sacristán con un estremecimiento.

– También están los criados -les recordé-. Sesenta personas.

– Aquí sólo vive una docena -repuso el prior-. Y por la noche el monasterio está cerrado a cal y canto, y vigilado por el señor Bugge y su ayudante, bajo mi supervisión.

– Casi todos los que viven aquí son viejos y leales servidores -añadió el hermano Gabriel-. ¿Por qué iban a matar a un visitante tan importante?

– ¿Por qué iba a hacerlo un monje, o alguien de la ciudad? Bien, ya se verá. Mañana quisiera hablar con algunos de vosotros -anuncié paseando la mirada por las dos hileras de alarmados rostros.

Los criados regresaron para llevarse los platos, que sustituyeron por los de postre, y guardamos silencio hasta que se marcharon.

– ¡Ah, fruta en almíbar! -exclamó el tesorero hundiendo la cuchara en su plato-. Nada mejor en una noche tan fría.

De pronto, se oyó un golpe sordo en el otro extremo de la sala. Sobresaltados, nos volvimos hacia la esquina en la que el novicio cumplía su castigo y vimos que estaba tumbado en el suelo. El hermano Guy se puso en pie con la indignación pintada en el rostro, se cogió las faldas del hábito y echó a correr hacia Simón. Yo lo imité, seguido por el hermano Gabriel y, un instante después, por el prior, visiblemente enojado. El muchacho estaba blanco como la pared. Cuando el hermano Guy le levantó la cabeza con cuidado, parpadeó y soltó un gemido.

– Tranquilo -le dijo el enfermero con voz suave-. Sólo es un desmayo. ¿Te has hecho daño?

– En la cabeza. Me la he golpeado. Lo siento… Sus ojos se llenaron de lágrimas, su endeble pecho se agitó y empezó a sollozar de un modo que encogía el corazón. El prior Mortimus soltó un bufido. Miré al hermano Guy y me quedé sorprendido ante la cólera que reflejaban sus negros ojos.

– ¡No me extraña que llore, hermano prior! ¿Cuánto hace que no come como Dios manda? ¡Está en los huesos!

– Ha tomado pan y agua. Sabéis perfectamente, hermano enfermero, que es un castigo sancionado por la regla de san Benito…

El hermano Gabriel se volvió hacia él hecho una furia.

– ¡San Benito no pretendía que los siervos de Dios murieran de hambre! Lo habéis hecho trabajar como un animal en los establos y luego permanecer de pie con este frío durante horas.

El llanto del novicio se transformó en un violento ataque de tos y su pálido rostro se puso violáceo, mientras pugnaba por respirar. El enfermero inclinó la cabeza para escuchar los sibilantes jadeos del joven.

– Tiene los pulmones llenos de bilis. ¡Me lo llevo a la enfermería ahora mismo!

El prior volvió a resoplar.

– ¿Es culpa mía que sea tan delicado? Lo hago trabajar para que se curta. Es lo que necesita…

La voz del hermano Gabriel resonó por todo el refectorio:

– ¿Tiene el hermano Guy vuestra autorización para llevárselo a la enfermería, o voy en busca del abad Fabián?

– ¡Llevaos a ese inútil! -gritó el prior volviendo a la mesa a grandes zancadas-. ¡Blandenguería! ¡Blandenguería y laxitud! ¡Eso es lo que acabará con nosotros! -exclamó abarcando el refectorio con una mirada desafiante, mientras el hermano Gabriel y el enfermero se llevaban al novicio, que seguía hipando y tosiendo.